viernes, junio 10, 2016

American Smoke, de Iain Sinclair


Éste es uno de los libros más fascinantes del año, para mí incluso superior a La ciudad de las desapariciones. En Playtime / El Plural lo comento. Aquí van un montón de fragmentos:

[Charles] Olson, igual que su paisano de Massachusetts Jack Kerouac, era católico y de familia obrera. Su padre hacía el reparto del correo en Worcester. El padre de Kerouac tenía una imprenta en Lowell. Cuando siendo un estudiante de veinte años yo caminaba por la playa de Sandymount, en Dublín, Kerouac era mi gran modelo: aquellos viajes malogrados, la búsqueda, el tedio y el temblor mortal bajo la superficie, que por entonces yo no había identificado. Mi compañero, Christopher Bamford, que después de Irlanda se embarcaría para Boston y ya no volvería, hacía campaña por Beckett, Genet y todas aquellas ediciones de bolsillo de color lechuga de Olympia Press. Las huellas de nuestros pasos trazaban un bucle en la arena gris, un circuito presidiario, mientras conjurábamos obras de teatro escritas en una sola noche y proponíamos revistas que nunca iban más allá de la fase de pruebas, del maniquí abandonado. Entretanto, recibíamos cartas por avión de William Burroughs desde Tánger.

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Kerouac era el ángel oscuro, que se liberó a sí mismo de la rueda del karma, de la mortaja corpórea. Pero también era, y ésa es la fuente de la tensión que alumbra su arte, el "Niño Memorión", el inspirado festejador de lo ordinario: el paso de las estaciones, las calles en invierno, las inundaciones, los bares, las fábricas (desde fuera), el humo de leña, la noche, el contacto, la familia, los amigos, la inquietud, las cocinas, la locura y el asesinato.

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Los poetas saben que el poco poder que tienen pronto se verá absorbido por los objetos convertidos en fetiches que los rodean. Las reliquias son la verdadera autobiografía.

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Di un par de vueltas a la feria, por los viejos tiempos, y luego emprendí un paseo a través de los barrios residenciales arbolados rumbo a la tranquilidad del centro del pueblo en el domingo por la mañana. Por supuesto, se me habían adherido de alguna forma a las manos un par de compras a precio rebajado. Mis lecturas, fuera de mi investigación inmediata, se reducían a un grupo selecto de autores: Louis-Ferdinand Céline (leyéndolo en orden cronológico), Don DeLillo (en orden inverso), Malcolm Lowry, Roberto Bolaño, Walter Abish.

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La biografía es un mapa de carreteras que solamente tiene sentido con la muerte del sujeto, del escritor.

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[Alexander] Baron, criado en Hackney, y marxista acérrimo en sus años de juventud, tenía algo de comisario traumatizado, una historia vivida sin remordimientos. Seguía escribiendo porque a eso se dedicaba, pero ya no tenía expectativa alguna de que sus libros encontraran un público.

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Hace falta una buena dosis de ego para coquetear de forma tan persistente con el olvido. Me interesaban los ingeniosos sistemas que había encontrado Malcolm Lowry para perder, quemar o desperdigar sus manuscritos antes que afrontar el horror de mandarlos a un editor o, peor todavía, publicarlos.

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Pavel Coen, que, tal como yo me temía, también albergaba la ambición secreta de escribir una novela épica, adaptando las técnicas americanas del Meisterwerk a los barrios residenciales del sudoeste de Londres, rezaba en el altar de Pynchon, los poetas del grupo L-A-N-G-U-A-G-E, DeLillo y Burroughs, y confesaba sentir una afinidad especial con William T. Vollmann. […] Siendo niño todavía, Vollmann tuvo que ver cómo se ahogaba su hermana de seis años mientras él estaba cuidando de ella. William Burroughs contaba que era el haber matado a su mujer, Joan Vollmer, en México D.F., lo que le había convertido en escritor. Lo que le había lanzado la maldición de trabajar con las palabras, al dictado de una hambrienta máquina portátil Remington, casi hasta el último aliento. De vivir en una casa de tablones rojos en Kansas. El suburbio sin urbe. La inercia de mitad del continente. El no lugar.

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La imitación de uno mismo es un oficio ingrato.

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El tiempo en el pub no era tiempo, era una relatividad líquida.

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Las noticias del mundo exterior llegaban como si fueran el tráiler de una película de Fritz Lang.

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El viejo sueño de recorrer en coche la Costa del Pacífico exigía una prima demasiado alta. Yo lo necesitaba para mi libro, es decir, para seguir existiendo.

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Los muertos flotan en nuestros recuerdos y a veces en las calles; los vemos cuando los necesitamos. Y aprendemos a dejarlos ir. Las madres, los padres, las figuras como Beckett o Joyce, vienen con nitidez, pero nunca más de dos o tres veces. Están igual de mudos que Ezra Pound después de sus años en el manicomio de Washington, cuando deambulaba como una cabeza hierática por Venecia o Spoleto.


[Alpha Decay. Traducción de Javier Calvo]