viernes, enero 21, 2011

Las huellas de los años

Pasan el tiempo, los sucesos, las personas que algo nos importan o significan, próximas o no tanto. Nos vamos haciendo mayores, más desengañados o menos ilusos, al menos en apariencia menos esperanzados porque notamos, si no estamos ciegos, que nos queda menos tiempo. A nosotros y a las cosas que no se arreglan o no mejoran.
Seguir vivo es, irremediablemente, ir perdiendo cosas. Si nuestro ignorado término está fijado, cada día vivido nos resta posibilidades. Y no sólo a cada cual: paisajes, casas, lugares, seres queridos, mucho de lo que nos rodea va desapareciendo, acaso de esa forma parcial pero más irritante que consiste en el deterioro o la decadencia. El mundo que ha sido nuestro, aunque por un lado se amplíe con nuevos amigos o amores, ciudades desconocidas, obras propias o ajenas disfrutadas, se va estrechando. Se derriban edificios a los que estábamos acostumbrados –y no hace falta que fueran hermosos ni cómodos para que los echemos en falta–, se talan árboles, se cierran cines y tiendas de las que fuimos clientes fieles y que van asociadas a recuerdos, se alejan o se nos mueren los amigos; van cayendo, antes o después que los padres, los compañeros generacionales de éstos, que estaban en nuestro mapa personal del mundo, aunque fuese de refilón, desde que nacimos. De las cosas con que nos encontramos al empezar a mirar a nuestro alrededor van quedando pocas, de las que fuimos añadiendo desaparecen o se difuminan otras.


Fernando Marías, extracto del prólogo a Aquella mitad de mi tiempo (de Javier Marías)