viernes, agosto 31, 2007

Summer's Almost Gone

Summer's Almost Gone, cantaba Jim Morrison. Aquella canción llenó de melancolía el final de algunos de mis veranos de la adolescencia. Termina agosto y reconozco que ha sido un verano movidito, tanto que la semana pasada me quedé sin un céntimo: un bautizo, una boda, Vetusta Morla, La Sonrisa de Julia, Grindhouse, León, Zamora, Sanabria, Ibiza, Cantabria... Lo malo es que he leído muy poco, poquísimo. Es hora de retomar el timón diario de este blog, de regresar a las lecturas, de ponerme al día con las bitácoras de los amigos y conocidos (aunque algunas de ellas he procurado seguirlas cuando lograba conectarme, ya fuera en Sanabria o en Ibiza). Vuelve la actualización diaria y los contenidos habituales. Todo esto es, por supuesto, gracias a vosotros, que estáis ahí.

El hijo de Greta Garbo

Se fue Francisco Umbral y la prensa siempre quedará huérfana de su columna diaria. Cuando uno cogía el periódico que cobijó sus palabras en los últimos años lo hacía, primero, para leer su artículo de la sección “Los placeres y los días”. Que un columnista esté siempre ahí, a mano, fresco y actual, como él lo estuvo tantos años, nos reconforta a los lectores, nos da seguridad, nos ofrece consuelo. Incluso cuando erraba, sus textos seguían siendo potentes. Hace unos meses El Mundo abrió su hemeroteca y pudimos rescatar los viejos artículos de Umbral. De vez en cuando, algunas mañanas, rebuscaba al azar entre ese archivo y leía varias columnas suyas.
A veces me da por creer en las premoniciones. Umbral murió el lunes por la noche, es decir, en la madrugada del lunes al martes. En la mañana del lunes estuve escribiendo mi artículo para ayer, jueves, y mencioné a Francisco Umbral. Aludí a una de sus columnas de hace años. Fue una pura casualidad. Pero nombrarlo unas horas antes de su muerte me hizo sentir, a la mañana siguiente, un breve escalofrío. Sin embargo, aún hay más. A finales de julio, antes de comenzar la ronda de viajes de agosto, fui por las librerías madrileñas haciendo mis últimas compras de verano. No miento, a la persona que me acompañó le dije: “Voy a echarle un vistazo al último libro que publicó Umbral porque todavía no lo he comprado, y sospecho que será el último que escriba”. Me refería a “Amado siglo XX”. Busqué más libros suyos, pero no encontré demasiados. Son más fáciles de hallar en las librerías de viejo, donde te cobran un pastón por cada ejemplar antiguo. Al final no compré “Amado siglo XX”. Me dije: “Aún aguantará en las librerías, antes de que las modas y las novedades lo arrastren a los bajos fondos de la literatura, o sea, a la máquina de hacer trizas o a los cajones de saldos”. No me dije exactamente eso, quizá fue un pensamiento más simple, pero en el papel queda mejor así. Cuando hacía la maleta estuve a punto de meter dentro “Trilogía de Madrid”. No quería que la desaparición de Umbral, que sospechaba cercana, me pillara sin haberlo leído. Luego pensé: “Seguro que su salud aún resiste una batalla”. Y lo coloqué en la mesilla, relegado a las lecturas de septiembre.
Durante años, su literatura nos ha acompañado (y cautivado) a muchos lectores. Todo columnista se ha empapado alguna vez, lo reconozca o no, de los textos de prensa de Umbral. Yo guardo por ahí una joya que se titula “Mis placeres y mis días”, que agrupa muchos artículos suyos, y, en algunas ocasiones, lo abro al azar y me leo una columna, como quien detiene su trabajo, a media mañana, y se come un bizcocho untado en un tazón de chocolate para reponer fuerzas. Como todo hombre que escribió demasiado, en su bibliografía hay cosas buenas y cosas malas. Tiene libros flojos, pero sobre todo tiene libros cuajados de frases gloriosas, muchas de las cuales he ido recogiendo y anotando en mis libretas y en mis cuadernos de apuntes. Las anotaciones más abundantes provienen de “Mortal y rosa”, que quizá es su mejor obra junto a esa novela de poemas en prosa que dedicó a su madre, “El hijo de Greta Garbo”, y que tiempo atrás me prestaron unos amigos. Hace unos años vi, por primera y última vez en mi vida, a Umbral en persona. En la Feria del Libro de Madrid. Estaba solo en la caseta. Se movía con lentitud y ya mostraba síntomas de enfermedad y de agotamiento. Sólo dijo esto: “¿Su nombre, por favor?”, antes de estampar su firma en una novela. Murió con las botas puestas, tratando de dictar un artículo a María España. Escritor hasta la última boqueada de aire. Escribiendo incluso con un pie en la muerte.

Murió Grace Paley

Leyendo el Moleskine Literario de Iván Thays me entero de la muerte de la escritora norteamericana Grace Paley. Fue hace unos 10 días, y en la prensa apenas he encontrado rastro de la noticia. Compré, creo que el año pasado, la recopilación de cuentos de Paley, los Cuentos completos de Anagrama. Pospuse su lectura. De Paley sólo conozco un par de relatos, entre ellos el magnífico Conversación con mi padre que aparece en la notable Antología del cuento norteamericano publicado por Galaxia Gutenberg. Menudo verano que llevamos, en cuanto a defunciones: Paley, Bergman, Antonioni, Umbral, Serrault, Penella...

jueves, agosto 30, 2007

Umbral, por Braulio Llamero

Mi colega y compañero de columna Braulio Llamero publicó ayer su homenaje a Francisco Umbral en La Opinión. Lo copio íntegro aquí, porque coincido plenamente con su segundo párrafo, que me ha reconfortado mucho. Me siento identificado. Ha sido como mirarme en un espejo. Es sobre la escritura diaria de artículos. Lo subrayo en negrita. Espero que os guste:

Umbral, por Braulio Llamero

Dicen de Umbral, a quien se está velando cuando enhebro esta sucesión de letras, que ha sido un maestro de columnistas. Y dándole vueltas a la frase llego a la conclusión de que al menos a este columnista insignificante que soy yo sí que le ha influido. Desde el principio y más aún al principio, obviamente. Superdotado para el manejo de la escritura, el columnista Umbral, en sus tiempos de máximo esplendor, constituía todo un catálogo viviente de las mil formas posibles de glosar alguna cosa. De un solo tema, quiero decir, era capaz de escribir cien o mil artículos y todos absolutamente diferentes y todos literariamente atractivos. Y después estaba eso otro, tan umbraliano, que decía veces y que yo, recordándolo, he dicho también muy a menudo a los amigos: -Los mejores artículos me salen cuando no tengo tema.

Porque escribir artículos frecuentes, todos los días, es cuestión esencialmente de hallar tema, materia sobre la que escribir. Ese es el reto, lo que lleva tiempo, lo que nos hace mirar obsesivamente diarios, escuchar conversaciones y mantenernos informados. Y cuando el tema se te resiste es cuando te entran sudores fríos, barruntando que habrá llegado el día en que se te acabaron los artículos. Nunca sucede en sentido estricto, pero el columnista lo teme siempre. Pues bien, en esos días "en blanco", cuando la cabeza se niega a darte la idea básica, el tema al que agarrarte y enganchar tu columna, era cuando Umbral, según el mismo, acababa escribiendo sus mejores artículos. Y salvando las distancias siderales, lo recuerdo a menudo porque he tenido muchas veces esa misma sensación. Los días en que, sin tema definido, te pones a escribir simplemente porque llegó la hora y no puedes posponerlo más, se produce de pronto el milagro: te sale un texto hermoso, intemporal quizá, de los que los lectores dirán después que era "de guardar".

Recuerdo eso, en fin, porque es uno de los detalles por las que siempre he tenido a San Umbral, laico y pecador patrón de los columnistas, presente en mis prosaicas y periodísticas plegarias. Aunque sé que la deuda es más profunda y que no escribiría como escribo columnas como ésta si en su momento no hubiera devorado y me hubiera dejado empapar por el estilo, tantas veces pirotécnico, de algunas suyas. Llegó a escribir Umbral, recuerdo, columnas periodísticas en impecables e inspiradísimos endecasílabos... Que la tierra le sea leve, pues, al viejo y gruñón maestro Paco Umbral, poseedor de una de las dos o tres mejores prosas castellanas del siglo XX. ¡Y a la Academia, donde no le dejaron entrar para que no "cantara" tanto la mediocridad de sus últimas hornadas de inquilinos, que le den!

Próximamente: Entrevistas de The Paris Review

El Aleph Editores anuncia, entre sus próximas novedades, un libro que recopila varias entrevistas con autores célebres. A falta de la portada, pongo el último número de la revista. Copio y pego la lista de entrevistados:
Este volumen reúne entrevistas a Georges Simenon, Isak Dinesen, William Faulkner, Evelyn Waugh, Louis-Ferdinand Céline, Saul Bellow, Christopher Isherwood, John Cheever, Kurt Vonnegut, Joyce Carol Oates, Jean Rhys, Philip Roth, Alain Robbe-Grillet, Manuel Puig, Iris Murdoch, Harold Brodkey, V.S. Naipaul y Salman Rushdie.
Sabroso, ¿verdad?

Un hijo de mil padres

Antes de proseguir con el relato del viaje por tierras de Cantabria (y algo de Asturias, pues una tarde nos acercamos a conocer Llanes), me gustaría contar una anécdota relacionada con el mismo. Sucedió en San Vicente de la Barquera, que, al parecer y según me enteré al poner el pie en sus calles, es el pueblo natal de ese cantante de medio pelo llamado David Bustamante, el famoso llorón de Operación Triunfo sobre el que incluso Francisco Umbral escribió un artículo, supongo que auspiciado por un mal día o por un arrebato de solidaridad con la adolescencia. Pero San Vicente, a pesar de las alusiones al régimen del dictador y de sus lechuguinos, que pudimos hallar en los nombres de algunas calles y en algunas placas, y a pesar del pelmazo de Bustamante, es una localidad muy atractiva, pesquera e ideal para viajeros y turistas. Un sitio que me subyugó nada más ver sus playas, con los barcos dispersos aquí y allá, encallados en la arena hasta que sube la marea, con rías e islotes y rompeolas.
Pero vayamos con la anécdota. La segunda vez que fuimos a San Vicente no había manera de encontrar aparcamiento para los coches, ni junto al paseo marítimo ni junto a la estación de autobuses. Al final, nos metimos a callejear por la zona posterior al paseo marítimo, llena de bloques de pisos con ropa tendida en las ventanas. Entonces vimos que una familia metía las cosas en el maletero de su coche, dispuesta a irse y dejar un hueco. El padre y la madre se tomaron su tiempo. Guardaron los aperos de la playa, doblaron la silla del niño, etcétera. Cuando por fin se fueron, intentamos aparcar. Y digo “intentamos” porque, entonces, surgió de la nada un chiquillo. Lo describiré. Probablemente no tendría ni diez años. Estaba algo sucio (la cara, las manos), pero no mal vestido. Quiere esto decir que pertenecería a una familia pobre, o de barrio, pero no a una familia vagabunda, que viviese en la calle. Tenía un rostro raro: entre agitanado y jincho, y no supimos si estaba drogado por haber esnifado pegamento o si le faltaba un verano. El pelo corto, y un mechero en una de sus manos. Se plantó de pie en el hueco que había dejado el otro coche y, cuando le pedimos que se apartara, se negó en redondo, diciendo que esa plaza estaba reservada. Luego nos retó a atropellarle. Cuando alguien le preguntó por qué no se quitaba, respondió que iba a guardar aquel sitio para un amigo suyo. Lo curioso es que, a dos metros de nosotros, en el bajo de uno de esos pisos, había una vieja asomada a la ventana que, presenciando la escena, sonreía. Un señor pasaba por la acera y también se fijó en la escena, y luego ambos se miraron y sonrieron con complicidad. Me dio la impresión de que todos ellos eran vecinos, y de que el mocoso, aquel hijo de mil padres, solía armarlas así, y ellos se estaban divirtiendo con la situación. Uno de mis amigos dijo que le dejáramos bajar del coche, que ya se encargaría él de quitar al niño de en medio.
Pero preferimos dejarlo estar e irnos a buscar plaza en otro sitio. Porque aquello podía ser una encerrona. Quizá si hubiéramos logrado aparcar, el niño nos hubiese rajado las ruedas (recuerdo un aparcamiento de Ibiza en el que había que darle un euro al yonqui de turno para que no te rajara los neumáticos después de irte). ¿Qué se hace en esa situación? Si sales a apartarlo, tal vez aparezca su hermano mayor, algún jincho con espaldas de titán y navaja en mano. Si le das una bofetada, los viejos que observaban te acusarán de abusón. O te denunciarán. No puedes discutir porque es un crío y no razona, e igual estaba drogado. No puedes hacer nada. Sólo continuar tu camino. Morderte la lengua, apretar los labios y salir de allí. Para que no te devoren.

miércoles, agosto 29, 2007

Cartel de Blade Runner: The Final Cut


Web recomendada: Jack Blade Runner Page.

Frank Miller dirige The Spirit

Los Tojos

En nuestra visita de unos pocos días a Cantabria nos alojamos en la posada rural La Colodra, en Los Tojos, que se ubica en la Reserva Nacional del Saja, en el valle de Cabuérniga, a unos sesenta kilómetros de Santander. Si uno entra en la página web de este alojamiento, leerá la siguiente frase: “Disfruta del silencio”. La he leído sólo ahora, a mi regreso; pero ese eslogan encierra el alma de Los Tojos y de La Colodra. Disfruté del silencio. Silencio, sobre todo, durante la noche. He dormido con un sueño profundo y sin interrupciones ni sobresaltos, como sólo lo había logrado, en los últimos tiempos, en Molsheim (Estrasburgo) y Cubelo (Galende, en Sanabria). Ni un ruido a nuestro alrededor. En la web también podemos encontrar una breve descripción de la posada: “Es una tradicional casona montañesa del siglo XVI recientemente rehabilitada, destacando en ella una cuidada decoración repleta de pequeños detalles”. Las habitaciones son espaciosas, dotadas de camas confortables y de servicios con ducha y bañera. Hay televisión, vigas de madera en el techo y un balcón desde el que puede uno contemplar una vista sublime de las montañas, medio emboscadas por las nubes y por las nieblas. De vez en cuando, por la mañana, se escucha el cencerro de algunas vacas, pero nunca logré verlas. Abajo, en recepción, junto a los sofás, hay una chimenea encendida que protege del frío montañés a los viajeros que llegan de noche. Y un gato llamado Félix, al que propiné unas caricias. Un felino casi calcado al mío, el que vive en Zamora. Un gato, sin embargo, esquivo para las cámaras de fotos. Con el precio de las habitaciones se incluye el desayuno. Un desayuno copioso a base de café, leche, zumo, sobaos pasiegos, magdalenas, tostadas de pan de pueblo, cruasanes, mermelada y mantequilla. Incluso yo, acostumbrado a la frugalidad de mis desayunos (un café, varias tazas de té y cuatro galletas), participé en los mismos y me puse morado.
No vimos mucho del pueblo. Sólo la calle por la que circulaban los coches hasta llegar a la posada, amén de las vistas desde el balcón y poco más. No hubo tiempo, dado que, nada más levantarnos, entrar en la ducha, asearnos y desayunar, nos íbamos a recorrer Cantabria y no regresábamos hasta las diez o las once de la noche, dependiendo de los días y de los planes. Por esa razón volvíamos exhaustos y con dolor de pies. Pero lo poco que vimos mereció la pena. Paisajes verdes, comidos por la niebla. Gatos rondando entre la bruma. Piedra y madera. Casas viejas, de esas que soportan el paso de los siglos sin desmigajarse. Aire frío y saludable. El pueblo se encuentra unos kilómetros después de pasar por Correpoco. Está a unos seiscientos cuarenta metros de altitud sobre el nivel del mar. Se le hace a uno un nudo en la garganta durante la ascensión en coche por los dos últimos kilómetros, jalonados por curvas muy cerradas, oscuridad y un tiempo que a menudo incluye tormenta, lluvia y bancos de niebla. Pero el paisaje, en el descenso matutino por la carretera, serena el espíritu.
Una noche cenamos en el pueblo. En un restaurante de hábitos caseros en el que devoré un filete con patatas y probamos una sabrosa tarta de queso. Un par de noches tomamos alguna copa en uno de los bares de Los Tojos. Las paredes estaban decoradas de cráneos de ciervos y de culebras y de otros motivos relacionados con la caza y la montaña. Lo mejor fueron los regresos, desde el bar a la posada: no había nadie en las calles, la niebla lo envolvía todo, la humedad se acumulaba en el suelo, se respiraba una paz muy adecuada para sentir los primeros trastornos del sueño, no oíamos ni un ruido. Era un escenario ideal para rodar una escena de terror.

martes, agosto 28, 2007

Homenaje a Umbral



Las ninfas:

-Un adolescente es un proyecto de adulto que fracasa todos los días para volver a empezar.

-El adolescente sufre muchas crisis de identidad. No sólo la angustia de no saber quién es, sino, sobre todo, la angustia de no saber quién quiere ser, cómo quiere ser, qué quiere ser en la vida.

-Lo que se tarda en aceptar, lo que se acepta sólo con la madurez, es que no hay salvación para nadie en ningún sitio, que no hay una franja mágica de vida donde se detiene el tiempo y se es feliz para siempre.

Memorias eróticas:

-Si en el Universo hay un ser sobrenatural, es el gato. En algún libro tengo leído que son la única raza superior.

-El sesenta y nueve siempre me ha parecido una manera profunda, barroca y muy intensa de conocerse una pareja. En el sesenta y nueve no hay posesión del uno por el otro, sino una devoración recíproca, mística, un canibalismo espiritual, una antropofagia del alma, que naturalmente reside en el sexo.

El hijo de Greta Garbo:

-Escritor no es el que reordena el mar a su manera, cosa imposible, sino el que sabe echarse en la corriente del idioma, en las mareas de la lengua, y dejar que le atraviesen en todas direcciones. De ese naufragio debe hacer su cántico.

-De modo que siempre se está aprendiendo algo en la difícil asignatura de la mujer, en el largo aprendizaje de una madre.

Los cuadernos de Luis Vives:

-Un libro dura mucho de hacer y mientras tanto el autor va cambiando de carácter y proyectos (he aquí el gran inconveniente de la novela larga, que siempre está hecha de retales).

-Ser escritor es ante todo un afán, una necesidad de ser diferente.

-Yo creo que escribir nos calma los nervios, el alma, nos calma la vida, la fiebre, nos calma la enfermedad de ser escritores. Escribir es una forma de locura que sirve de remedio contra la locura de escribir.

Un ser de lejanías:

-Es malo que una mujer no te ame, pero hay algo peor: que te quiera como a un buen amigo.

-Amo a mi gata porque es la vida pura, el vivir y el matar, el estar avizor toda la noche. En la gata se explican muchas cosas, la honda felinidad de todo crimen, la caza como ley de la prehistoria, el jefe como anticipo del fascismo.

-Hace falta mucha humanidad para mirar como un perro.

Mortal y rosa:

-Ir a la mujer con manos de pianista mejor que con manos de ladrón. Que la mujer no se sienta saqueada, sino templada, pulsada, afinada.

-Nada descubre nuestro cuerpo, lo inventa, lo crea, como las manos de una mujer. (...) Unas manos de mujer me dan la medida de mi vida, la dimensión de mi pecho, la realidad de mi cuerpo, el contorno de mi mente. El propio cuerpo es una nebulosa hasta que las manos de una mujer lo crean, lo modelan, lo definen, lo concretan.

-Mirar a otros ojos da miedo. Los ojos queman los ojos. (...) Nada nos abrasa como una mirada. La mirada del odio, la mirada del amor, la mirada de la pregunta. Sé que mis ojos pueden incendiar el mundo. Sé que otros ojos pueden incendiarme. Sólo otros ojos. Unos ojos de mujer.

-La salud es un delicado equilibrio de deflagraciones. La cabeza que suena, los ojos que duelen, los oídos que pitan, la garganta que escuece, el vientre que sufre, los enfisemas, los vértigos, el insomnio, el miedo, las caries, las infiltraciones hiliares, las arritmias, la tos. Estamos vivos de milagro. Lo científico sería morirse en seguida.

-Meter la vida en un libro, tomarle medidas al tiempo. Eso es escribir.

-Estoy oyendo crecer a mi hijo. Un hijo es la propia infancia recuperada, la pieza suelta del rompecabezas. Lo que no viví en mí lo vivo en él, lo que no recuerdo de mí es él. Él es el trozo que me faltaba de mi vida. Yo soy el trozo que me faltaba de mi madre.

Dos declaraciones:

-Tu resentimiento me da la medida de mi triunfo.

-El joven se equivoca mucho creyendo inventar de la nada, y de donde hay que sacar las cosas, más que de la inspiración, es de la observación. La literatura no es inspiración, que no existe, es observación, mucha observación de la vida, de aquello que te llama la atención, que te motiva, que te gusta, que pueden ser desde tus padres a tu novia, o a un particular que va a llevar la leche a tu casa.

In memoriam



Francisco Umbral (1935 - 2007)

Tras las talanqueras

Estaba pasando unos días en Cantabria, viaje del que hablaré en los próximos artículos, cuando un amigo de Zamora me dijo por teléfono que acababan de difundir en el telediario la noticia de un encierro trágico en Fermoselle. Un muerto y varios heridos. Por el momento, no sabía más. De regreso a mi tierra conocí los pormenores gracias a este periódico, en un domingo por la noche en el que el sueño y el agotamiento me vencían. Las palabras al teléfono me alertaron: vengo de una tradición fermosellana y por allí tengo amigos, conocidos, familiares que van a pasar las fiestas de estos últimos días de agosto. Durante muchos años, también yo solía sumarme con mi familia a esos festejos, al menos en las jornadas en las que se celebraban los encierros. Las recuerdo como una mezcla de emociones contrarias (el miedo que causa en mí la visión de los toros, el júbilo de las celebraciones, la confusión del gentío en la plaza, el vértigo de los reencuentros) y de jugosa gastronomía (los altramuces, frescos y gordos como ciruelas; la carne a la brasa, hecha y comida en La Cicutina; la ensalada con mucha cebolla, que preparaba el ya fallecido Catarro; las moras calientes que recogía en la ribera; el aceite de oliva del pueblo, que nos llenaba el paladar de vida).
Como a estas alturas sabrá todo el mundo, un toro rompió una de las puertas que dan acceso a los bajos de la plaza, protegidos de los morlacos por las talanqueras. Dentro, causó una masacre. Dentro, no sólo se refugian los corredores, los jóvenes y los experimentados, sino también los ancianos, las mujeres, los niños, las madres con bebés. Uno de los jóvenes quiso salir de aquella encerrona y, una vez fuera, en la plaza, lo embistió otro de los toros. Vemos, en las fotografías que se mostraron el domingo, su rostro asustado antes de la cogida. Antes de la muerte. Son unas fotos estupendas, pero no sé si son éticas. Porque un rato después él estará muerto. Tras años de presenciar los encierros en la plaza portátil de madera, sé cómo es el paño. Sé que esas talanqueras siempre me asustaron. Me asustaba su fragilidad, su similitud con una jaula de barrotes de madera, la confusión y el pánico que se crean tras ellas en cuanto uno de los toros asoma sus cuernos por los espacios que hay entre las mismas. No me gustan las jaulas, ni nada que se le parezcan. Muchos de mis familiares sí han visto esos encierros allí dentro, tras las talanqueras. Yo jamás fui capaz, nunca reuní el valor necesario. El origen de esa prevención está en algo que vi de niño, mientras estaba subido en los bancos de la plaza. Creo que fue entonces cuando me juré a mí mismo que nunca vería los toros allá abajo. Esto no es una crítica a la plaza portátil, ni a las talanqueras. Es una visión subjetiva de mi pánico a los encierros. Aunque las talanqueras fuesen de hierro y estuvieran electrificadas, tampoco me refugiaría tras ellas. Y esto es porque, cuando los morlacos salen a correr, yo necesito estar en las alturas, lejos de ellos.
En aquel año, cuya fecha exacta no recuerdo con exactitud (calculo que sería a principios de los ochenta), mi abuelo veía el evento tras las talanqueras. Justo donde estaba él, un toro rompió una de esas barreras. Partió un tablón de una cornada. Asomó la cornamenta por el agujero. El tablón, al caer dentro de los bajos, le dio en la pierna a mi abuelo, y le dejó algunas heridas leves. Cundió el pánico y todos creímos que el toro iba a colarse dentro. La gente trataba de subirse a pulso a las tablas horizontales del piso superior. Mi abuelo, a pesar de su edad y de su sobrepeso, mediante un salto hacia arriba hizo lo mismo. Mientras tanto, allá arriba, el terror me comió las entrañas. Los toros no entraron aquella vez. Pero sí lo lograron este sábado.

lunes, agosto 27, 2007

Los padres de la resaca


Vinalia Trippers + Borraska = Hank Over

Sobre John Powell

A los compositores de las películas les sucede exactamente igual que a los guionistas de las mismas: el público no aprecia su trabajo, no advierte su presencia, pero sin ellos, sin su labor imprescindible, los filmes no se sostendrían por completo. Un largometraje sin música suele aburrir al público, del mismo modo que un largometraje sin un buen guión acaba estrellándose con estrépito. De ahí que sea mejor una de Woody Allen que, por ejemplo, “Con Air” (aunque esta última, lo confieso, me pareció divertidísima). Uno de los hallazgos de los últimos años es la música de los compositores que se dedican a crear temas para las películas de acción y de dibujos animados. Hace tiempo no les dábamos mucho crédito, y sin embargo ahora son algunos de los mejores creadores de Hollywood.
El problema es que, como decíamos al principio, la mayoría de la gente no suele fijarse en la música ni en el guión. A menudo pregunto a alguien que me recomienda una película qué tal está la banda sonora, o el soundtrack, como dicen los norteamericanos, y me suele responder: “Ni idea, no me fijé”. Para mí es muy importante el fondo musical del filme. Una vez, en uno de esos montajes habilidosos que preparan en la ceremonia de entrega de los Oscar, hicieron una prueba: pasaron secuencias de películas famosas sin la banda sonora; pasaron, entre otras y que yo recuerde, secuencias de “Tiburón”, “El exorcista” o “El padrino”, sin cuya música no sabríamos ya recordarlas. No parecían esas películas porque les faltaba el elemento básico de la ecuación, el que fomenta las emociones y da la medida del ritmo: la orquesta; los acordes de John Williams, Mike Olfield o Nino Rota. Incluso esas escenas quedaban un poco sosas. Steven Spielberg o Alfred Hitchcock no serían quienes son sin John Williams y Bernard Herrmann.
Si han visto la última película de ese personaje llamado Jason Bourne, trasunto joven y cabreado de James Bond, la espléndida “El ultimátum de Bourne”, tan vigorosa como sus precedentes, tendrán que haberse fijado, por fuerza, en la partitura de John Powell, uno de esos tipos con un currículum extraordinario. Él es responsable, además, de la banda sonora de todas las aventuras de Bourne. En todas ellas hay persecuciones, momentos de suspense y acción pero, si uno se fija, no sólo son los movimientos veloces de los personajes, la manera nerviosa de mover la cámara y el montaje de escenas los que logran que estemos al borde del infarto en la butaca, sino que es la música de Powell el elemento fundamental, el que confiere brío a las situaciones. Media hora después de salir de ver la película aún sonaban en mi cabeza las notas del tema principal, y eso que aún no tengo el disco. Powell, decíamos antes, es uno de esos compositores que han repartido su talento entre el cine de acción y el de dibujos animados, es decir, el considerado “menor” (al menos, de cara a las competiciones de premios), el que no suelen proyectar en los festivales. Además de las andanzas del desmemoriado Jason Bourne, podemos citar otros trabajos suyos como “Cara a cara”, “Happy Feet”, “X-Men 3”, “Paycheck”, “Mr. & Mrs. Smith”, “Hormigaz”, “Shrek”, “Evasión en la granja”, entre otras (algunas de ellas en colaboración con otros dos grandes, Hans Zimmer y Harry Gregson-Williams), sin olvidar la que quizá sea su obra maestra: la banda sonora de “United 93”. Sus temas se parecen un poco a los de otro compositor del cine de acción con el que disfruto bastante: John Ottman, responsable de “X-Men 2” y “Sospechosos habituales”.

Sonrisas solidarias

El último martes, para redondear la tarde de cielos grises y brisas heladas, fui a ver el directo de La Sonrisa de Julia en el salón de actos del Centro Cultural Caja España de Zamora. Los he visto ya varias veces, creo recordar que la primera fue en el Café de Ordax, hace años, y nunca defraudan. Además, el directo del martes fue uno de los más contundentes que hayan ofrecido. Es probable que incluso mejor que aquel de la última vez que fui a escucharlos, en un teatro de la Gran Vía de Madrid. La otra noche contagiaron tanto al público que muchos asistentes corearon los temas, se levantaron a bailar en algunas canciones y estuvieron animados durante todo el concierto; y no olvidemos que el público zamorano tiene fama de frío (esta vez no fue así).
Marcos Casal Cao, Diego Rojo, Raúl Prieto y Curro Moral volvieron a Zamora para ofrecer lo mejor de sí mismos, de su energía contagiosa, de su talento para la música. Se trataba de un concierto solidario, a beneficio de la Asociación Huehueteca Ixmucané, en apoyo de las mujeres mayas que viven en Guatemala. Como dijo Marcos, su vocalista, en una de las pausas de agradecimiento entre las canciones, este concierto solidario no iba a cambiar el mundo, pero sí aportaría su granito de arena para que, entre todos, pudiéramos cambiar una pequeña parte del mundo. Con la recaudación de las entradas se contribuye a que las mujeres mayas puedan estudiar, a que empiecen sus estudios mediante becas. Antes de que la banda saliera al escenario proyectaron un breve documental con imágenes de esas mujeres, mientras la voz en off explicaba el cometido de la Asociación.
Es difícil presenciar un concierto con tanta garra y tanto ritmo cuando uno está encima de una butaca, ya que resulta imposible bailar sentado. Uno quiere moverse, seguir ese huracán que es la batería de Raúl (o “El Topo”, como lo llamamos sus colegas), pero tiene que limitarse a mover un pie, o la mano, que palmea en las rodillas, o en el apoyabrazos del asiento. No por esta circunstancia nos desanimamos, sino todo lo contrario. Es posible que, si el espectáculo hubiera carecido de sillas, los bailes continuos hubieran echado abajo el local. La ventaja de estar sentado es que, como contrapartida, uno puede fijarse más en la labor de los músicos. Ya que era una noche especial, y un directo especial, estuvo repleto de sorpresas. Para empezar, era el último que ofrecían en la gira de verano. Pero es que, además, nos obsequiaron con algo insólito: la primera mitad del concierto fue en acústico; y la segunda, en eléctrico. Una parte, pues, más tranquila, con temas melancólicos. Y otra con la energía del pop rock. Tocaron los temas clásicos de La Sonrisa de Julia, tanto de su primer disco como del segundo: “Sonrisas de papel”, “Grito”, “Caminos diferentes”, “El bufón”, su versión de “La herida” de Duncan Dhu, “El tren”, “La sonrisa de Juliette”, “Volver a empezar”, etcétera. Y, por supuesto, cerraron con “Llevo tu voz”. Otra de las gratas sorpresas fue la inclusión en el repertorio de un tema nuevo, inédito y correspondiente a su tercer disco, que empezarán a grabar dentro de poco: está previsto que entren en el estudio en septiembre. Será más cañero que “Volver a empezar”, con más tendencia al rock. La canción que tocaron, de este futuro disco, se titula “Luces de neón”. Cuando Marcos presentó al grupo, las mayores ovaciones se las llevaron Raúl y Diego, por su vinculación zamorana. El salón de actos estaba lleno de colegas y familiares de ambos. Un gran concierto, sólo lastrado en algunas ocasiones por ciertos defectos del sistema de sonido.

Este jueves, en Gijón

Luz, pasión, agua, dolor

En días grises, tal vez el mejor antídoto contra ese cielo de ceniza sea leer un poco de poesía. Aprovecho la estancia en mi tierra para comprar, de una tacada, tres poemarios de otros tantos autores zamoranos: “Los paréntesis imantados” (Jesús Losada), “La mar inmóvil” (Ángel Fernández Benéitez), “La conspiración del dolor” (Máximo Hernández). Tres poetas cuya manera de componer versos quizá no tenga nada que ver entre sí, pero que yo reúno en este texto porque compré sus últimos libros al mismo tiempo y porque quise leerlos en el mismo día. He dicho que la escritura de cada uno no guarda relación con la de los otros. ¿Es eso cierto? No del todo. Para empezar, los tres parten, al menos en estos últimos poemarios, de Claudio Rodríguez. Si alguien no lo advierte, ellos lo dejan claro: Jesús en una de las dedicatorias, Ángel y Máximo en las citas escogidas. La huella de Claudio sigue viva en sus discípulos. Pero prosigamos: a los tres, amén de otras cuestiones, les preocupa la luz. En los tres poemarios se habla de la luz, de las sombras que crea, de los amaneceres y los crepúsculos. La luz que nos alivia y condena al mismo tiempo. Los tres se asemejan en que su poesía no resulta lectura fácil: hay que releer, indagar, intuir las metáforas y sus significados, meditar cada poema. O también resta la otra opción, muy adecuada para leer poesía: dejar que te empape, que fluya dentro y fuera de uno aunque no entendamos sus mensajes, sentir su belleza y la armonía que ellos tejen con las palabras.
En “Los paréntesis imantados” se nos habla no sólo de la luz, sino también, y sobre todo, del amor y la pasión. Amor entre cuatro paredes, con cáscaras de fruta en la mesilla y el sol del alba filtrándose por las rendijas de la persiana para iluminar los cuerpos de los amantes. Amor que va pisando el tiempo, que va consolidándose en un escenario de colchones, amaneceres y noches que succionan la sangre como si fueran terribles arañas. En esos paréntesis viven y mueren los amantes, encerrados en paredes que se atraen y los encierran. En “La mar inmóvil”, no haría falta decirlo, se habla del mar o la mar, pero como escenario para el amor, para dos amantes que se separan y vuelven a juntarse, en páginas donde habita el lenguaje preciso de la navegación, la nostalgia por los horizontes lejanos cuando los amantes están juntos y por la amada cuando el marino está mar adentro, junto a sus hombres y junto a la espuma de las olas. En los ojos de la amada tejerá canciones que remitan a esa mar callada y serena. En “La conspiración del dolor” se hace un recuento de algunos personajes célebres y no tan célebres que sufrieron locura, amputaciones, enfermedades y ejecuciones a punta de pistola; las páginas dedicadas a la madre que se consume en la habitación de un hospital resultan duras, estremecedoras. El dolor conspira y nos despierta, se conjura en cada uno de nosotros, nos consume y agota, se aprovecha de nuestra debilidad.
Jesús Losada culmina su poemario con la extinción, que marchita la belleza y deja un poso frío de soledades en el cuarto: “Ahora la belleza / se aloja / en el triste imperio de la muerte / donde azota el viento / y se quiebra el espejo”. Ángel Fernández, con la vuelta a tierra del hombre, que permanece al lado de ella, para soñar juntos con los horizontes: “En tus ojos que nunca me abandonan / y son pozos de olvido, / voy a dejar que lluevan los monzones / y germinen bancales de ternura”. Máximo Hernández, con la aceptación: “Dolor, fruta del tiempo, / aranera herramienta / para unir a los hombres: / en tu amarga victoria, / en tu abrazo vacío, / todos nos hermanamos; / en tu tramposa historia / se engendra la palabra, / se reconoce el hombre”.

El mismo charco

Los veranos en Zamora le hacen sentir a uno como Bill Murray en “Atrapado en el tiempo”, que algunos conocen por su título original, “El día de la marmota”. A uno sólo le hace falta pisar cada mañana el mismo charco para sentirse como ese personaje, encerrado en un día cuyas claves y situaciones se repiten. Probablemente no está el charco, pero habrá algún adoquín suelto con el tropezar en una de las calles de paso habitual. O ese semáforo para peatones que, cada día, al poner un pie en el asfalto, cambia del verde al rojo para que nunca lo pilles a tiempo. Así, el mismo día se repite una y otra vez. No será culpa de la ciudad, sino del verano. Supongo.
Sales a la calle, das una vuelta o te encaminas a hacer un recado y siempre te encuentras a las mismas personas, y siempre saludas a los mismos amigos, conocidos y familiares. Suponías que en verano no iba a suceder eso, pero es precisamente en este mes, en agosto, cuando sucede. Todos los días te acomete una sensación de deja vu, de haber vivido ese momento varias veces. Quieres ir desde la Plaza de Alemania hasta la Plaza Mayor, la línea entre dos puntos fundamentales de la ciudad, y el camino se bifurca en atajos y en retrocesos porque el suelo está lleno de socavones y de polvo de las máquinas metidas en obras. Empiezas metiéndote por San Torcuato y, sin saber cómo, acabas en San Andrés. Hay tramos cortados que te empujan a cambiar de rumbo, a darte la vuelta y regresar por donde has venido y escoger otro camino distinto. Hay agujeros y piedras en los que a menudo tropiezas, maldiciéndote por haber entrado por ahí, maldiciendo al Ayuntamiento por iniciar, cada verano, las obras correspondientes. Caminas por tramos sin adoquinar en los que el polvo te sube por los pantalones, y en los que apenas hay espacio para colocar tus pies en línea recta. Piensas en los comerciantes y en la paciencia que deben asumir hasta que todo acabe. Ahora es San Torcuato la que sufre las excavaciones, pero antes fue Santa Clara, y algunas plazas emblemáticas, y, antes de eso, todo el casco antiguo. Aquella época en la que debías dar rodeos para llegar hasta La Catedral. Ir desde la Plaza de Alemania hasta la Plaza de Viriato a pie es un suplicio, y hace que todos los días parezcan iguales, y que éstos se asemejen a los días de otros años, de otros veranos, en los que hubo obras que nos obligaron a variar el rumbo, maldecir y llenarnos de arenilla. Pero ir desde la Plaza de Alemania hasta la Plaza de Viriato en coche es aún peor, más insoportable, con más rodeos y situaciones kafkianas. ¿Y el clima? Siempre nublado, mustio.
Por eso parece que todos los veranos, aquí, son idénticos. Es esta una ciudad en la que, a pesar de su sosiego y a pesar de las cortas distancias que hay entre sus zonas y sus barrios principales, tardas el doble en ir de un sitio a otro. Si vas a pie, por culpa de las obras y las calles cortadas. Si vas en coche, por culpa de aquel jaleo urbanístico en el que nos metió el anterior alcalde. Algunos de los bares que frecuentas escogen siempre estas fechas para cerrar. En otros garitos te encuentras a la misma gente haciendo las mismas cosas, tomando las mismas bebidas. Sí, exactamente como tú, que no varías demasiado en tus costumbres y que escribes esto. ¿Qué nos queda en días así, repetidos hasta la saciedad y, en cierta manera, agotadores? Nos queda, por ejemplo, el recurso de la literatura, de la poesía, del cine, de la música. Puedes tratar de variar esa rutina veraniega si lo intentas. Un día algo triste, de cielos nublados, puede mejorar si, en unas horas, te lees varios libros de poesía de autores zamoranos y acudes a un concierto de pop rock. Eso te salva. Y de eso hablaremos mañana y pasado.

D. & M.

Volví a ponerme el traje y la corbata para acudir a la boda de unos amigos. Dada nuestra edad, asistimos a un casorio por año, de media. Ese día fue, probablemente, el más caluroso de la semana en Zamora, lo cual hizo que me asfixiara debajo del uniforme propio de estos eventos. Juro que algún día de estos aprenderé a hacerme el nudo de la corbata. Me encantan las bodas de mis amigos. Las ceremonias de los familiares no están mal, pero son distintas: y eso es porque uno no puede emborracharse ni bailar con sus colegas, sino con sus parientes. Y no es lo mismo. De adolescente odiaba esas ceremonias: me aburría como una ostra. Hasta que descubrí que, cuando se casan tus colegas y compañeros, la parranda que se organiza es brutal.
La cena y el cóctel de bienvenida fueron en el Hotel NH Palacio del Duero. No sé si ha sido el tercer o el cuarto convite al que me han invitado en este hotel que, por cierto, está situado en un entorno fascinante, junto a la Iglesia de la Horta, un sitio del que tengo buenos y malos recuerdos a partes iguales, dado que era el templo de mis abuelos maternos y eso, sin duda, trae asociadas distintas ceremonias. Tras el provechoso cóctel en el que nos sirvieron variados canapés con una presentación de lujo, entré en el edificio y pude saludar, como es habitual, a su gerente, Agustín Collazos. Agustín goza de las cualidades que hacen respetable al director de un hotel: buena presencia, amabilidad y simpatía. Nos estrechamos la mano y estuvimos conversando un poco. Me dijo que la sala donde suele haber bailes y barra libre no cerraba hasta las seis de la mañana. Allí siempre lo he pasado en grande y esta vez no fue una excepción. Allí celebró su enlace una de mis primas y allí se casaron algunos amigos míos y uno de mis primos expuso sus graffitis. De la última boda, o sea la del sábado, salí tan molido de pasarlo bien que me faltaban fuerzas para regresar a casa a pie, a las cinco y media de la mañana, así que tomamos un taxi. Por la radio del taxista escuchamos cómo desde la centralita pedían más taxis para el NH.
En todas las bodas suele haber un par de minutos en los que uno reflexiona y piensa en el tiempo pasado. Gente con la que llevas saliendo por ahí, de bares, o haciendo excursiones, o preparando fiestas y planes, de pronto se casa, se va a vivir a un piso, compra una vivienda, forma una familia, tiene chiquillos y los bautiza. Diez, quince años atrás, ni siquiera imaginabas lo que iba a ocurrir. O no te lo planteabas. Preguntas a unos amigos qué edad tiene su hijo y te dicen: “Tres años”, y no lo puedes creer. O te encuentras a un antiguo colega por la calle y piensas que su bebé tendrá seis meses y resulta que no, que tiene ya un año. Sabes que el tiempo pasa muy deprisa, pero no esperabas que fuera todo tan rápido. No das crédito. Ahora, en algunas reuniones, en algunos viajes, a la pandilla se suman los bebés de los amigos. Años atrás no hubieras imaginado que le prestarías atención a un bebé y ahora descubres que sí, que eres capaz de comunicarte con ellos aunque todavía no hablen y que incluso es divertido. El tiempo nos da tantas lecciones que por esa razón la vida siempre es una continua sorpresa. Quienes se casaron, por cierto, son Daniel González y Maika Rodríguez. Los menciono porque los aprecio mucho. Son dos grandes colegas con quienes siempre he gozado de buena sintonía. Estuvieron una temporada por ahí, viviendo y estudiando y trabajando en otras ciudades, pero han vuelto a vivir en Zamora, una ciudad que les encanta. Como diría un abuelo cebolleta: parece que fue ayer cuando éramos chavales que jugaban un quinito en La Cooperativa y hoy estamos de boda.

miércoles, agosto 22, 2007

13,99 euros, de Frédéric Beigbeder

Este libro, el primero de Frédéric Beigbeder que se publicó en España, me lo recomendó David Refoyo. Leer a Beigbeder siempre es un placer, supone unas horas de diversión asegurada y un montón de frases lapidarias. Es la novela que escribió para lograr que lo despidieran de la agencia de publicidad para la que trabajaba. El autor utiliza, esta vez, los pronombres personales para contar su historia: Yo, Tú, Él, Nosotros, Vosotros, Ellos, que son los títulos de los capítulos. Su protagonista parece sacado de un libro de Jay McInerney o de Bret Easton Ellis, dada su inclinación al alcohol, las drogas, las prostitutas, la noche y las rupturas con su pareja. Beigbeder ha conseguido una crítica feroz, despiadada, a la publicidad y a su maquinaria, capaz de comernos el coco con productos que ni siquiera necesitamos pero que acabamos comprando. Un ejemplo: ¿Sabéis cuál es la diferencia entre los ricos y los pobres? Los pobres venden droga para comprarse unas Nike mientras que los ricos venden Nikes para comprar droga. O esta otra: Los jóvenes que queman coches han comprendido todo de la sociedad. No los queman porque no puedan tenerlos: los queman para no tener que desearlos.

Mala suerte en las adaptaciones

Estaba cambiando de canal, aburrido por la desastrosa programación veraniega de un domingo por la noche, cuando vi el trailer de una nueva serie de televisión que estrenarán en septiembre. Presté atención porque salía una actriz que me gusta mucho, aunque se prodiga poco: Ana Álvarez. También aparecía Roberto Enríquez con atuendo de cura. La serie tiene una mala pinta que echa para atrás. Parece una película mala, de esas que se estrenan directamente en dvd o en algún canal de la televisión por cable. Estaba a punto de vomitar con el trailer cuando la voz en off dijo que estaba basada en los personajes de “La piel del tambor” de Arturo Pérez-Reverte. Al final salió el título: “Quart. El hombre de Roma”, que se me antoja un título algo penoso. O sea: ni siquiera está basada en el libro de Pérez-Reverte, sino en los personajes. Malo. A priori no tiene buena pinta. Aunque será mejor esperar a que la estrenen y tragarse algún episodio. Vaya por delante que las series españolas me parecen, casi todas, muy malas. Se libran dos o tres comedias, y poco más.
No tiene demasiada suerte Arturo Pérez-Reverte con las adaptaciones que hasta ahora han hecho de su obra. Quiero decir que las ha habido buenas y malas, pero ninguna ha estado por completo a la altura de su prosa y de los personajes que ha creado. Vayamos por partes. Primero adaptaron “El maestro de esgrima”, película que aún no he visto porque el reparto jamás me llamó la atención: pero dicen que es, quizá, el mejor filme basado en un libro de este autor. Luego rodaron “La tabla de Flandes”, cuya novela original me encantó, y creo que fue la primera vez que leí algo suyo. La película, a pesar de contar con el nombre de Jim McBride en la dirección, fue un bodrio de principio a fin. Una buena adaptación debe traicionar un poco el libro en el que se basa, pero conservar su espíritu original. Pero McBride, hábil director de “Gran bola de fuego” y “The Big Easy”, lo traicionó todo, empezando por los personajes: de un protagonista que tenía el aspecto de Woody Allen se sacó de la chistera a un gitano rubio y sandunguero con bíceps hinchados de músculos. Baste decir que, desde entonces, el director sólo ha rodado una película: lo demás han sido capítulos de series y segmentos de películas colectivas. “Cachito” tuvo su gracia, pero transformó un cuento sobre el honor, la dignidad y el amor en una versión moderna e ibérica del Correcaminos y el Coyote. “Territorio comanche” tampoco estuvo a la altura del libro y ni siquiera conservo imágenes de la película en mi memoria; se libraba el reparto. A mi entender, Gerardo Herrero hace flojas adaptaciones de novelas, salvo en el caso de la interesante “Las razones de mis amigos”. Después llegó el gran Roman Polanski, que cogió “El club Dumas”, la tituló “La novena puerta” y la despojó de una de las dos tramas (la relativa a “Los tres mosqueteros”). Un buen filme en el que destacaban Johnny Depp y la música de Wojciech Kilar, pero con un final desastroso y patético, propio de una cinta de serie Z. “Gitano”, con guión original de Pérez-Reverte, fue otra bazofia mayúscula, destrozada además por la intervención de Joaquín Cortés.
Y llegamos a “Alatriste”, que tanto se ha criticado y alabado. A mí me gustó. Agustín Díaz Yanes es un gran director. Pero cometió dos errores: contarnos toda la vida del capitán, de tal modo que no puede hacerse una secuela. Y meter demasiadas tramas en dos horas y media. Incluso con defectos, “La novena puerta” y “Alatriste” han sido las únicas películas que merecen la pena. Nos queda “La carta esférica”, de Imanol Uribe. Aunque no veo una de Uribe desde hace trece años.

En Vigo de Sanabria

Los dos últimos días que pasé en Sanabria el clima mejoró considerablemente. Volví a bañarme un par de veces, se me rompió una chancla en el agua y salí con varias rozaduras y arañazos en las piernas. Por las noches podíamos mirar al cielo despejado y ver las estrellas. Hicimos una barbacoa con chorizo, panceta y costillas compradas en una carnicería de El Puente, además de ese sabroso pan que venden por allí. Todo ello regado con vino tinto de Toro, por supuesto.
Una tarde, uno de nuestros amigos propuso una pequeña excursión. Así que dejamos los coches cerca de la entrada del Camping El Folgoso (donde antaño acampamos tantos veranos) y nos fuimos andando hasta Vigo de Sanabria. Atravesamos el bosque a pie. Desde la ladera podía verse el Lago. De vez en cuando nos deteníamos, nos dábamos la vuelta y observábamos las aguas, allá a lo lejos. A mitad de camino encontré una araña que estaba merendándose a un saltamontes bien forrado de seda. Una de las arañas más grandes que he visto nunca en persona. No me gustan esos bichos, pero reconozco su belleza: ésta tenía el lomo a rayas amarillas y negras, como una avispa gigante. Le hicimos algunas fotografías. Después, en el descenso, volvería a encontrar otra igual: también con una presa atrapada en su tela de seda. No conocía Vigo de Sanabria, un pequeño pueblo en el que a menudo se confunden los límites entre las casas rurales y el bosque. Y lamento no haberlo conocido antes.
Vigo posee un encanto digno de uno de esos cuentos de hadas que leíamos en la infancia. Es un lugar que gustaría a Julio Llamazares, si es que no lo conoce ya. Lo primero que vimos al entrar en una de las calles principales fue a una de esas ancianas ataviadas de negro hasta las cejas que, bajo el pórtico de una casa antigua, a la sombra, cosía una especie de telar recio. Junto a las casas, cerca de los huertos y por las calles, se ven muchos gatos. Delante de una casa, cobijados bajo la sombra de las ramas de un árbol y medio ocultos por las piedras y las plantas, sorprendí a una familia de cachorros: cinco o seis gatitos que, en fila, asomaban las cabezas mirándonos. Parecía una estampa de dibujos animados. Nos detuvimos frente a la fachada de otra casa porque dos de mis amigos quisieron fotografiar las plantas que la mujer tenía en la entrada. Plantas y flores de una belleza enigmática, como si fueran irreales, de diseño. Quiero decir que eran tan perfectas que parecían irreales. Yo me fijé en los gatos. Una gata rondaba por la puerta de la cocina y por las inmediaciones de la vivienda, olfateando. La mujer de la casa nos explicó que estaba buscando a su cachorro, y que no lo encontraba porque esa misma mañana ella y su marido se lo habían quitado. Temí que lo hubiesen matado, pero entonces dijo que el cachorro se lo regalaron a una señora. En la ventana del primer piso había otro gato, grande y con collar, que miraba el exterior con nostalgia y envidia. Lo entendimos cuando la mujer nos contó que estaba castigado por portarse mal; el resto del año vivía en una casa de Barcelona. Gente, en fin, muy agradable y con la que conversar unos minutos. Subimos hasta el campanario de la iglesia, mientras en el interior del templo celebraban una misa. Allí, sentado junto a las campanas, se obtienen unas vistas magníficas. Hay abundancia de casas rurales, de huertos de un verde selvático, de árboles de los que penden unas atractivas manzanas y peras y ciruelas, de huellas de un modo de vida que se basa en la ganadería y en la agricultura. Cerca está el Río Forcadura. Paseando por sus calles se respiraba mucha paz.

38 poemash y Estación del frío, de Vicente Muñoz Álvarez



Portadas de dos de los libros de los que hablo en el artículo de abajo, o en enlace directo: aquí.

lunes, agosto 20, 2007

Mañana, en Zamora


Concierto solidario a favor de la Asociación Huehueteca Ixcumané. 20:30 horas. Caja España.

Ya vendrán mejores tiempos

Pedí por correo electrónico, a una librería leonesa, algunos de los libros que me faltaban de la obra de Vicente Muñoz Álvarez. Me enviaron “38 Poemash” (o poemas-ceniza, como indica la incorporación de la hache final), “Estación del frío”, “Canciones de la gran deriva”, “Perro de la lluvia y otros cuentos”. Ya tenía “Privado”, “Los que vienen detrás” y “Parnaso en llamas”, de los que hablé en su momento en mi bitácora. El primero y el tercero son poemarios; el segundo es un libro de relatos urbanos. Los otros se los pedí al librero leonés y éste se los debió pedir a Vicente en persona, porque cuando le escribí un correo y le dije que había conseguido hacerme con varios de sus libros antiguos, Vicente me contó que el librero se los había solicitado a él. Poco a poco voy reuniendo la obra de Vicente Muñoz Álvarez y la de David González. Encuentro ejemplares de sus libros cuando menos me lo espero o, como en este caso, los pido por internet. Recuerdo que “Los que vienen detrás” lo encontré por casualidad en una librería de viejo de Madrid, en la que a veces pesco joyas a buen precio. Desde que me llegó el pedido de León, de vez en cuando me leo uno de estos libros: “38 Poemash” contiene poemas muy breves, casi me atrevería a decir que son haikus, y, a pesar de su brevedad, contienen mucha sustancia, su lectura me inunda de placer. “Estación del frío” es una criatura de Ediciones del 4 de Agosto que incluye una antología de versos antiguos y una segunda parte con poemas inéditos. Es una edición numerada, de trescientos ejemplares. Un pequeño libro que es una gozada, como lo es también el prólogo que lo precede, escrito por otro colega común, Diego Marín A., quien ha abandonado su labor en esa editorial por motivos que aún desconozco.
A mí me gustaría, aunque fuese extenso, copiarles aquí algún poema de Vicente, que es un poeta (y narrador) muy preocupado por el paso del tiempo, la soledad, el desencanto, los perdedores, el refugio interior como vía de escape de la locura del mundo, las imposturas e imposiciones de la sociedad y su modelo de vida, los sueños que una vez arrojamos a la basura. Es un poema que puede encontrarse en “Canciones de la gran deriva” (a la hora de escribir estas líneas todavía no he leído el libro entero), perteneciente a la Colección Zigurat que dirige otro de los grandes poetas en castellano, David González, y que también aparece recogido en “Estación del frío”. Se titula “Uno de tantos”, y dice así: “Vivir a costa de padres / que las pasan putas / para llegar a fin de mes. / Levantarte y decir: / muy buenos días. / Hacerte pajas a escondidas. / Comer sus huevos. / Utilizar su biblioteca. / Leer a Miller / o a Bukowski / o a Kerouac. / Ser un licenciado en paro. / Tener entre veinticinco / y treinta años / y justificar tu edad / preparando oposiciones. / Escuchar música. / Llevar el pelo largo. / Sacar a pasear al perro. / Follar de vez en cuando. / Ir a ver exposiciones. / Deprimirse. / Vencer la idea del suicidio. / Llegar borracho a casa / y caer rendido en el sofá. / Pensar: / Ya vendrán mejores tiempos”. Me parece un retrato demoledor de la juventud, de ese período duro y deprimente por el que todos hemos pasado alguna vez.
Otra de las facetas que admiro en él es su condición de antólogo y seleccionador de libros que reúnen cuentos, poemas y dibujos de autores españoles. Es una tarea ingrata (lo sé por experiencia), que depara muchos sinsabores y algunas satisfacciones. Junto a Eloy Fernández Porta preparó “Golpes. Ficciones de la crueldad social”. Con David González, “Tripulantes”. El próximo año llegará “Hank Over: Resaca”, homenaje a Charles Bukowski que ha preparado con Patxi Irurzun.

Lanzarote, de Michel Houellebecq



Extraño libro, muy breve e interesante, del provocador Houellebecq: turismo sexual, lesbianas que hacen tríos con el protagonista, el paisaje árido y marciano de la isla, unas cuantas fotos y la secta de los azraelianos merodeando por allí. Me gusta Houellebecq, al menos los libros que he leído de él, especialmente Plataforma.

Los mismos temas de cada verano

Para mí las vacaciones significan desconectar de la actualidad, viajar un poco y escribir sólo el artículo diario. Desconectar de la actualidad puede resultar arriesgado si ocurre algo muy importante y tú, allá en la playa o en una casa entre los bosques, no te enteras. Así que no escucho la radio (de hecho, llevo varios años sin escucharla, aunque en mis tiempos de estudiante era adicto a algunos programas matutinos y nocturnos). No leo la prensa, salvo algún diario el viernes o el sábado de cada semana. Y apenas veo la televisión.
Pero algunos días, después de comer, he puesto los telediarios, por ver qué cuentan. Ya hemos dicho que, en verano, esos telediarios son lamentables. En verano la noticia más frecuente es que hace calor. Lógico, ¿no? Estamos en verano y lo normal es que haga calor. Pero no debería convertirse en noticia. Eso deberían enseñarlo en las escuelas de periodismo: la noticia en verano no es el calor, ni ese invento tonto de “la ola de calor africano”, sino el frío o la lluvia y el tiempo desapacible que a veces arruina el mes. Son demasiado obvios. Igual que en “Memorias de Queens”, cuando el chico protagonista masculla, cada vez que entra en casa: “¡Joder, qué calor hace!”, y su padre, molesto, le responde: “¿Qué esperabas? Estamos en agosto”. Los telediarios de verano me hacen reír tanto como las películas de los Hermanos Marx, sobre todo cuando los reporteros les preguntan cosas absurdas a los turistas. Reportero: “¿Cómo combate el calor?”. Turista (léase con la voz de cazalla de un señor tosco y despistado): “Pues a la sombra, todo el día a la sombra. Y, a ratos, metiéndome al agua”. Segundo turista (léase con voz de maruja angustiada por los sofocones): “Uy, es que este calor es horrible, majo. Pues mira: así andamos, con el abanico a cuestas. Y bebiendo mucha agua, que es algo muy bueno. Y a la sombra”. Tercer turista (léase con voz de joven que lleva gafas de sol y está contento por salir en la tele): “Pues metiéndome en los sitios que tienen aire acondicionado. Y en la playita, bajo la sombrilla, que se está fenomenal”. Ese es el núcleo de la mayoría de los telediarios.
Hace poco vi en un telediario un reportaje sobre un concurso de tortillas de patata que habían celebrado en no sé dónde. Supongo que no les apetecía hablar de guerras ni del hambre en el Tercer Mundo, ni de las penurias económicas de los poetas y de los escritores y de otros artistas, ni de los perros abandonados en las cunetas, ni de otros temas esenciales, y prefirieron las tortillas. Me reí mucho. Reportero: “¿Cómo elaboran las tortillas de patata?” Cocinero: “Pues se baten los huevos, se añade sal, se mezclan con las patatas y la cebolla y se echa en la sartén”. ¿Y qué esperaba? A preguntas obvias y sencillas, respuestas obvias y sencillas. Dice el locutor que las tortillas se hacen “con patatas y con cariño”. A mí eso me parece una chorrada, porque he comido viandas cocinadas por tipos de mal humor que no ponían ningún cariño en el preparado de las recetas y luego sus platos sabían a gloria. En esa maravilla titulada “Ratatouille” queda claro que el misterio de la cocina no reside en el cariño, sino en una sabia mezcla de intuición, de improvisación y de conocerse las recetas de memoria. A veces les da, en los telediarios veraniegos, por hablar de los helados y sus nuevos sabores, que es un tema muy socorrido pero ya es viejo y no comporta novedad alguna. Pero prefiero que hablen de tortillas, de helados y de concursos de pueblo y que no nos den la paliza con el calor. Todos los veranos lo mismo: los telediarios hablan del calor y yo los critico. Como diría J. J. Millás: “No somos nadie”.

Equilibristas y superhéroes

Al igual que el año pasado, estuvimos deambulando por el mercado medieval de Puebla de Sanabria. Al igual que el año pasado, me encontré a los mismos amigos merodeando entre los tenderetes. Del verano anterior me había prendado yo de las tartas de queso y de chocolate que comimos en un puesto. Se supone que todo cuanto hacen y venden en estos mercados es artesanal, pero en algunos casos me queda la duda. Vimos tartas de chocolate en el tenderete de dos mujeres. Compramos una porción, pero al comerla y compartirla entre varios nos dimos cuenta: no era la misma tarta del año pasado, no era tan esponjosa y la miga estaba ya un poco pasada. Sabía bien, pero no era para tirar cohetes. Recorrimos las calles en busca de más tartas. Pedimos otra porción de chocolate en el puesto de una chica que dijo que ella no elaboraba tartas de queso en verano. Estaba deliciosa, pero tampoco era esa. Finalmente la encontramos: estaba en la caseta de unos chicos. Tartas de queso, tartas de coco, tartas de chocolate con almendra. Compramos caramelos de factura artesanal en otra barraca. Los probé al día siguiente. Cogí uno con envoltorio rojo, supuestamente de fresa o de frutas del bosque o vaya usted a saber de qué, y su sabor me pareció repugnante. Sabía a medicamento: como una mezcla de Frenadol y Oraldine. Se supone que un caramelo debe agradar a la lengua, suavizarte la garganta, mecer el paladar como si te dieran un beso de azúcar. Intenté aguantarlo en la boca, pero al rato empezó a picar. No como si tuviese tabasco o chile, sino como si lo hubieran elaborado con pólvora. Un asco. Tuve que tirarlo. No volví a probar otro. A mí me parece que, o bien se trataba de un timo, o era un nuevo concepto de caramelo, en el que uno lo pasa mal en vez de disfrutar.
Vimos el asombroso espectáculo de dos equilibristas: un hombre y una mujer. Cada vez que el primero colocaba sobre una pequeña mesa unas cuantas piezas (conos y tablas, principalmente), en un equilibrio imposible, y se encaramaba arriba, y luego hacía malabares, yo pensaba: “Este tipo se va a abrir la cabeza contra el suelo”. Pero no: siempre resolvió el lance. Luego hizo equilibrio con la chica subida en sus lomos. Esas proezas me dejan con la boca abierta. Y es que los acróbatas tienen algo de superhéroes de cómic, del mismo modo que los superhéroes de cómic han aprendido a hacer equilibrios para moverse entre los tejados y entre las cornisas, o eso han querido sus dibujantes y guionistas. Siempre me han parecido más virtuosos Batman y Spiderman, porque a Superman se lo dan todo hecho: vuela y surca los cielos, así que no necesita saberse las reglas básicas del funámbulo. Sobre todo es Batman quien se juega el pellejo en las alturas. Si yo fuera creador de cómic inventaría, sin dudarlo, un superhéroe sanabrés que se dedicara a defender los bosques de las agresiones del hombre y de sus incendios provocados, un tipo con poderes que durmiera en el fondo de Ribadelago, junto al tañido de las campanas de la iglesia sumergida, que protegiese a la fauna y a la flora y que leyera “San Manuel Bueno, mártir” en sus ratos libres. Probablemente les parecerá una chorrada, pero el origen de los superhéroes suele encontrarse en la reparación de una injusticia, y a mí me parece una injusticia y un agravio que la gente queme estos bosques y que arroje detritus al agua y aniquile los parajes.
Me gustan estos mercados. Vimos una tienda en cuyos toldos cobijaban búhos, lechuzas, águilas y otras aves de mirar afilado y plumaje maravilloso. Vimos vasos de cuerno de toro y hierbas que, en teoría, alivian ciertas dolencias. Nos llevamos una bandeja con varias porciones de tarta. Muy caras, pero valían la pena.

Cielos negros y suelos mojados

Dos días en Sanabria y tengo el temperamento sombrío. No es culpa del lugar, ni de la compañía, ni de otras circunstancias. El problema ha sido el clima. El primer día, después de comer, fuimos al rincón donde solemos bañarnos. Para empezar, no pudimos situarnos en la roca donde nos gusta poner las toallas porque el sitio estaba ocupado por una mujer friéndose al sol. Para colmo, aquel era el único rincón en el que soplaba el viento. No hacía frío, pero sí fresco: no apetecía mucho bañarse. Nos mudamos de sitio. Cuando las nubes se apartaron y el sol nos alumbró leí unos minutos, tostándome encima de una piedra: el calor justo para entrar en el Lago y darme un baño breve. La superficie del agua estaba picada por una brisa fuerte. De vez en cuando las nubes obstaculizaban el sol y se me quitaban las ganas de volver al agua.
A la mañana siguiente, y aunque me había acostado bastante tarde, puse el despertador a las diez. Me pareció una buena hora para ponerse en marcha y estar en el Lago en torno a las once. Me desperecé, me quité las legañas, hice la cama y luego, al entrar en la cocina, fue cuando vi el tiempo que hacía a través de la ventana: frío y lluvia. Cielos negros y suelos mojados. Mejor me hubiese ido si me hubiera quedado en la cama. La perspectiva de no poder ir a bañarme arruinó mi estado de ánimo. No estaba el panorama para salir de la casa. En previsión de este tiempo había metido en el macuto unas cuantas películas de vídeo. En la televisión ponían una versión de “Heidi” con personajes de carne y hueso, una de Bud Spencer (sin Terence Hill, o sea, aburrida: juntos eran muy divertidos, pero por separado perdían fuelle) y el “Superman” de Richard Donner. Así que pasamos la mañana viendo “En la boca del miedo”, una película de John Carpenter que grabé hace años. Trata el tema de la línea entre la cordura y la locura y, aunque está inspirada en el mundo de monstruos y tentáculos de H. P. Lovecraft, se nota que Carpenter ha utilizado el universo literario de Stephen King, al que incluso nombran un par de veces: su fama como autor de éxito, el diseño de las portadas de sus novelas y de su nombre y apellido en cada libro. En este filme hay una imagen que supone un golpe de efecto: un viejo vestido con pantalones y chaqueta vaquera que pedalea encima de una bicicleta por la carretera, en plena noche. Lo grotesco está en que viste como un joven pero, cuando la cámara muestra su cara y su cabello blanco y alborotado, descubrimos a un tipo horrible y arrugado. Este golpe de efecto no lo es tanto en la pantalla pequeña.
Por la tarde de ese mismo día decidimos salir un rato, hartos de estar bajo techo. Primero fuimos hasta San Martín de Castañeda, a observar el paisaje, a recorrer algunas de sus calles y mirar las casas antiguas, de estructura recia y construcción hermosa, y los pequeños huertos donde han plantado lechugas, cebollas, manzanas, peras. Después se nos ocurrió ir a la terraza de El Pato, para ver el Lago mientras bebíamos una caña. Durante la primera hora me congelé: empezaba a soplar el viento entre los árboles y las aguas estaban revueltas. Luego se despejó un poco el cielo y el sol nos calentó los cogotes. Nos sentamos a la orilla de la playa, entre las rocas. Mi ánimo mejoró entonces: aunque no podía bañarme, al menos pudimos observar el paisaje lacustre y el entorno natural, que siempre fortalece y entusiasma. Por las noches hace frío, aunque haya calentado mucho el sol por el día: es algo habitual en Sanabria. Las noches, e incluso los crepúsculos, hay que afrontarlos con la chaqueta y los calcetines puestos. Mientras escribo esto, la mañana es clara y soleada y sonrío.

jueves, agosto 16, 2007

Lawrence de Arabia


“Entonces estaba escrito”

Hace unos días volví a ver la que, a mi juicio, es la mejor película del director David Lean: “Lawrence de Arabia”. Eso sin contar que aún no he visto “Breve encuentro”. La versión que tengo en dvd, además, dura unos veinte minutos más. Es la famosa edición restaurada de unos años atrás. “Lawrence de Arabia” es uno de esos títulos que jamás aburren, a pesar de su duración: casi cuatro horas. No se cansa uno de ver a Peter O’Toole recorriendo el desierto. Al dvd lo acompañan fantásticos extras, como esa entrevista con Steven Spielberg en la que éste detalla sus planos favoritos y rememora el momento en que la descubrió en cine y volvió varias veces a verla en pantalla grande, absorto en aquel espectáculo de sol, arena y caballos. También yo la vi en cine, en un reestreno. Es donde debería disfrutarse. En esta revisión he descubierto varias cosas que se me habían pasado por alto: me refiero a la influencia de la película (principalmente en cuanto a planificación se refiere) en largometrajes posteriores. Hay planos y situaciones casi calcados en obras como “En busca del arca perdida”, “El imperio del sol” o “Mad Max: Más allá de la cúpula del trueno”. Lo interesante de Lean no es sólo su celebrada planificación (esas siluetas que se divisan en el horizonte, esas figuras que se recortan a contraluz, esas escenas de masas, ese montaje que pasa de la llama de una cerilla al amanecer en el desierto), sino el sugerente retrato de un hombre ambicioso y noble que va cayendo en el abismo interior a medida que él y los ejércitos masacran enemigos, los militares británicos incumplen sus promesas y la arena se tiñe de sangre y horror. En este sentido es esencial la interpretación de O’Toole.
Al final de la película, Lawrence es un hombre atormentado, silencioso, despiadado y terrible, decidido a salir del Oriente y llevar una vida vulgar, como la de los demás. No veía el filme desde hacía años, y sin embargo recordaba algunas escenas y algunos diálogos del guión de Robert Bolt (guionista de “Doctor Zhivago”, “La hija de Ryan” y “La misión”). Esto sí es cine de verdad, con majestuosos personajes y diálogos rotundos, y no esas bobadas que hacen ahora, como “Transformers”.
Citemos un par de momentos magistrales de la película. Atravesando el desierto, un hombre cae de su camello, pero sus compañeros no lo advierten hasta un rato después, cuando no hay rastro del jinete caído. T. E. Lawrence decide regresar a por él, a pesar de los consejos de Ali (Omar Sharif), quien dice que está escrito que ese hombre morirá en el desierto. Lawrence, compasivo y cabezota, desoye el consejo y responde: “Nada está escrito”. Ali insiste: si vuelve a por el caído, no llegará a su destino, Aqaba. El inglés contesta: “Yo llegaré a Aqaba. Eso sí está escrito. Aquí”, y señala su cabeza con un dedo. Rescata al hombre extraviado cuando estaba a un paso de morir y la tribu acoge a Lawrence como un héroe. Pero poco después hay un conflicto con otra tribu y el inglés se presta para ejecutar, según la ley, al infractor. Es el único medio de resolver el conflicto, porque él no pertenece a ninguna tribu y es extranjero. Coge un revólver y se dirige al hombre a quien debe ajusticiar. Para su horror y sorpresa, Lawrence descubre que el tipo que va a matar es aquel que unos días atrás rescató de la muerte. Así que cumple y lo asesina, pero la ejecución hará mella en él para siempre. El personaje de Anthony Quinn pregunta qué ocurre. Ali responde: “Ha matado al hombre que rescató en el desierto”. Y Quinn dice: “Ah, entonces estaba escrito”. Me recordó a un viejo cuento sobre un hombre que huye de la ciudad en la que le han anunciado que le buscará la Muerte y se topa con la Muerte en otra ciudad.

Robert Mitchum. ¡Olvídame, cariño!, de Lee Server





Portadas del libro del que hablo en el artículo de abajo, o en enlace directo: aquí.

Con él llegó el escándalo

En cierta ocasión, un reportero de una revista de cine le preguntó qué salvaría primero en caso de incendio en su casa, y él, socarrón y grosero cuando se dirigía a los chicos de la prensa, respondió: “Mis huevos”. Durante el rodaje de una película en Dublín estaba tomando una copa en un bar cuando se le acercó un irlandés bajito con ganas de bronca. Le pinchó con un lápiz en las costillas, para llamar su atención, e insistió en que le firmara un autógrafo. El irlandés no quiso esperar a que el actor se acabara la copa, así que le firmó el autógrafo, en el que puso: “Que te jodan” y el nombre y apellidos de otro célebre actor. El irlandés le arreó un puñetazo en el ojo, como respuesta. Y él, mirando hacia abajo, dijo: “Si esto es todo lo que sabes hacer, señorita, será mejor que vuelvas con tus amigas”. Nunca se tomó a sí mismo demasiado en serio porque, en el fondo, detestaba ser una estrella, así que una vez escupió esta frase: “Tengo dos formas de actuar. Con y sin caballo”. En los ochenta, la Asociación de Críticos Cinematográficos de Los Ángeles le dio un premio a su trayectoria y él lo agradeció de este modo: “Quisiera dar las gracias a todos por haber sacado mi nombre de un sombrero”. Robert Mitchum era así: duro, bromista, romántico.
Las mujeres se enamoraban de él nada más verlo, y una tras otra caían rendidas a sus pies, estado febril que no excluía a las más famosas y bellas actrices del momento: Ava Gardner, Shirley MacLaine, Carroll Baker, Sarah Miles, Deborah Kerr, etcétera. Su esposa soportó cuernos durante décadas, pero él jamás la abandonó por otra. Fue compañero de farra de John Wayne, Frank Sinatra y Richard Harris, entre otros. Nadie le ganaba bebiendo. Se contaba la historia de un tipo que salió de juerga con él: unas horas después el tipo estaba mareado, se fue al hotel, se dio un baño, recibió un masaje, comió algo y se echó una siesta, y cuando regresó al bar Mitchum seguía allí, impasible y bebiendo. Stanley Baker, otro legendario borracho, quiso medirse con él y no lo consiguió: se fue para casa mientras Mitchum soportaba varias horas más bebiendo, desayunaba y se iba del bar al plató. Dicen que era un genio y un compañero de trabajo extraordinario: durante los rodajes salía a emborracharse por ahí, y muchas noches, sin haber dormido, desayunaba, se iba al rodaje y cumplía como un profesional, o sea, sabiéndose de memoria el guión, sin causar retrasos y sin fallar una frase. Llegaba y hacía su trabajo. Nadie supo nunca el truco, cómo estaba sobrio, entero y en pie y con sus frases aprendidas si apenas descansaba e iba cada noche de cachondeo. En sus ratos libres también escribía unos poemas maravillosos: así los juzgaron quienes los leyeron, y muchos colegas tuvieron ocasión de hacerlo. Ante la prensa y ante el mundo mostraba una fachada: la del individuo pendenciero, bravucón, gamberro, indiferente y despreocupado, casi una imagen de palurdo ignorante. Pero luego las mujeres y los hombres charlaban con él y volvían asombrados: Mitchum escribía poemas, había leído cientos de libros, sabía hablar de cualquier tema. Era encantador y polémico. Disfrazaba sus cualidades porque no se tomaba en serio y huía de su imagen de estrella.
Estas anécdotas y muchas más las cuenta Lee Server en la exquisita biografía “Robert Mitchum. ¡Olvídame, cariño!”. Un libro escrito con esa prosa que caracteriza a los buenos escritores norteamericanos. Se embarca uno en sus páginas y es incapaz de dejarlo. Si ya era uno de mis actores predilectos, lo es aún más tras leer las historias de su vida y de su método sutil de interpretación. Antes de actuar fue poeta, vagabundo, campesino, delincuente, recluso, nómada. Un genio escandaloso.

Ese tiempo ha pasado

Cuatro días en mi ciudad, sin planes especiales salvo leer durante unas cuantas horas para recuperar el tiempo perdido sin lectura, para apaciguar el mono de libros. Lo mío con los libros no es un mero hobby, no es un pasatiempo: necesito una ración diaria de letras o me derrumbo. Camino a diario por San Torcuato y me pregunto si los propietarios de los comercios no estarán de los nervios por culpa de las obras y de todo el polvo que se les debe meter por la puerta. Paso por San Torcuato en chanclas y salgo con polvo en los pantalones y en el calzado. Cuando recuerdo las calles de mi ciudad, en la distancia, casi siempre las evoco llenas de zanjas, de vallas, de obreros metidos hasta el cuello en agujeros y de ancianos contemplando el espectáculo del trabajo diario, que no es un espectáculo pero a ellos así se lo parece.
Por las noches, aquí, refresca. Por las mañanas, temprano, sucede lo mismo. Zamora es distinta, claro. Si en otras provincias la gente se achicharra viva, aquí, en cambio, tenemos que tener a mano la chaqueta de entretiempo. La gente se queja del fresco. Yo también. Aunque agradezco un poco de brisa. Pero también se quejaría (nos quejaríamos) del calor excesivo, si lo hiciera. El caso es protestar. Noto pasiva y serena a la ciudad, demasiado para ser agosto. Me figuro que el personal anda de vacaciones, o que se va a las fiestas de los pueblos o al Lago de Sanabria. El sábado por la noche no había mucha gente en los bares. Sobraba sitio hasta para bailar. No como en otras ocasiones, cuando en los garitos no cabe un alfiler. Tomando una copa, recordamos viejos tiempos: los veranos de hace diez años, o así, cuando salíamos por Los Herreros todas las noches y nos juntábamos más de treinta amigos. Ese tiempo ha pasado (como diría el nazi de “En busca del arca perdida”), y no sólo porque la gente se haya hecho mayor y asuma responsabilidades. No, la razón es más penosa: esas personas, ese grupo de amigos, colegas y conocidos que se ampliaba y ramificaba cada noche de verano, viven en otras ciudades. Emigraron. Emigramos. Los cuatro que se quedaron se aburren, o salen solos a tomar algo. En aquellos veranos nos reuníamos en El Quinti y terminábamos las noches bailando en el Cherokee. A veces celebraban sorteos y mis amigos se iban a casa con una cesta que incluía jamones, lomos, quesos, bollos y fruta fresca. No añoro esos tiempos: añoro no encontrar ya a toda esa gente, dispersa por el país, trabajando en lugares en los que una década atrás ni siquiera nos podíamos imaginar. Pero el sábado disfruto. Bares, charlas, buena música. Nunca me aburro cuando salgo de juerga en esta ciudad. Es su gran baza, no hay otra: la noche zamorana no muere, no descansa. Habrá pocas personas por ahí, pero se lo pasan en grande.
Un día se me ocurre bajar hasta el Eroski. Allí tienen un montón de películas a buenos precios, así que nos acercamos hasta la sección de dvd, andando bajo el sol de la hora de la siesta, que es el único sol que aquí molesta. Venden muchos filmes de los ochenta, de esos que en Madrid cuestan a casi treinta euros la pieza. Por ejemplo, “El club de los cinco”. A seis euros, o algo menos. Una ganga. Y otras películas que no había comprado hasta ahora porque en la capital estaban muy caras: “Los cazafantasmas”, “Napoleón Dynamite” y, sobre todo, esa cima del cine negro que se llama “Chinatown”, con un Jack Nicholson al que el propio Roman Polanski, director de la cinta, le corta una aleta de la nariz con una navaja. Encuentro otras joyas, pero el precio supera los diez euros: “Eva al desnudo”, “El apartamento”, “Marathon Man”, etcétera. Así que las dejo para otra ocasión.

lunes, agosto 13, 2007

Posibles títulos para Indiana Jones IV


Estos son los títulos que George Lucas considera para el cuarto episodio del Dr. Jones:
-Indiana Jones and the City of Gods
-Indiana Jones and the Destroyer of Worlds
-Indiana Jones and the Fourth Corner of the Earth
-Indiana Jones and the Kingdom of the Crystal Skull
-Indiana Jones and the Lost City of Gold
-Indiana Jones and the Quest for the Covenant
Noticia completa: aquí.

El rastro sucio

Casi toda esta semana la pasaré en Sanabria. Supongo que me ocurrirá lo habitual, lo que me ocurre cuando voy al campo o me baño en el mar o en un lago o en el río: que se me llevarán los demonios en cuanto empiece a tropezar con el rastro sucio del hombre en los caminos, en las veredas, en el lecho de las aguas, entre las rocas, junto a los árboles. Cada excursión o viaje a la naturaleza me depara siempre el mismo sinsabor: comprobar lo guarra que es la gente, capaz de dispersar sus basuras allá donde le plazca, de arrojar bolsas, latas de conservas vacías y bolas de papel de aluminio con restos de migas, junto a chapetes y cascos de cerveza. Esta murga la doy todos los años, y seguiré dándola mientras siga en pie.
Cuando, hace sólo unos días, me bañé en el mar, me entraron ganas de partir algunos brazos. En una cala en la que tomábamos el sol había un tipo metido hasta las rodillas. Un señor maduro y responsable a priori. No estoy hablando de un chiquillo ni de un joven descerebrado. No sé si la bolsa de plástico (de esas que dan en los supermercados) que flotaba junto a una de sus piernas era suya o no, ni si él mismo la había tirado allí o si se le había resbalado de la orilla hasta el agua, pero el muy capullo ni siquiera se molestó en cogerla y sacarla fuera del mar. Flotó a su lado mientras él se sonaba los mocos en el agua. Se llevaba la mano desnuda a las narices (con “desnuda” quiero decir que no usaba pañuelo) y, con un estruendo de elefante, se desprendía de sus mucosidades. Luego sumergía la mano en el agua y la agitaba, para liberarla de los residuos nasales. Cuando el fulano de marras se hubo ido me puse las chanclas y, aunque por entonces no tenía ganas de entrar en el agua, me metí casi hasta la cintura en busca de la maldita bolsa. La saqué y la puse a buen recaudo en la orilla, que es una maniobra sencilla que cualquiera debería hacer cuando ve una bolsa dentro de la que los animales pueden morir atrapados. No me parece un acto tan difícil, y en eso consiste nuestro grano de arena para que este planeta y su fauna y su flora tarden un poco más en irse al carajo gracias a la mano destructora del ser humano. Cada vez que caminaba por entre las rocas de las calas vislumbraba botellas de cerveza que los guiris habían arrojado por allí y trozos de cristal verde que sobresalían entre la arena de la playa, metidos en el agua junto a los erizos y los cangrejos. A veces me sumergía con gafas de bucear y las lentillas puestas y el panorama que veía en el fondo del mar era desolador: una rueda colonizada por los sedimentos, barras de acero que probablemente habrían salido de alguna ventana, chapas de botellas, plásticos, mecheros, latas oxidadas y objetos por el estilo. Una auténtica guarrada de la que podríamos culpar a los turistas y a los tipos sin educación ni conciencia ecológica.
Ante estos atentados ecológicos no hay solución. La gente es guarra, no está bien educada y no hay que darle más vueltas. Puedo entender que los extranjeros se cojan la borrachera en la orilla del mar, porque las cogorzas nocturnas de playa son diferentes a las que uno pueda coger en un bar, pero no es tan difícil acercarse al contenedor y depositar allí el casco. Un verano tras otro, en Sanabria, encuentro trozos de vidrio, tornillos y otras cosas propias de la civilización alojadas en el lecho del Tera y del Lago. Suponen un riesgo para la fauna y para la flora, pero también para nosotros, que podemos clavarnos el cristal en el pie. Estas circunstancias me empujan a odiar a los domingueros y a los guiris sin cerebro.

Esos pasajeros

Un amigo poeta me dijo hace poco algo así: si uno viaja con frecuencia por el mundo, al final se le quita el miedo a volar. Se refería al miedo a volar en su sentido real y en su sentido metafórico. Hay que ver mundo, eso es indiscutible. Sólo los viajeros (y, en cierto modo, los turistas) pueden comprender las dimensiones del planeta y su amplio catálogo de variedades, pueden aprender a no mirarse tanto el ombligo y a reconocer que en todas partes cuecen habas y que existen sitios maravillosos por doquier. Hay personas que, sin haber salido jamás de su pueblo (o de su ciudad, que para el caso viene a ser lo mismo), creen que su pueblo o su ciudad son lo mejor del mundo, pero esa percepción sólo es culpa del desconocimiento. Me apasiona viajar, sobre todo desde que, tras una ración brutal de viajes de infancia junto a mis abuelos, caí en la rutina de no salir jamás de mi provincia o de las provincias cercanas, como Salamanca. Y estoy perdiendo el temor a subirme a un avión. En mis dos últimos vuelos ni siquiera me he preocupado mucho, me han faltado el nerviosismo, el miedo a las alturas y los pensamientos fúnebres. La receta es sencilla: olvidarse, relajar el cuerpo, pensar que todo es cuestión del azar y que ese no será tu día malo, permitir que todo fluya y, por supuesto, distraer el viaje leyendo un libro. El despegue me sigue alterando un poco el estómago, pero ya no tanto como hace un año o menos. Lo único que me afectan son las turbulencias.
Se pueden superar los vértigos y los miedos a subirse a un avión, con paciencia y a fuerza de viajar una y otra vez y acostumbrarse. El vértigo es extraño, o al menos lo es el que yo padezco: si miro el paisaje de luces de Madrid en la noche, desde la ventanilla del avión, me siento tranquilo, sereno, hasta podría decir relajado si no fuese una de mis exageraciones; en cambio, si me asomo al balcón de un décimo piso y miro el asfalto me entra el mareo, lo cual ocurre también si pongo el pie al borde de un acantilado y trato de mirar abajo. Supongo que guarda relación con las protecciones: en el avión vas sentado, sujeto a la butaca con el cinturón, confortable en su vientre, y te separa del abismo un armatoste; en el balcón sólo hay una barandilla baja y frágil.
Lo que no se puede superar de ningún modo es el comportamiento de ciertos pasajeros. En el penúltimo vuelo se me sentó al lado una chica. Nada más sentarse, puso los pies calzados en el respaldo de la butaca delantera, sin que ninguna azafata le reprochara su conducta. Cuando anunciaron que apagáramos los móviles, busqué el mío para comprobar una vez más que lo llevaba apagado, y supongo que al hacerlo, al mover la mano y el brazo para buscar el bolsillo de los vaqueros, debí rozar a la chica con el codo. Un acto involuntario, mal calculado. Un roce de nada, tan ligero que creí que no hacía falta disculparse, como suelo hacer. Quizá eso fue lo que la condujo a mirarme fijamente durante unos minutos. No soporto que un desconocido me observe el perfil sin que crucemos una palabra. Después bajó los pies del asiento delantero y se dedicó a menear una pierna, con ese tic característico de quien tiene prisa por llegar a alguna parte y no se le cuece el arroz. Luego, con su brazo izquierdo, invadió la diminuta zona del apoyabrazos que me correspondía. Con esos mimbres, es fácil que uno olvide que está surcando los cielos. En el último vuelo nos tocó, detrás, una de esas niñas resabiadas que se dedican a dar pataditas a los asientos de delante. Plas-plas-plas. Una lata. Miras hacia atrás, la madre advierte tu fastidio y ni siquiera regaña a su hija. Ya soporto volar. Pero, ¿podré soportar a algunas personas?