martes, agosto 19, 2008

Balneario

Estaba al borde de la furia y del delirio cuando fui a un balneario, cansado del ruido de mi barrio y de las dificultades para dormir. Dos sesiones, de alrededor de dos horas de duración cada una. Nunca había ido a los balnearios ni al spa, hoy tan de moda. Para meterme en las aguas, quiero decir. Porque sí estuve en algún balneario, en el pasado. Cuando era pequeño. Acompañaba a mis abuelos a los Baños de Ledesma. Mientras a ellos les daban masajes y los metían en saunas y en piscinas termales y les hacían soplar en tubos, yo jugaba con mis figuras, probablemente de “La guerra de las galaxias”. Aquellas visitas al balneario me dejaban entristecido para el resto del día. Predominaba el silencio, había muchos ancianos y a mis abuelos, nada más cambiarse la ropa de calle por el albornoz, los subían a sillas de ruedas que no necesitaban. Y eso me dejaba más deprimido aún.
La primera etapa del balneario rural en el que entro consiste en meterse en dos piscinas de hidromasaje. El agua tiene una temperatura ideal para estar dentro un rato, como si uno fuera un pez. Mi espalda, maltrecha por tantas horas de silla y ordenador, agradece los chorros templados que la masajean. En los bordes de la piscina hay velas que despiden aromas que relajan. La siguiente terma es más pequeña. Su particularidad es la cascada. Me coloco debajo y dejo que los regueros me sacudan el cuello, los hombros y todas esas zonas donde proliferan los nudos y las contracturas. Sólo se oye el rugido del agua: de los chorros, de las cascadas. Para hablar con alguien tienes que gritar o acercar la boca a la oreja. Al entrar te facilitan un albornoz y unas zapatillas. Es imprescindible llevar bañador. La siguiente etapa es el baño turco. Una vez entré en una sauna, en un gimnasio de Zamora en tiempos del instituto, y me cuesta aguantar dentro. Demasiado calor. Demasiado agobio. Antes del hammam me aplican una crema exfoliante, o algo así, y me aconsejan que me eche vasos de agua fría por el cuerpo cada minuto. De lo contrario, uno no aguantaría. Al entrar en el baño turco hay una niebla tan espesa que apenas se ven las paredes. Me acuerdo de la lucha de Viggo Mortensen en los baños de “Promesas del este”, aunque esta habitación en la que estoy es muy estrecha. Me echo el agua fría utilizando unas tazas que hay dentro de un cántaro. Aguanto poco y, cuando nos vamos, apenas queda agua en la vasija. No se ve un carajo con tanto vapor, así que no distingo lo que tienen las paredes, y esta circunstancia me hace protagonizar mi primera quitada de boina del día. La cuento. Al salir del baño turco, le digo a la encargada: “Se ha acabado el agua”. Pregunta: “¿Quieres más agua?”, y respondo: “No, no. Yo ya salgo. Lo digo para los que entren ahora: que no queda agua”. La mujer dice: “Sale abriendo el grifo que hay encima”. El bochorno de mi metedura de pata me procura tanto calor a las mejillas como los vapores del hammam, pero con el sofoco anterior dudo que se note. Siempre llevo el pueblo en las entrañas y suelo cometer errores de esta clase, doquiera que voy.
De ahí te conducen a una “sala fría”. Relax, vaso de agua y un rato reposando, hasta que cambia la temperatura del cuerpo y se te van los calores. Escojo un masaje de espalda, a ver si me relajan los nudos que tengo en torno a la columna. Lo último es una habitación donde te suministran pastas de miel y frutos secos y una bebida. Una sala de relajación, con música espiritual, aromas exquisitos y demás. Al salir, vuelvo a estar en paz conmigo mismo. Tengo la cabeza en orden, otra vez.