viernes, mayo 24, 2013

Rascacielos, de J. G. Ballard


Así empieza esta novela, que para mí es una obra maestra:

Más tarde, mientras estaba sentado en el balcón, comiéndose el perro, el doctor Robert Laing recordó otra vez los hechos insólitos que habían ocurrido en este enorme edificio de apartamentos en los tres últimos meses. Ahora que todo había vuelto a la normalidad, le sorprendía que no hubiera habido un comienzo, una línea que ellos hubieran atravesado entrando en una dimensión indudablemente más siniestra. Con cuarenta pisos y mil apartamentos, supermercado y piscinas, banco y escuela –todo virtualmente abandonado en el cielo–, había en el edificio oportunidades más que suficientes para la violencia y la confrontación.

En unas pocas líneas nos ha presentado al protagonista, su situación y el entorno en el que vive (ese edificio de 40 pisos que parece una ciudad vertical). Pero, más importante aún: ha introducido un elemento que ya desasosiega al lector y lo llena de curiosidad: el personaje está comiendo carne de perro. ¿Por qué?

En Rascacielos (un libro agotadísimo que, como suele ocurrir, he tardado años en encontrar en alguna librería, y que hace tiempo interesó a David Cronenberg para adaptarlo al cine) se reúnen casi todas las señas de identidad de la narrativa ballardiana: cemento, piscinas que van degradándose, violencia latente, estados de paranoia, sexo en el que no faltan las infidelidades ni los juegos prohibidos, paisajes que se convierten en ruinas, deterioros físicos y mentales… Al principio todo parece un paraíso para los habitantes del edificio. Luego, sin explicación alguna, las cosas toman otro rumbo: mueren inquilinos, hay cortes de luz, los vecinos discuten, hay disputas triviales acerca de las deficiencias de los ascensores y el aire acondicionado… Nunca se nos explica, pero parece como si en realidad el edificio estuviera vivo y fuera dominando las mentes de sus habitantes. Se trata de una novela que, sin duda, ha inspirado mucho la obra de Stephen King: hombres sometidos a presión en un inmueble. Pero Ballard lo hizo primero. El clima opresivo y sofocante que va creando el autor nos recuerda a esas situaciones típicas de la vida en comunidad: ese vecino pelmazo que está atento a tus errores, esa señora que sube todos los días a quejarse del volumen de la música o de la gotera, esas reuniones de vecinos en las que se acaba discutiendo… Sólo que Ballard lo lleva más allá: hacia el crimen, la locura y los linchamientos. Véase este fragmento:

El edificio de apartamentos estaba creando un nuevo tipo social, una personalidad fría y cerebral impermeable a las presiones psicológicas de la vida en un rascacielos, con necesidades mínimas de intimidad, y que proliferaba como una avanzada especie mecánica en esa atmósfera neutra. Era el tipo de gente que se contentaba con no hacer otra cosa que estar sentada en el costoso apartamento, mirar la televisión con el sonido apagado, y esperar a que los vecinos cometieran algún error.

Los personajes terminan viviendo en un estado paranoico en el que ya no saben distinguir los matices de la realidad, como el citado Laing: Por una vez, se dijo a sí mismo, trata de salir de dentro de tu propia cabeza. Con 2.000 inquilinos en el edificio, el rascacielos es una olla a presión a punto de estallar. Y estalla: Todos los de aquí han tenido infancias felices, sin excepción, y sin embargo están furiosos. Quizá no les dieron la oportunidad de ser perversos... Esa furia se traslada a los pasillos, a los ascensores, a las piscinas, al supermercado… El edificio acaba siendo un modelo de la sociedad: en los pisos inferiores está la clase baja, con trabajos normales y muchos hijos; en los superiores, los más ricos, que viven con toda clase de lujos y no tienen retoños, sino perros; en los pisos entre ambos está la clase media, que aspira a subir a la azotea (metáfora de su deseo de ascender socialmente) y conquistar aquel terreno. Algunos vecinos forman banda con otros y saquean a los de arriba. Otros, más solitarios, dejan de acudir al trabajo y de asearse, dejan de limpiar su piso, de cocinar… y se preparan para la confrontación final, sea cual sea. Podría pasarme horas hablando de esta novela. Pero acabo ya, y os dejo con este extracto:

La rebelión de los residentes contra el edificio parecía ya incontenible. La basura se acumulaba junto a las bocas atascadas de los incineradores. Las escaleras estaban cubiertas de vidrios rotos, sillas de cocina astilladas y tramos de barandilla; y los teléfonos públicos de los corredores habían sido arrancados, como si los propietarios, lo mismo que Anne y Royal, hubieran convenido en interrumpir todo contacto con el mundo exterior.
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[Minotauro. Traducción de Manuel Figueroa]