martes, agosto 30, 2011

Viaje al silencio, de Sara Maitland


En el mundo contemporáneo occidental es muy difícil pasar mucho tiempo en silencio en la propia casa; suena el teléfono, viene un amigo, alguien llama a la puerta con intención de pedir el voto, el cartero necesita una firma, se presentan los testigos de Jehová, vienen a leer los contadores, se termina la leche, hay que salir a comprar y la mujer de la tienda del pueblo tiene ganas de charlar un rato. En realidad es imposible. Eso sin contar lo que Byrd llamaba “urgencias”: la urgencia económica de trabajar, de ganarse la vida, y la urgencia emocional del amor y la amistad. Mi vida era más silenciosa que antes, pero aún seguía chapoteando en las orillas del profundo océano de silencio cuya presencia comenzaba a intuir.

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Millones de personas pasan su vida en un entorno de ruido constante: seguro que no es sano y creo que eso explica en parte la tensión, la violencia, y las caras tristes que se ven por las calles.

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La muerte es en sí misma silencio; por eso pensamos que el silencio es muerte. En cierto sentido, la muerte es el único silencio. La mayoría de las personas no son concebidas en silencio. En el útero no hay silencio, sino el latido constante del corazón de la madre, y en todo momento se percibe un borboteo, un murmullo, una “melodía” rítmica de pulso y energía. Nada más nacer nos invitan a gritar, a hacer ruido, a anunciar nuestra llegada. Pero el silencio se adentra a hurtadillas en la muerte y allí establece su hogar.


[Traducción de Catalina Martínez Muñoz]