viernes, febrero 17, 2017

Siempre hemos vivido en el castillo, de Shirley Jackson


Me llamo Mary Katherine Blackwood. Tengo dieciocho años y vivo con mi hermana Constance. A menudo pienso que con un poco de suerte podría haber sido una mujer lobo, porque mis dedos medio y anular son igual de largos, pero he tenido que contentarme con lo que soy. No me gusta lavarme, ni los perros, ni el ruido. Me gusta mi hermana Constance, y Ricardo Plantagenet, y la Amanita phalloides, la oronja mortal. El resto de mi familia ha muerto.

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La gente del pueblo siempre nos ha odiado.

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Todos los augurios anunciaban un cambio. El sábado por la mañana me desperté y pensé que ellos me estaban llamando; es hora de que me levante, pensé antes de estar despierta del todo y acordarme de que estaban muertos; Constance nunca me llamaba para que me levantara. Esa mañana, cuando me vestí y bajé las escaleras, me estaba esperando para prepararme el desayuno, y se lo conté: "Esta mañana me ha parecido que me llamaban".

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-¿No estarás pensando en irte de aquí, Merricat?
-¿Adónde íbamos a ir? –le pregunté–. ¿Dónde podríamos encontrar un lugar mejor que este? ¿Quién nos quiere, allí fuera? El mundo está lleno de gente mala.

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Yo pensaba en Charles. Podía convertirlo en una mosca, arrojarlo a una telaraña y observarlo mientras se enredaba y forcejeaba impotente, atrapado en el cuerpo de una mosca moribunda. Podía estar deseándole la muerte hasta que se muriera. Podía atarlo a un árbol y dejarlo allí hasta que se convirtiera en parte del tronco y le saliera la corteza por la boca. Podía enterrarlo en el agujero donde mi caja de dólares de plata había estado a buen recaudo hasta que llegó él, y pisotearlo cuando estuviera bajo tierra.


[Editorial Minúscula. Traducción de Paula Kuffer]