martes, diciembre 29, 2009

Clockers, de Richard Price


Richard Price, además de reputado novelista y autor de guiones de películas célebres, escribió 5 episodios de la serie The Wire. Entre The Wire y Clockers hay bastantes similitudes: cómo los camellos negros (y muy jóvenes) venden la droga en los bloques de pisos, cómo los policías los acosan y cachean, cómo a veces pactan con ellos, cómo los jefes de esos traficantes se dedican a atender otros negocios que les sirven de tapadera mientras sus chicos se hielan el culo en los bancos de la calle y mueren pronto, acribillados, o son detenidos y sentenciados a una larga condena, cómo sufren las familias de los polis y de los clockers, cómo algunos de los primeros extorsionan a los segundos y cómo algunos de los segundos se convierten en soplones o en cómplices para sobrevivir…

Esta impresionante novela nos muestra las vidas de varios de esos hombres, que trabajan a ambos lados de la ley: los agentes que descuidan a sus familias y se obsesionan con cada caso, los negros pobres que sólo encuentran esta opción para salir adelante. Strike es un camello cuyo hermano, Victor, un tipo trabajador y alejado de las calles, se entrega a la policía alegando que acaba de matar a un hombre. Rocco, el detective de Homicidios encargado del caso, tratará de acosarlos a los dos porque cree que el auténtico culpable es Strike. Se nota que Price se ha documentado hasta la saciedad, que ha observado el trabajo policial durante un tiempo, que ha investigado hasta los detalles más nimios. El resultado es una obra por la que deambulan un montón de personajes, y en el tratamiento de ellos radica su fuerza: al final te crees a los personajes, notas que están vivos en la página y que probablemente se basan en seres de carne y hueso a los que el autor conoció durante su labor de investigación. Y no me olvido de los diálogos, propios de novela policíaca: absorben al lector y lo obligan a devorarse el libro. Sólo se le puede reprochar su extensión: 670 páginas.

Dispuesto finalmente a regresar a casa, Rocco condujo a través de Dempsy hacia el Holland Tunnel. El cielo, todavía ambiguo, mostraba un color blanco, liso y limpio, y el campo de batalla del JFK parecía como mermado, sumiso incluso, despojado de la sugestión de la noche; una calle de casas de muñecas, rotas y abandonadas bajo la luz artificial. Las pocas personas que quedaban, principalmente alguna puta solitaria con cara de cadáver que se arrastraba camino de su retiro, o el camello ocasional todavía en su esquina, moviendo los pies para combatir la fatiga o el aburrimiento, parecían también miniaturizadas. Rocco iba haciendo su ruta, asimilando las últimas heces de su clientela, sumergido hasta las cejas en el vacío de aquellas vidas, sus olores y objetos personales, sus mezquinos proyectos y sus decepciones sus engaños; ropa interior y papel de estaño, droga y alcohol; todos los sucios secretos, la mierda, los refugios y escondrijos, todo ello resumido en una fea mancha en el suelo, única evidencia de que aquellas personas habían existido realmente.
Euforia y depresión. Rocco pensó en Duck vagando por el pasadizo del Royal, simplemente otro fantasma de las madrugadas, macilento y desasosegado, tan asimilado a su trabajo que era casi imposible diferenciarle de los demás. Rocco entró en el túnel que por debajo del río conducía a Nueva York, pensando: Pero yo soy algo más que eso, yo tengo que ser algo más.