jueves, noviembre 10, 2011

Recordando los sesenta, de Robert Stone


Libros del Silencio, que ya nos trajera aquella magnífica novela de culto de Robert Stone, Dog Soldiers, nos ofrece ahora las memorias del autor. Como su título indica, Stone sólo se ocupa de la década del 60 (aunque también toca los primeros 70). En aquellos años el escritor hizo de todo: sirvió en la marina, estuvo junto a los beatniks en el famoso autobús de Ken Kesey (y, además, de Kesey, se codeó con Neal Cassady, Jack Kerouac y Allen Ginsberg), estuvo en Vietnam y Saigón investigando para una ficción que luego se convertiría en Dog Soldiers, trabajó en un periódico en el que le tocaba inventarse las noticias porque en ese engaño consistía la línea editorial de su director, se hizo amigo de uno de los empleados de la Shakespeare and Company cuando vivió un tiempo en París (ese amigo era Michael Horowitz, quien con los años se convertiría en el padre de la actriz Winona Ryder), escribió su primera novela y el mismísimo Paul Newman lo llamó para adaptarla al cine, se casó y tuvo hijos, vivió una temporada en Londres, en Nueva Orleans, en Nueva York, en San Francisco, acudió a los talleres literarios de Wallace Stegner, consumió grandes dosis de LSD… Una vida apasionante, sin duda, construida con una prosa casi periodística que, como bien me indicó su traductora, mantiene cierta distancia con lo vivido. Dos extractos:

Era también un barrio que, según los moradores de Shakespeare and Company, estaba presidido por el genio de Samuel Beckett, que sabíamos que vivía no muy lejos de Montparnsasse. Una noche, Michael y yo salimos decididos a encontrar al gran hombre. Ni siquiera entonces teníamos muy claro qué queríamos de él. Tal vez pensábamos que nos iba a ofrecer un Pernos y una explicación línea por línea de Molloy. Nos habían dicho que Beckett frecuentaba cierto café y nos pareció que sería el lugar perfecto para abordarlo. Es más, creo que imaginábamos encontrar una estampa del divino Beckett rodeado por sus personajes, bebiendo vino peleón con Nag y Nell y Vladimir y Estragón, y que nosotros acercaríamos un par de sillas y nos uniríamos a ellos para reflexionar sobre la absurdidad de la vida mediante opacos y evocadores aforismos. Conseguimos localizar el lugar, en el boulevard Montparnasse, e incluso llegamos a la puerta, pero en ese momento, cuando echamos un vistazo al café, con aquellos murales y aquella reluciente barra americana, nos dimos cuenta de que no era el tipo de sitio en el que recibirían con los brazos abiertos a Nell, ni a Estragón, ni a nosotros, ni siquiera a Beckett, tal vez, antes de que le dieran el premio Nobel. Regresamos a la librería, a nuestra casa.

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Cuando tenemos trabajo que hacer pero no lo estamos haciendo, los escritores tenemos accesos de compulsividad. Para sostener la ilusión de estar avanzando, cualquier viaje insustancial o un cambio sin propósito sirve. Es bien sabido que los escritores cambian de editor, de agente, de esposa, para atenuar la punzada del nerviosismo cuando el trabajo no progresa. Y también cambian de ciudad. Sometido a esta inquietud, ahora me doy cuenta, casi cambié mi vida y mi destino más allá de todo reconocimiento ni esperanza de salvación.


[Traducción de Inga Pellisa]