viernes, octubre 05, 2012

Mi ciudad perdida, de F. Scott Fitzgerald




Naturalmente la vida entera es un proceso de quiebra, pero los golpes que ejercen la parte dramática de la tarea –los grandes y repentinos golpes que llegan, o parecen llegar, del exterior–, los que uno recuerda y a los que les echa la culpa de las cosas, y los que, en momentos de debilidad, uno cuenta a los amigos, no revelan sus efectos de inmediato. Hay otro tipo de golpe que procede del interior, y que uno no nota hasta que ya es demasiado tarde para hacer algo al respecto, hasta que comprende de manera positiva que de alguna forma ya no volverá a ser un hombre tan bueno. El primer tipo de grieta parece ocurrir rápido; el segundo ocurre casi sin que uno lo advierta, sino que se presenta, de hecho, muy de repente.

Así comienza el célebre texto “The Crack-Up”, que para esta edición ha sido traducido por Yolanda Morató (con el título de “La quiebra”). Sin menospreciar la antigua versión de Anagrama, prefiero esta nueva traducción. Me ha parecido más fresca, más correcta, más actual. Mi ciudad perdida, que recopila los “Ensayos autobiográficos” de Fitzgerald, se publicaron hace ya algunos meses en Zut Ediciones, y es una ocasión que ningún lector con buen gusto debería dejar escapar.

No sólo están aquí las nuevas versiones de los artículos y ensayos que ya habíamos leído en el volumen titulado El Crack-Up: también se incorporan textos como “Cómo vivir con 36.000 $ al año”, “Cómo vivir con casi nada al año”, “Cómo desperdiciar material. Una nota sobre mi generación” o “Cien comienzos en falso”. En todos ellos brilla la prosa exquisita, casi sensual, del gran F. Scott. Utilizando sus propios recuerdos, sus propias vivencias, Fitzgerald nos habla de sus problemas económicos, de su quiebra anímica, de un escritor como Ring Lardner, de cómo se siente a los 25 años, e incluso de sus viajes con Zelda, logrando párrafos de este calibre:  

Mientras escribo ha llegado el crepúsculo, y tras mi ventana las masas oscurecidas de los árboles, colocados en grupo uno junto al otro entre el abundante verdor, descienden en pendiente hasta el mar nocturno. El sol ardiente se ha derrumbado tras los picos de la Esterles y la luna ya se cierne sobre los acueductos romanos de Fréjus, a ocho kilómetros de distancia. Dentro de media hora René y Bobbé, oficiales de aviación, vendrán a cenar con sus blancos trajes de dril, y René, que tiene sólo veintitrés años y nunca ha superado el hecho de haberse perdido la guerra, nos contará de manera romántica que quiere fumar opio en Pekín y que escribe algunas cosas “sólo para mí”. Después, en el jardín, sus blancos uniformes se irán volviendo cada vez más tenues a medida que una oscuridad más líquida descienda, hasta que, al igual que las rosas intensas y los ruiseñores en los pinos, también ellos parecerán formar parte esencial e indivisible de la belleza de esta alegre tierra orgullosa.

Es un auténtico placer adentrarse en estos ensayos. Comprobar cómo Zelda y Scott suben y bajan en la rueda de la vida, cómo logran estabilidad económica para luego perderla e ir dando bandazos: Somos demasiado pobres para ahorrar. El ahorro es un lujo, le dice él a ella. Mi ciudad perdida cumple uno de los propósitos de F. S.: ver publicados estas colaboraciones de prensa en un único tomo; no lo consiguió estando vivo. Y unos cuantos textos alcanzan una originalidad envidiable, como ese “Una breve autobiografía”, en el que traza una ruta (por años y por lugares) de las bebidas alcohólicas que bebía. Lectura muy recomendable, especialmente, para escritores o escritores en ciernes: se sentirán identificados en algunos de los párrafos de este maestro, sobre todo en esas páginas en las que decide romper con casi todo y proclama: Ahora por fin me he convertido tan sólo en escritor. Os dejo con varios extractos:

Luego fuimos en continuo ascenso; los cielos crepusculares se desplegaban en el valle de Cévennes, abrían en dos las montañas, y una temible soledad se gestaba en las cumbres rasas. Hicimos crujir rebabas de castaño a nuestro paso por la carretera y un aromático humo salía de las cabañas de montaña. El hostal tenía mal aspecto, los suelos estaban cubiertos de serrín, pero nos sirvieron el mejor faisán que hayamos comido nunca y los mejores embutidos, y los colchones de plumas de las camas eran una maravilla.

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“Hasta los cuarenta y nueve todo irá bien –decía–. Puedo estar seguro de ello. Para un hombre que ha vivido como yo, es todo cuanto se puede pedir”.
…Y entonces, a diez años de cumplir los cuarenta y nueve, de pronto descubrí que había sufrido una quiebra prematura.

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Esto es lo que pienso ahora: que el estado natural del adulto sensible es cierta infelicidad. Creo también que en un adulto el deseo de ser de una mejor pasta de la que se es, “un esfuerzo constante” (como dice la gente que se gana el pan diciéndolo), termina por sumarse a esa infelicidad al final… ese final que les llega a nuestra juventud y esperanzas.   


[Traducción de Yolanda Morató]