jueves, noviembre 25, 2010

El sol de aquellos membrillos

Bajamos al supermercado y veo en la sección de fruta una caja llena de membrillos y pienso en la cantidad de tiempo que hace que no pruebo un membrillo y decido comprar uno y escojo uno grande, pesado, muy amarillo y muy sano y sin pintas oscuras que lo afeen. Unos días después, cuando ya ha ambientado un poco la cocina con su aroma perfecto y su calidez otoñal, le hinco el cuchillo y como un pedazo. Pocas personas comen así los membrillos, a mordiscos, con la piel que hace nudos en el gaznate y no es fácil de tragar, con el fruto un poco estoposo que te deja la lengua reseca y ácida. La gente prefiere utilizarlo para las recetas de mermelada y de dulce de membrillo. Es entonces, al dar el primer mordisco y deleitarme en su carne rubia, cuando las papilas gustativas logran que viaje al pasado, en plan Proust, ya sabes. Y de inmediato y sin habérmelo propuesto viajo a Zamora y también a Fermoselle, viajo con la mente mientras mastico y trago el fruto ácido y delicioso. Porque los membrillos que yo devoraba de niño y aun de adolescente provenían de ese pueblo sayagués, de Fermoselle. Aunque a menudo los comía en Zamora. Así, igual que ahora: se les saca un poco de lustre con un trapo, para eliminar pelusas, y se les clava el cuchillo o la navaja y se come un pedazo. No conviene abusar y hay que saber administrarlo porque contiene propiedades astringentes.
Me gusta acordarme ahora de los frutos de Fermoselle, y de los frutos de mi infancia zamorana. Me gusta porque hoy es complicado encontrar fruta con sabor. Con sabor de verdad, auténtico. La fruta ya no sabe igual, y con tanto injerto y tanto experimento a veces te sabe igual un kaki que una pera que un ratón. O sea, te sabe a nada. A Fermoselle me llevaban a ver los encierros durante las fiestas de verano, pero a mí no me interesaban los toros, sino las frutas: los membrillos gordos y aromáticos y resplandecientes como soles, las moras recogidas a la orilla de La Cicutina, las ciruelas pasas… Yo comía ciruelas pasas de Fermoselle por sacos, cuando era un chaval. A cambio de mi gula pagaba un precio: la diarrea. No sé ahora, pero las ciruelas de entonces llegaban a mis manos llenas de pajitas, insectos muertos, polvo y arenilla. Y me daba lo mismo, jamás las pasaba por agua, sólo les sacaba algo de brillo con la manga o con la pernera del pantalón. Fui un niño alimentado con ciruelas negras recién traídas del pueblo y luego pasó lo que pasó: que las ciruelas dulzonas y muy limpias que venden en cajas no me entusiasmaron y siguen sin entusiasmarme. No tienen el punto de acidez que tenían aquellas otras, no tenían su sabor bronco y agreste, su carne dura y sabrosa, su aroma montaraz. Tampoco he olvidado los altramuces que servían en algunas bodegas porque no he vuelto a encontrarlos con ese tamaño: gruesos, gigantes, con mucha carne. Ni se me olvida el aceite de oliva: el oro de esa villa.
Todo esto que cuento no es un arrebato de nostalgia, sino más bien un ataque de hambre. De hambre de fruta de verdad. El membrillo que hemos comprado abajo, en el Carrefour, no está mal, pero no es lo mismo. No sé por qué, pero siempre asocio la infancia con la fruta recién cogida del árbol. Membrillos y ciruelas de Fermoselle, albaricoques de Villaralbo, almendrucos de Valorio, manzanas verdes de Sanabria, incluso bellotas cogidas en los bosques… A menudo iban de la rama a mi mano y de mi mano a la boca. Sin intermediarios. Tenemos que reivindicar lo natural, lo auténtico, porque hoy sólo veo que se hable de la comida cuando de recetas de autor se trata.


El Adelanto de Zamora / El Norte de Castilla