jueves, enero 20, 2011

La ciudad y la bicicleta

Leyendo el libro de viajes del músico David Byrne, `Diarios de bicicleta´, me he acordado a menudo de Zamora. He pensado en mi ciudad de origen en casi todos los capítulos. Porque David Byrne, además de analizar la política y las infraestructuras y las exposiciones de algunas de las ciudades por las que ha viajado (aunque en el libro sólo aparecen unas pocas: Berlín, Nueva York, Londres, Manila…), habla siempre de las condiciones que reúne cada ciudad para el ciclista. En algunas ciudades son favorables y, en otras, son absolutamente espantosas, con un riesgo brutal para el individuo que se sube a una bici y corre peligro de ser atropellado por los coches.
Y me he acordado de Zamora porque yo creo que agrupa unas cuantas condiciones ideales para ser una ciudad modélica en el uso de la bici. Y, sin embargo, no lo es. No es así. Parece que a la gente le cuesta acostumbrarse a utilizar este transporte. En Zamora es muy frecuente coger el coche para recorrer distancias que, a quienes vivimos en otras ciudades, se nos antojan ridículas. De hecho, una de las ventajas de Zamora es que, cuando vuelvo, no tengo que utilizar el autobús ni el coche ni el metro ni el tren de cercanías en mis desplazamientos. No es necesario. Madrid, por otra parte, es una de las ciudades menos acondicionadas (y de las más peligrosas, creo yo) para el ciclista. Pero en mi lugar de nacimiento no es así, y me parece que se dan condiciones favorables: es una ciudad pequeña, sólo caótica en algunos tramos (fruto de la famosa reordenación del tráfico que puso en marcha el anterior alcalde), y dispone de calles en las que un carril bici resultaría ideal, como San Torcuato o Santa Clara; también puede que existan en esas vías y yo no los haya visto, dado que no vivo allí. El entorno del casco antiguo me recuerda algo a otras ciudades europeas y tranquilas que he visitado. De hecho, Salzburgo o Estrasburgo no son tan diferentes de Zamora. Sé que hay servicio de préstamo de bicicletas en varios puntos, y que los horarios y los meses de préstamo varían: mayo-septiembre y octubre-noviembre. Y, sin embargo, juraría que apenas veo bicis cuando camino por sus calles.
Ese libro de Byrne me ha servido para rememorar un tiempo, el tiempo de mi infancia, en el que ir en bicicleta por la ciudad era considerado poco menos que un acto de bandolerismo o la acción propia de un gamberro. De niño recorría a menudo las calles de la ciudad en bici, una BH que es posible que mencionara en alguna ocasión. Si pedaleaba por las aceras junto a mis amigos, los ancianos nos llamaban “gamberros”, a voces. Si optábamos, entonces, por meternos en los parques, no tardaba en recortarse la figura gris y siniestra del guarda (herencia del franquismo, supongo) para amenazarnos con su cachava, de la que una vez me llevé un mandoble; según el guarda, estaba prohibido circular en bicicleta por allí. Si decidíamos meternos en la carretera, huyendo de las broncas de los peatones y del guarda, los conductores nos pitaban y nuestras familias nos echaban un sermón porque era peligroso, y las familias tenían razón. Con el tiempo dejé de usar la bici y la cambié por otros medios. Y siempre me pareció insólito que mis siguientes vehículos, es decir, la moto vespino y el coche de segunda mano, jamás me dieran tantos problemas como me había ocasionado la bici respecto a los peatones y a los conductores. En Estrasburgo, los jóvenes van de bares en bicicleta. Y también acompañan a sus novias con este transporte. En la ciudad hay menos humo y menos ruido. Espero que algún día mi ciudad tenga ese aspecto.


El Adelanto de Zamora / El Norte de Castilla