martes, octubre 14, 2014

Un hombre afortunado, de John Berger


John Berger es uno de los grandes exploradores de la relación entre la imagen y la palabra. En sus libros solemos encontrar fotografías, esbozos y bocetos, pinturas o dibujos, o a veces todos ellos. Berger también es uno de esos escritores que no parecen hacer ruido, y cuyos libros no obtienen la atención mediática que poseen otros autores. Pero cada poco salen obras suyas, nuevas o reeditadas: ensayos, novelas, biografías, manuales sobre el arte… Y es un placer leerlo.

En Un hombre afortunado encontramos una mezcla de géneros: el ensayo, el reportaje, la biografía, el álbum de fotos… En las primeras páginas, el Berger narrador está aparte, como si él no hubiera presenciado los casos, y nos va relatando algunos ejemplos de cómo John Sassall, un doctor inglés del entorno rural, hacía su trabajo… Más adelante, Berger empieza a desvelarnos quién es el médico, empieza a soltar más datos. Sabemos que ha estado con él, que lo ha acompañado, que el libro es un recorrido por el trabajo de este hombre y su relación con los pacientes, con la enfermedad y la muerte. Pasadas bastantes páginas, la obra ya no consiste en la descripción de cuanto hace ese médico, sino que va más allá, y el autor introduce amplias reflexiones sobre la relación de los doctores con la pérdida y la enfermedad. Y el libro cobra otra dimensión. El volumen, además, está lleno de fotografías de Jean Mohr (que nos muestran los paisajes, los pacientes, las miradas, los gestos, al propio médico…), y compone, junto a la narrativa de John Berger, una pieza maravillosa de no ficción. Aquí van unos cuantos extractos: 

Para quienes están detrás del telón, junto a los pobladores, los referentes del paisaje ya no son sólo geográficos, sino también biográficos y personales.

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El primer temor cuando nos ponemos enfermos es que nuestra enfermedad sea única. Intentamos racionalizarlo, debatimos con nosotros mismos, pero siempre nos queda el fantasma del miedo. Y ese fantasma permanece por una razón. La enfermedad, en cuanto fuerza indefinida, es una amenaza potencial contra nuestra existencia, y todos somos sin remedio altamente conscientes de que esa existencia es única. En otras palabras, la enfermedad participa de nuestra propia singularidad. Al temer su amenaza, la abrazamos y la hacemos especialmente nuestra.

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Hay otra razón más por la que los niños se recuperan tan rápidamente de una pérdida definitiva. En el mundo infantil no sucede nada fortuito. No existen los accidentes. Todo está conectado con todo lo demás y todo explica todo lo demás. (La estructura del mundo infantil es semejante a la de la magia). Así, para el niño, una pérdida nunca carece de sentido, nunca es absurda ni, sobre todo, innecesaria. Para el niño, todo lo que sucede es una necesidad.
Cuando estamos angustiados, volvemos a la primera infancia porque es en ese periodo de la vida cuando aprendimos a sufrir la experiencia de la pérdida total. Además, en ese periodo sufrimos más pérdidas totales que en todo el resto de nuestra vida.

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La angustia se deriva de un sentimiento de pérdida irreparable. (La pérdida puede ser real o imaginaria). Esta pérdida se suma al resto de las pérdidas sufridas durante nuestra vida: esas otras pérdidas representan la ausencia de aquello a lo que en esta ocasión hubiéramos recurrido en busca de consuelo de no haberse perdido también. La mayoría de esas otras pérdidas las sufrimos en la infancia, pues así está inscrito en su naturaleza. De modo que la experiencia de pérdida tiende a retornarnos, a devolvernos a nuestra infancia.

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Por el contrario, el adulto angustiado sufre porque está convencido de que lo que le ha sucedido es absurdo o, en el mejor de los casos, no tiene mucho sentido. Esto equivale a decir que el sentido que permanece no puede compensar el que se ha perdido. El hombre angustiado, la mujer angustiada, se encuentran así atrapados en la escala temporal de la infancia, pero sin la protección del niño, y sufren un desconsuelo que sólo es propio de la edad adulta.

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En la imaginación humana, la muerte y el paso del tiempo están indisolublemente unidos: cada momento que pasa nos acerca a la muerte; y nuestra muerte se mide, si es que es posible medirla, en relación con esa aparente eternidad de la existencia que ha de continuar después de nosotros, sin nosotros.

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El autobiógrafo escribe sobre sí mismo; es su propio cronista. Nada se le puede reprochar, nadie, ni siquiera un personaje creado, le puede reprochar nada. Lo que omite, lo que distorsiona, lo que se inventa, todo, al menos conforme a la lógica del género, es legítimo. Puede que esto constituya el verdadero atractivo de la autobiografía: todos los acontecimientos sobre los que uno no tenía control alguno quedan al fin sujetos a su decisión.

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El cuadro que uno vio la semana pasada, cuando suponía que el artista estaba vivo, no es el mismo (aunque sea el mismo lienzo) que uno ve esta semana, después de saber que ha muerto.

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La muerte de una persona hace que todo lo concerniente a ella adquiera un carácter de certeza. Habrá secretos que mueran con ella, claro está. Y puede que cien años después, al examinar unos documentos, alguien descubra un hecho que ignoraban todos los que asistieron a su funeral y que viene a proyectar una luz distinta sobre su vida. La muerte cambia los hechos cualitativamente, pero no cuantitativamente. Uno no conoce más hechos porque la persona haya muerto. Pero lo que ya sabe se fija y se hace definitivo.

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Lo que vale una persona para sí misma se expresa, finalmente, en cómo esa persona se trata a sí misma.


[Alfaguara. Traducción de Pilar Vázquez]