viernes, diciembre 30, 2011

Stoner, de John Williams



Es la novela que más personas me recomendaron en 2011: lo hicieron David González, Daniel Ruiz García, Karmelo C. Iribarren, Kebran, Eduard Felip Devesa y, por supuesto, su editor (Tito Expósito) y su traductor (Antonio Díez). Y probablemente algunas personas más, sin olvidar que, en la prensa, la reseñaron escritores como Enrique Vila-Matas, Rodrigo Fresán o Luis Antonio de Villena. Y a todos debo darles la razón, ahora que por fin la he leído y finalizo el año con ella: Stoner es una obra espléndida, que ostenta el toque de los maestros y la sensibilidad de los clásicos.

¿Qué tiene Stoner para que nos embruje tanto?

En primer lugar: su prosa, que me recuerda un poco a la de John Cheever. Ambos, Cheever y Williams, poseen la misma eficacia para contarnos las vidas de hombres corrientes, de ciudadanos normales a los que todos conocemos o a los que terminamos por parecernos. Ambos saben que, bajo esas vidas un poco anodinas y algo grises, siempre laten secretos e infidelidades. Y nos muestran lo que hay bajo la alfombra. William Stoner es un hombre que empieza ayudando a sus padres en la granja, decide estudiar y luego oficia como profesor de literatura. Entre medias: las dos guerras mundiales, su noviazgo y posterior matrimonio fallido, la rivalidad con algunos colegas, la pasión literaria y docente, la educación de su hija, la relación infiel con otra mujer, el desencanto… Mediante esa prosa sólida y sencilla (pero no simple), John Williams construye o reconstruye la vida de un hombre, desde su nacimiento hasta su muerte. Y nos va atrapando desde las primeras líneas.

En segundo lugar: esos mismos tonos grises de la vida de un hombre corriente podemos entenderlos perfectamente. Se siente empatía hacia el protagonista. En varias ocasiones en la novela se cita el fracaso. ¿Quién no comprende o ha sentido en sus carnes la zarpa del fracaso? Entendemos las decepciones de Stoner, sus amoríos, sus rivalidades. En este sentido, todo el libro despide un aire de desencanto y tristeza con el que el lector conecta desde el principio. Nos recuerda también a esos novelones sobre personajes que van ascendiendo y descendiendo en la escala social: de autores como Charles Dickens o Henry James. Novelas sobre gente que tropieza una y otra vez, y una y otra vez se levanta y vuelve a intentarlo.

Si buscásemos comparativas en el cine (es raro que nadie haya adaptado esta novela), su clasicismo y su sobriedad y su lentitud (sin embargo, plena de emoción) podrían asemejarse a las de algunas películas de Clint Eastwood. Esa manera lenta y firme y entretenida de contar una vida que Eastwood ha demostrado en Bird, Bronco Billy, El aventurero de medianoche, Banderas de nuestros padres o El intercambio, es la misma que demuestra Williams en Stoner. De hecho, no se me ocurre otro director para transformarla con fidelidad en una película.

Os dejo con el principio y con un fragmento de la mitad de la novela:

William Stoner entró como estudiante en la Universidad de Missouri en el año 1910, a la edad de diecinueve años. Ocho años más tarde, en pleno auge de la Primera Guerra Mundial, recibió el título de Doctorado en Filosofía y aceptó una plaza de profesor en la misma universidad, donde enseñó hasta su muerte en 1956. Nunca ascendió más allá del grado de profesor asistente y unos pocos estudiantes le recordaban vagamente después de haber ido a sus clases. Cuando murió, sus colegas donaron en su memoria un manuscrito medieval a la biblioteca de la Universidad.

**

Nada había cambiado. Sus vidas se habían consumido en un trabajo triste, rotas sus voluntades, sus inteligencias aturdidas. Ahora yacían en la tierra a la que habían entregado sus vidas y, lentamente, año tras año, la tierra les acogería. Lentamente la humedad y la descomposición infestarían las cajas de pino que contenían sus cuerpos y, lentamente, tocaría sus carnes y, finalmente, consumiría los últimos vestigios de sus sustancias. Y se convertirían en partes sin importancia de aquella obcecada tierra a la que largo tiempo atrás habían entregado sus vidas.    


[Traducción de Antonio Díez Fernández]