domingo, enero 14, 2018

Mi patria era una semilla de manzana, de Herta Müller


Herta Müller, Premio Nobel de Literatura 2009, fue acosada durante años por el régimen comunista en Rumanía. Es una superviviente. Todo lo que sufrió y otros asuntos relacionados con su biografía y con la escritura es lo que le cuenta a Angelika Klammer en estas conversaciones, de las que os muestro aquí algunas respuestas:

Aquella fealdad omnipresente era la única igualdad que existía en el socialismo. Y era intencionada, formaba parte del programa de la dictadura. Los objetos que se producían en el socialismo te quitaban las ganas de vivir: aquellos edificios de hormigón, los muebles, las cortinas, las vajillas, los arriates de flores de los parques, los carteles, los monumentos, los escaparates… Era como si todos los materiales –cemento, madera, cristal, porcelana o hasta las ramas de las plantas– fueran tan toscos y brutales por naturaleza que resultaba imposible hacer nada más bonito con ellos. Como si, en aquel país, los materiales decidieran colaborar con el Estado por propia voluntad, se plegaran a la voluntad del régimen. La uniformidad de lo feo acaba deprimiéndote, hace que te vuelvas apático y que todo te dé igual, y eso era lo que quería el Estado. Para el socialismo, nuestro estado depresivo era ideal, la alegría de vivir hace que la gente sea espontánea, y eso es sinónimo de imprevisible. La miseria te vuelve feo.

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En Alemania, muchos piensan que hablar ayuda siempre y que se debería hablar de todo. Y que, mientras se hable –según dicen–, no habrá guerras. Yo no me lo creo. Hablando es posible enemistarse, instigar al odio. Las palabras sirven tanto para desencadenar un conflicto como para resolverlo. Y se tarda menos en desencadenarlo que en lo contrario, da igual si es entre personas o entre Estados.

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Es cierto que escribir es una necesidad interior y, al mismo tiempo, va en contra de una resistencia también interior. Siempre escribo para mí misma y en contra de mí misma. Todas las veces espero para poner las cosas por escrito hasta que no puedo evitarlo. Retraso el proceso porque sé bien que, cuando empiece, se adueñará de mí de una forma que me da miedo. Y cuando luego estoy dentro del proceso de escritura, me engulle por completo.

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Donde hay gente muriendo de hambre a diario, la relación con la comida se transforma en ansia y en ausencia de escrúpulos. Una persona extenuada y medio muerta de hambre no es capaz de pensar en otra cosa que no sea el hambre, porque el hambre la atormenta cada segundo. El hambre mina hasta el descanso nocturno, todos los sueños giran en torno a la comida.
El hambre acaba con todas las normas de lo civilizado, y de ese modo establece sus propias leyes, es una forma de animalización en el peor sentido de la palabra. El hambre te vuelve un animal salvaje.

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Bastante después de la muerte de Pastior vi el documental de Harald Jung sobre Jorge Semprún: "Mi vida". Jorge Semprún, anciano, visita el campo de concentración de Buchenwald, donde estuvo interno de joven. Recorre toda la zona y se le ve tan a gusto que Jung está perplejo y se lo dice. Semprún le contesta que no hay motivo de asombro, pues lo único que ha hecho es volver a casa. Con Oskar Pastior fue igual. Eso es un trauma. Algo tan profundamente arraigado en el cuerpo que lo destruye y se adueña de él. He llegado a comprender que el daño es un vínculo íntimo absoluto.


[Siruela. Traducción de Isabel García Adánez]