jueves, agosto 12, 2010

Lugar común. El motel americano, de Bruce Bégout


Destinados originalmente a los primeros turistas motorizados, los moteles se convertirán muy pronto en parajes animados por intenciones menos honorables: lugar de encuentros clandestinos para los amores ilícitos, guarida para criminales locales o a la fuga, escondite para los productos prohibidos, etc. Construidos fuera de la ciudad, en lugares tranquilos y aislados, se encuentran al abrigo de las miradas y de las habladurías, lejos de la centralidad normativa. Más allá de la zona de jurisdicción de la policía municipal, representan el espacio ideal para los encuentros al margen de la norma. El anonimato del lugar permite a quienes lo deseen fundirse con el decorado. De una discreción casi absoluta, el gerente no formula preguntas ni sobre la autenticidad del nombre que se le procura ni sobre las razones profundas de la estancia. Por un puñado de dólares alquila sin prestar demasiada atención una habitación a cualquiera.

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Entre la población heteróclita de los moteles, hallamos de todo, pero las más de las veces gentes en trámites: de divorcio, de un nuevo trabajo, de un nuevo encuentro. Seres a punto de, pero que no han alcanzado aún su objetivo ni decidido su meta. Seres que no languidecen en vanas lamentaciones sobre los fracasos pasados ni en especulaciones ociosas acerca de un mañana plácido. Entidades inestables e irresolubles que avanzan sin saber muy bien hacia qué ni por qué. Viajantes comerciales, obreros sin empleo, temporeros, solteros, divorciados, seres dispuestos a partir y que desean todos ellos, más o menos, volver a empezar de cero. Y ese cero está aquí. Sólo la austeridad absoluta permite estimar nuestras reservas. Tocar fondo es coincidir con nuestra esencia.


[Traducción de Albert Galvany]