lunes, septiembre 27, 2010

Sólo en la muerte…

Sólo en la muerte podía contemplar el hombre las ballenas con tanto detalle; sólo en estos barcos nodriza se veía a los enormes animales como colonias por derecho propio, como auténticas ciudades vivas habitadas por piojos de ballena y tachonadas de percebes que finalmente se desprendían conforme se iban cortando las capas de grasa, sus duros caparazones saltando de la epidermis del cetáceo y cayendo sobre la cubierta con un ruido estrepitoso. El interior de la ballena era hogar de otros parásitos: los gusanos nematodos que colonizan sus entrañas (intestinos que, para asombro de los científicos, desenrollados miden más de cuatrocientos metros): El Hashidate Maru trituraba estos gusanos junto con el resto de la carne. Más preocupantes son los niveles de radiación que tiene la carne de ballena, consecuencia de los artefactos que explotaron en Hiroshima y Nagasaki. Pero para entonces todo hombre, mujer y niño en el planeta estaba absorbiendo estroncio-90 en los huesos a causa de aquellas explosiones, un legado que permanecerá durante generaciones.
En aguas bloqueadas por icebergs, filas apretadas de rorcuales yacen panza arriba como arenques destripados, unos al lado de otros, mientras los pájaros marinos los sobrevuelan como estrellas con plumas. Eran ballenas cautivas, listas para ser procesadas. Una flota factoría puede sacrificar setenta animales al día, utilizando misiles que parecen traídos del futuro, con bridas y alerones diseñados para que exploten en cráneos gigantes. Trescientas sesenta mil ballenas azules murieron de ese modo durante el siglo XX, reduciendo su población a sólo mil individuos. Hacia la década de 1960 la ballena azul estaba, a todos los efectos, extinguida a nivel comercial.


Philip Hoare, Leviatán o la ballena