jueves, junio 07, 2012

Cómo llegué a conocer a los peces, de Ota Pavel



Tan interesantes como los libros del catálogo de Sajalín son las vidas de sus autores. Por ejemplo la del checo Ota Pavel, nacido en Praga en 1930, al que yo no conocía. Fue un auténtico amante de la pesca, alguien que sería separado de los suyos (excepto de su madre) cuando comenzó la Segunda Guerra Mundial. Sus hermanos fueron a parar a los campos de concentración, aunque sobrevivieron. Con el tiempo, Pavel se hizo periodista deportivo, como en la novela de Richard Ford. Pero su pasión fueron las aguas, la actividad de la pesca, como apunta en uno de los relatos del libro:

Cuando estoy de pesca no soporto a nadie. Quiero estar a solas con el río. Me irrita una simple pisada, me indigna el habla humana. Es como si no tuvieran cabida en la naturaleza. La gente, estando en plena naturaleza, a menudo cotorrea acerca de minucias y estupideces, mientras que la naturaleza te habla, con su lenguaje directo y claro, tan solo de la belleza, del amor, del odio, del sustento, de la muerte. Es como si se hubiera descartado de la naturaleza todo lo superfluo.

Un día algo se le quebró en la cabeza. No fue un día cualquiera: estaba cubriendo los Juegos Olímpicos de Innsbruck. Le diagnosticaron un trastorno bipolar. Después de aquello, en períodos estables, alumbró este libro que ahora edita Sajalín: una serie de relatos autobiográficos en los que demuestra su sentido del humor, su pasión por la pesca y, especialmente, un lirismo acentuado en la descripción de paisajes, estados de ánimo y fragmentos de memoria. Sus páginas me han hecho evocar esa gran novela (también de corte autobiográfico) titulada El río de la vida, que he leído un par de veces. Sólo que aquí predominan el humor checo y esa rara visión de las cosas que tienen los habitantes de Praga.

El epílogo estremece. Tras las páginas llenas de belleza que conforman los relatos, Pavel admite lo siguiente:

Lo peor llega cuando, con ayuda de los medicamentos, te conducen al estado en el que eres consciente de estar loco. Los ojos se te inundan de tristeza y ya sabes que no eres Cristo, sino un pobre diablo que ha perdido el juicio, que es lo que hace hombre al hombre. Te ponen entre unas rejas algo mejoradas, a pesar de no haber asesinado ni herido a nadie. No se te ha sometido a juicio y, sin embargo, has sido sentenciado. La gente, afuera, continúa con su vida y tú comienzas a envidiarlos.

Pero también concluye con una palabra que simboliza todos sus esfuerzos: libertad. Y escribe:

La pesca es, antes que nada, libertad. Caminar kilómetros y kilómetros en busca de truchas, beber agua de las fuentes, estar a solas y libre al menos durante una hora, unos días, o hasta semanas y meses. Liberado de la televisión, de los periódicos, de la radio y la civilización.


[Traducción de Patricia Gonzalo de Jesús]