jueves, diciembre 30, 2010

Estación de Zamora

Dado que, tal y como conté en este periódico, los viajes en autobús se me hacen cada vez más insoportables, para otro de los trayectos hasta Madrid compramos un billete de tren, ya que ese día no pude ir en coche. El único inconveniente es que sólo hay dos posibilidades, dos horarios: en torno a las siete de la tarde y en torno a las cuatro de la madrugada. Eso limita demasiado las oportunidades de ir a Madrid en tren y quizá por eso, desde Zamora, menos gente lo utiliza. Para el ferrocarril sólo puedo tener, siempre, palabras favorables. Somos unos cuantos, ya, los que lo consideramos el mejor transporte disponible: sin tráfico, sin contaminación, sin adelantamientos, sin que uno esté lejos de tierra, sin que lo cerque el agua…
Para empezar, la estación de ferrocarril de mi ciudad es un lujo. Y me refiero con ello a un lujo estético porque no he ido tanto por allí como para saber si es un lujo en otros ámbitos. Es una estación con una fachada de película. Lo que llaman “nueva estación”, si nos atenemos a los datos de la web del Tren Zamora, se inauguró en 1958, pero las obras comenzaron en 1927, con varios lapsos de tiempo en los que se interrumpieron dichos trabajos. La página es muy recomendable para conocer la historia de la estación y sus pormenores, y acabo de comprobar ahora, con sorpresa, que uno de los webmasters es un viejo amigo: Luis Cortés Zacarías. La tarde en la que me subí al tren llegué más pronto de lo esperado, y, aparte de mi bajísimo estado de ánimo, el ambiente era el propio de las estaciones que salen en muchas películas: en los andenes, al principio, sólo había una o dos personas solitarias, y llovía mucho, y era de noche. Así, más o menos, es como a menudo uno recuerda las viejas estaciones de ferrocarril, porque es así como la cultura suele mostrarlas: silencio, viajeros solitarios, niebla o lluvia. Cuando uno se sube al autobús o al avión es igual que si cumpliera un trámite. Llegas, te subes y te llevan a tu destino. Con el tren, por decirlo de alguna manera, el viaje roza lo metafísico, es como una metáfora de la vida: ya saben, los trenes que uno no coge y deja escapar para siempre, etcétera.
Para empezar, en el vagón en el que viajé la otra tarde los asientos son cómodos o a mí me lo parecieron. No había un hilo musical que entorpeciera el sueño, la lectura o la reflexión. Uno tiene algo más de espacio para estirar las piernas. Si baja la bandeja de la butaca delantera y coloca encima un ordenador portátil, la postura resultante no le destroza. Está uno cómodo, escribiendo. No me levanté en ningún momento del trayecto, pero podría haberlo hecho: en otros viajes, por ejemplo hasta León, me he ido a la cafetería a estirar las piernas o ver el periódico o pedir un sándwich en la barra. Y ya no hablemos de lo que supone admirar el paisaje por los ventanales, pues es como si el propio paisaje se deslizara, sin los botes ocasionados por los baches de nuestras carreteras ni las turbulencias de los aviones. Durante el viaje, esta vez, me dediqué a escribir en el ordenador portátil, tal y como hice un par de meses atrás en uno de mis viajes por Europa Central. Escribir en el autobús, por ejemplo, se me antoja imposible. En el tren es distinto, y hasta me proporciona ciertas energías. Por si estas ventajas no fueran suficientes, aquí va otra: el trayecto entre Zamora y Madrid, en el Talgo, dura sólo dos horas y veinte minutos. Y sin atascos, sin largas caravanas de coches para entrar en Madrid, sin agobios.


El Adelanto de Zamora / El Norte de Castilla