viernes, marzo 30, 2007

Me acuerdo, de Georges Perec


Este libro, inspirado en el I Remember de Joe Brainard (que yo sepa, inédito en España), consta de 480 "pequeños fragmentos de diario" de Georges Perec. Hay que citar el gran trabajo de Yolanda Morató, que se encarga del prólogo, la traducción y las notas, y la cuidada edición por parte de la editorial.
Los recuerdos contenidos en el libro son simples vistazos, anotaciones, pinceladas, alusiones, pero esa simplicidad no debe engañarnos: en conjunto, conforman un fabuloso mosaico mediante el que comprobamos cómo la memoria se encarga de reclutar, durante nuestra vida, los nombres, las marcas de productos, las películas, los juguetes, las noticias bélicas, los discos, las modas, los anuncios, y luego nos los devuelve en forma de piezas; juntando esas piezas obtenemos las huellas de nuestro pasado. Dicen que una persona es una suma de sus recuerdos.
Pero este libro, que puede empezarse por cualquier página y que contiene algunas conexiones sutiles entre unos fragmentos y otros, tiene además un doble poder: su lectura nos engancha y uno puede abrirlo por donde quiera y releerlo; y, lo que a mi juicio es más importante, nos empuja a recopilar nuestros propios "me acuerdo", a elaborar nuestro propio diario íntimo, y para ello Perec incluyó unas páginas finales en blanco por si cada lector quería anotar los suyos.
Copio diez anotaciones (de Perec, no mías) de ejemplo; pero no las he elegido al azar, pues me ayudaron a refrescar mi memoria, como chispazos de luz al mirar hacia el pasado.
Diez vistazos de Perec en Me acuerdo:
-Me acuerdo de cuando me dejaban castigado en el colegio
-Me acuerdo de la moda de las trencas
-Me acuerdo de que mi primera bicicleta tenía ruedas macizas
-Me acuerdo de que Burt Lancaster era acróbata
-Me acuerdo del algodón de feria
-Me acuerdo sólo de algunos nombres de los siete enanitos: Gruñón, Mudito y Sabio
-Me acuerdo de
Mister Magoo
-Me acuerdo del hula-hop
-Me acuerdo de Robert Mitchum cuando decía “Children…” en la película de Charles Laughton
La noche del cazador
-Me acuerdo de los noticiarios en el cine

Star Wars: Sellos para Estados Unidos


Ceremonias

Utilizar, primero, el olfato, aspirando mientras vague por las calles (con rumbo, o sin él), para localizar los aromas a cera derretida de las velas, a túnica nueva y a túnica vieja impregnada de alcanfor, a dulce de almendra recién elaborado en los puestos callejeros de la calle Santa Clara y sus inmediaciones, a incienso en la noche y a madera de cruz. Discernir, cuando me desplace a pie de un barrio a otro, esa trama nocturna de caperuces puntiagudos y tallas que se mecen sobre los hombros de los voluntarios para cargarlas. Localizar unas cuantas procesiones, no muchas, cuatro o cinco, y verlas en la última fila o en una callejuela poco frecuentada. Desempolvar la túnica y comprobar, tan sólo unas horas antes del desfile, que necesita un remiendo o un imperdible que le sujete los bajos. Hacerme con un itinerario sólo por ver los cambios en los recorridos, de un año para otro: los recorridos habituales casi podría seguirlos de memoria. Acudir a una tienda de golosinas y pertrecharme de caramelos, gominolas y piruletas para entregar a los espectadores. Cabrearme conmigo mismo cuando tenga que cruzar una calle y no haya recordado con antelación que a esa hora y por ese sitio pasaba una procesión. Ir a ver uno de los desfiles y llegar tarde, cuando la gente esté de vuelta y algún conocido me diga que no me moleste, que ya han metido al Cristo en la iglesia, y que otro año será.
Comer en familia, y añorar a quienes no han podido venir. Recorrer mis bares favoritos, procurando emborracharme algunas noches. Cenar casi siempre por ahí, para no meter mucho el burro en casa, como suele decirse: de tapas, de bocadillos, de porciones de pizza, lo que sea y lo que apetezca y lo que considere oportuno. Maldecir la tarde en la que se ponga a llover y tengan que suspender la procesión, aunque yo no la vea. Contarle a alguien que nunca falto a la cita con la Semana Santa, y que me deleita y participo en ella aunque crean que no debería porque nunca voy a misa ni rezo ni comulgo, pero me gustan las tradiciones, la estética, el poder de la fe y la historia de ese Hombre al que crucificaron entre dos ladrones. Ir a una comida multitudinaria, el penúltimo día, con una tropa de amigos y conocidos, y compartir el pan, el vino, la carne y la risa. Encontrarme con esas personas que no veía desde Navidad, o antes. Relatar veinte veces mis últimas andanzas a quienes me pregunten, a pesar de contarlo casi todo, a modo de diario, en estas columnas. Leer a diario, al menos, un par de horas. Como poco. Comprobar si mi gato se asusta aún con el sonido de los tambores y de las trompetas. Tomarme unas sopas de ajo, por supuesto. Y quizá una taza de chocolate caliente que asiente el estómago y, unos minutos después, me proporcione la acidez justa para arrepentirme de haberlo bebido y, aún así, tomarlo otro día. Irme a casa de madrugada en uno de los dos fines de semana, o en los dos.
Supervisar el estado de las botas para la procesión, por si requieren otra capa de betún negro para salir desfilando con la túnica y el caperuz. Verificar con agrado que la ciudad ha vuelto a llenarse de gente y vuelve a estar viva, aunque nos agobien las multitudes. Ir a ver un par de películas. Escudriñar cada rincón, cuando camine por las aceras, para saber cuánto ha mutado la ciudad. Desear no verles la jeta a los políticos que cierran algunos desfiles a cara descubierta, y que caminan cerca de quienes son pobres de solemnidad y también cierran el desfile no para que les vean, sino por sus promesas y sus ruegos. Cumplir estas y otras ceremonias, como cada año, y, por supuesto, incumplir unas cuantas. Las haya señalado aquí o no.

jueves, marzo 29, 2007

Lejos de casa


Lejos de casa: ese es el título de mi cuento incluido en Zamora Cofrade. He conseguido una foto de la portada, aunque a baja resolución. Prometo escanearla cuando reciba mi ejemplar. Parece que este segundo número de la revista está gustando mucho, o esa es la impresión recibida al leer los foros de La Pasión de Zamora, de cuya web copio y pego la noticia de abajo:
La segunda edición de Zamora Cofrade se adentra más en la Semana Santa
De la perspectiva arriesgada de Redención al rostro sereno y cercano del Cristo de la Buena Muerte, siempre sobre fondo blanco, quizás ya su seña de identidad. Es la portada de Zamora Cofrade 2007, el segundo número de la revista que nacía el pasado año con el objetivo de aportar una visión independiente de la Semana Santa. Los autores: Singular Creativos y Oratio Comunicación.
«Mantenemos el espíritu de la publicación pero hemos corregido los fallos que cometimos en la primera edición» comentó Rodrigo Fernández uno de los responsables en la presentación celebrada en la Alhóndiga. José María Sadia, coordinador, apuntó uno de ellos: centrarse demasiado en el turista. «Nos hemos dado cuenta que a quien le interesa la revista es al semanasantero que ya conoce la historia de las cofradías y que pide más».
La revista -que mantiene su formato cuadrado y que ya está a la venta al precio de cinco euros- hace un repaso de la actualidad cofradía por cofradía, intercalando artículos (con colaboraciones de José Ángel Barrueco, Andrea Rodríguez y Ana Pedrero), entrevistas, reportajes y artículos de lectores. Esto último es otro de sus aspectos destacados. La apertura a la participación: «pretendemos ser testigo privilegiado de las voces, de las gentes que hacen posible la Pasión». No en vano tres de los artículos publicados han sido remitidos por cofrades.
Hubo quien comentó al finalizar la presentación la grandeza de la Semana Santa de Zamora, que permite la edición de diversas publicaciones y que convivirán seguramente en la misma estantería. Institucionales o independientes, con diferentes puntos de vista y formatos. Pero siempre con un denominador común, el sentimiento que en estos días embarga al zamorano.

Noticias varias

Javier Montes y Andrés Barba (a la izquierda de la foto) han ganado el Premio Anagrama de Ensayo con un libro escrito entre los dos. Antonio Martí (a la derecha) ha resultado finalista. Si menciono estos premios es porque, a priori, parecen apetecibles. Los dos primeros presentaron La ceremonia del porno y, el segundo, Poética del café. Espero leerlos cuando salgan, ya que pocas pocas tan apasionantes como un ensayo ameno (basta leerse, por ejemplo, los libros de Peter Biskind, o alguno de Oliver Sacks, por ejemplo). Ampliación de la noticia en El País, El Mundo y La Vanguardia.

Esta noche, en Pola de Siero, a las 10 de la noche, se presenta Tripulantes en Asturias. En el Bar Abre César, con la presencia de David González y Vicente Muñoz Álvarez. Queridos amigos: recordar que, salga bien o mal, lo importante es apoyar el libro y, por supuesto, pasar un buen rato; lo demás, las críticas a la organización y eso, sólo son ganas de tocar los huevos por parte de la gente amargada.



Esta es la portada del esperadísimo segundo volumen recopilatorio, en tapa dura, de La liga de los hombres extraordinarios, de Alan Moore y Kevin O'Neill. Planeta lo anuncia para abril. Creí que nunca lo editarían, pues lleva un retraso considerable.

Realidades y etiquetas

La televisión estaba encendida y, mientras me movía por la casa, oí a la reportera de un programa de sucesos nombrar Lavapiés. Me senté a verlo. Hablaba de las bandas del pegamento que suelen acampar en tres o cuatro esquinas del barrio, próximas a la plaza, y en la puerta de un par de comercios, entre ellos la tienda de comestibles de dos chinas a las que tienen abrasadas. Estas bandas del pegamento (así las llamaban en el reportaje) las integran sólo unos cuantos chavales marroquíes, muy jóvenes, que venden costo por allí y, mientras tanto, aspiran pegamento para cogerse el colocón. Entrevistaba a los vecinos y estos decían que suponen un peligro para el barrio. El problema no es que inhalen vapores de pegamento por las narices ni que vendan droga (allá cada cual, en ambos casos): el problema es que lo primero los empuja a ser violentos y lo segundo atrae los problemas.
Esto lo había señalado yo en varios artículos. No faltó la voz anónima que entraba en mi blog para acusarme de racista y facha. He aquí otro problema doble: primero, que hasta que algo no sale en la televisión nadie se lo cree, como si el televisor creara la realidad; segundo, que es una fea costumbre poner etiquetas a todo. Si uno cuestiona la actitud de ciertas personas, y va alguien y lo tilda de racista o xenófobo, el problema lo tiene el acusador. No haría falta aclarar que a mí me cae bien el dueño del Doner Kebab y no soporto al chaval que vende costo para las mafias: ambos son árabes, pero uno contribuye al barrio y el otro destruye el barrio. Es la diferencia. Uno habla de personas, y siempre le viene alguien con el cuento de las razas. Es muy peligroso andar etiquetando de ese modo al personal. Les pondré un ejemplo. En los últimos meses se ha apostado un grupo de africanos cerca de casa. No hacen nada. No molestan, van a lo suyo, son simpáticos: se dedican a permanecer sentados en el capó de un coche y en la acera, a pesar del fuerte hedor de las meadas que humedecen esa zona, o apoyados en una pared. Pero, a veces, les da por cantar y berrear. Muy bien: son cánticos tribales, aunque ninguno está dotado de una voz armoniosa. Le confieren un toque exótico a la calle. Vale, perfecto. La cuestión es que a menudo empiezan a las tres de la tarde y ya no callan hasta las once, las doce de la noche e incluso más tarde. Algunos días leo y escribo con tapones para no oírlos ni distraerme. Una tarde escuché un rapapolvo en castellano. Una señora, una vecina, había bajado a echarle la bronca a uno de los negros, el único que había en ese momento. Dijo que le parecía bien que cantaran, pero que no lo hicieran a horas en las que los vecinos necesitaban dormir. Que alguna gente madrugaba para ir a trabajar y que ella ya no podía más. Que estaba harta de no pegar ojo. El tipo, conciliador, le puso la mano en el hombro, para calmarla. Y luego le dijo a la señora que ella era racista. Lo cual, y ahí quería llegar, supone confundir otra vez los términos. El derecho a dormir y, por tanto, a intentar que te dejen hacerlo, no supone que uno sea racista. Son temas distintos. Como dirían en “Pulp Fiction”: “No es la misma liga, ni siquiera es el mismo jodido deporte”.
Estas cuestiones están llevando a una especie de rebelión vecinal. Se han organizado manifestaciones por parte de los vecinos para exigir el cese de la droga, la violencia, la suciedad y las demás lacras de Lavapiés. El problema es cómo lo ven otros desde fuera, cómo sale esto en las noticias del telediario. Otros quizá digan: “Los vecinos de allí son xenófobos”. Y eso es confundir los términos. Tratar de convivir en paz no significa que nadie de por aquí sea racista.

miércoles, marzo 28, 2007

Una caña de pescar para el abuelo, de Gao Xingjian


El gran autor de La Montaña del Alma reúne aquí seis relatos, en los que se observa su evolución narativa a lo largo de una década. De esos seis, me gustaron los cuatro primeros; me entusiasmó el cuarto, que da título al libro; y no me gustó nada el último. Los comento brevemente:
-El templo de la Bondad Perfecta: Una pareja, en su luna de miel, de repente decide bajarse del tren en una ciudad del distrito, y deambular por ahí, hasta que visitan un templo en ruinas donde la "calma era infinita". Dicho relato recuerda a la novela antes citada, y su descripción de la naturaleza y del sosiego es propia de la literatura china.
-El accidente: La narración de un accidente, probablemente real, y el tumulto que provoca el atropello de un hombre y su hijo en plena calle.
-El calambre: Otra de esas aventuras cotidianas. Un bañista sufre un calambre en el estómago y se desespera para alcanzar la orilla y escaparse de las garras de la muerte. En el agua, rodeado del oleje, llega a sentir la soledad más absoluta.
-En el parque: Un hombre y una mujer se reencuentran, años después de haberse visto por última vez, en un parque. Mediante su diálogo deducimos que el tiempo los cambió demasiado, que ella se ha casado con otro hombre y que él quizá proponga matrimonio a una mujer a la que no ama. Ambos despiertan el eco del pasado y, como en esos cuentos sobre la nostalgia, saben que no podrán recuperar ni siquiera su vieja amistad.
-Una caña de pescar...: El protagonista entra en una tienda, a comprarle una caña a su abuelo. A partir de ahí, en un giro proustiano, comienza a tirar del hilo de los recuerdos. La caña, su infancia, sus abuelos, los paisajes, van dando paso en el flujo de su conciencia al hecho terrible del paso del tiempo y el progreso de las ciudades: los lugares donde él jugaba ya no existen, el lago en el que pescaba su abuelo tampoco, todo muda y ya sólo pervive un leve recuerdo. El modo de mezclar presente y pasado en ese flujo de la conciencia es prodigioso y nos da la medida del talento del autor.
-Instante: Una serie de cortos pasajes en los que se evocan instantes de otras vidas. Algunos guardan relación entre sí, pero su lectura se me hizo pesada.

Del papel a la red

Poco a poco, y para nuestra desgracia como lectores de tinta en papel, unas cuantas revistas van sometiéndose al poder de los contenidos digitales, desapareciendo para siempre de los kioscos. Se trata del futuro, que ya está escribiendo las primeras líneas del argumento de un mundo en el que, con bastante probabilidad y según anuncian los expertos en futurología, casi todo se hará mediante la red. Estas revistas cierran sus contenidos en papel porque no son rentables: la publicidad desciende y opta por financiar la red, los lectores disminuyen y prefieren leerse los contenidos en internet y, de momento, no gastar un céntimo. El pensamiento común es: “¿Para que voy a bajar al kiosco a comprar la revista, si puedo leer sus contenidos en la pantalla del ordenador, o leer otras revistas sin tener que pagar por su lectura?”
La revista Life es uno de los más recientes ejemplos. Es la tercera vez que la cierran, pero quizá esta sea la definitiva. En los últimos tiempos, adquirida por Warner, servía de suplemento para más de cien cabeceras de prensa de Estados Unidos. La palabra que han pronunciado los responsables de la compañía es “declive”. La revista desaparece, pero la marca continuará explotándose en la red, distribuyendo un jugoso e importante archivo fotográfico, editando libros y formulando otros proyectos en breve. Dicen también sus responsables, en un comunicado oficial, que el tiempo ha jugado en su contra y que el mercado cambió demasiado en los últimos años. Veinte días atrás leí en un blog de cine que iba a desaparecer de los kioscos otra publicación, emblemática para nosotros, los cinéfilos, pero no tan conocida como Life: la edición norteamericana de Premiere. La revista seguirá existiendo, pero sólo a través de los contenidos colgados en internet. Es una pena porque se trata de una de las más prestigiosas publicaciones de cine. De Premiere existen varias ediciones: la edición original francesa, la inglesa, la norteamericana, etcétera. Recuerdo que en los noventa me compraba las ediciones de Estados Unidos y la de Francia: no era ninguna locura porque eran totalmente distintas entre sí. La francesa la vendían (y creo que aún la venden) en el kiosco de La Farola de Zamora. La norteamericana solía comprármela un amigo que estudiaba en Madrid. Me la traía cada mes. Sin embargo, un día decidí dejar de adquirirlas: al ser de importación, el precio iba subiendo tanto que no resultaba fácil continuar la doble compra mensual. Tras esa decisión, además, y por culpa de mis frecuentes cambios de domicilio, al final decidí meterles la tijera, quedarme con algunas portadas y fotos y arrojar mis números a la basura. No se puede vagar de un lado a otro durante años con toneladas de libros, periódicos, revistas, películas y discos a la espalda: al final hay que sacrificar algo y yo sacrifiqué algunas revistas.
En lo sucesivo, otros magacines y periódicos irán cayendo. Esta situación, esta realidad, me incomoda, no me gusta. La razón no es que sea un amante (y futuro nostálgico) del papel en vías de extinción, sino que me cuesta leer en la pantalla del ordenador. Sigo comprando un par de revistas de cine al mes, y de vez en cuando bajo a por algún periódico: en este último caso lo hago si me interesan demasiados contenidos del ejemplar del día, pues la lectura continuada al final cansa, agota, y no es lo mismo. Prefiero leer el periódico en el sofá, con la tele puesta, antes que en mi monitor, quemándome los ojos y con la espalda dolorida de la postura. Al final, como tantas otras reliquias, esas revistas terminan su periplo en el Rastro, guardián de números atrasados y polvorientos. Pero por ellas te dan una miseria.

martes, marzo 27, 2007

Otra noche de mierda en esta puta ciudad, de Nick Flynn


William T. Vollmann


La semana pasada logré hacerme con un libro de Vollmann (en una foto de juventud, a la izquierda), en una librería de viejo. Tres de sus libros fueron editados por Muchnik, pero son muy difíciles de encontrar. He encargado los otros dos, aunque no sé si los recibiré. Llevo meses buscando las obras de este autor, recomendadas por Rodrigo Fresán. Y ayer di, casi por casualidad, con un artículo de Andrés Ibáñez para el Abc de las Artes y las Letras en el que éste habla de Vollmann, aunque aún no lo ha leído. Así que hoy hablaré de Vollmann a través de las palabras de Ibáñez, que tomo prestadas. Se trata de un autor chiflado y amante del riesgo y las historias sórdidas: por eso quería leer yo leer sus libros, al igual que Ibáñez. Cuelgo unos fragmentos de Abc, y el resto puede leerse en el link del final:
William T. Vollmann nació en Los Ángeles en 1959. En 1981 lo encontramos trabajando en San Francisco y ahorrando dinero para marcharse a Afganistán, entonces en plena guerra contra la Unión Soviética. Lo hace al año siguiente: visita campamentos de refugiados, pasea por las calles de Peshawar y se une a las fuerzas rebeldes en el campo de batalla, y por todas partes va haciendo la siguiente pregunta: «Si pudieras dar un mensaje al pueblo americano, ¿cuál sería?» (...)
La prostitución es, para nuestro autor, una imagen de la maldición que pesa sobre los seres humanos y al mismo tiempo, uno de los pocos paraísos reales que quedan a nuestro alcance. La mejor manera de conocer un país, afirma impertérrito, es vivir con una prostituta local durante una temporada, ya sea en Helsinki o en Bangkok. (...)
No existe ningún escritor como él. Ningún escritor hace las cosas que él hace, nadie es tan valiente, tan original, tan inusitado. Es capaz de pasarse meses metido en bibliotecas y de engolfarse en aventuras dignas de Indiana Jones, de acometer obras de la más fantástica imaginación bajo el signo de Pynchon y Lautreamont y de adentrarse en campos de batalla y lupanares secretos. Es, sin duda, uno de los autores «más innovadores, originales e interesantes» de la nueva literatura norteamericana. (...)
Artículo completo: aquí.

Intento de comunicación

La noche del viernes estuve, durante unos minutos, envuelto en uno de esos silencios incómodos que parecen durar media hora. Silencio entre dos personas, aunque alrededor de nosotros proliferaban el ruido, la música y las conversaciones propias de un garito nocturno. Una amiga me presentó a su novio francés, que había venido a pasar el fin de semana a España. La primera advertencia de ella fue: “No sabe nada de español. Y tampoco sabe mucho inglés”. Apañados estamos, pensé. Dado que sólo manejaba su lengua natal, y yo la mía, en principio no traté de conversar con él. Un rato después, en el siguiente pub, y tras haber visto actuar a la banda de pop de mis colegas zamoranos, Los Sinsong, en el Café La Palma de Madrid, la gente fue a pedir bebidas a la barra, o al servicio, o a charlar con otras personas. El caso es que el azar quiso que el francés y yo nos quedáramos uno al lado del otro, sin otra compañía que la mutua, sentados en sendos taburetes. Lo miré de reojo. Estaba incómodo. Yo también lo estaba. De hablar ambos el mismo idioma, seguramente hubiéramos iniciado en seguida una de esas conversaciones forzadas, típicas de quienes no se conocen: sobre la música que estaban pinchando, sobre las características del local, sobre el clima (aunque este tema suele reservarse casi exclusivamente para los diálogos de ascensor).
Ese silencio incómodo duró unos minutos, pero se me hizo eterno y, lo advertí, a él también. Entonces me dije: esta situación es absurda, ridícula, que no te frene el idioma. Trata de comunicarte con él. Imagina que sois dos supervivientes de una catástrofe y estáis solos en miles de kilómetros a la redonda; necesitáis comunicaros, necesitáis comprenderos, necesitáis hablar. Probé primero con el castellano, con una pregunta retórica, ya que me habían aclarado que no conocía mi idioma: “¿No hablas español, verdad?” Más o menos lo entendió y dijo que no. “¿English?” Con ayuda de dos dedos y un par de palabras en inglés me indicó: “Un poco”. Le pregunté, en inglés, si le gustaba el país. Me respondió en inglés; pero, cuando yo no entendía algo, o él no sabía expresarlo en ese idioma, hablaba en francés. De cada frase en francés yo comprendía alguna palabra. Por mi parte, utilicé el inglés y el castellano, cuando tampoco sabía expresar algo o me quedaba atascado. Y los dos empleamos el lenguaje corporal, las manos, los gestos. Fue una de las conversaciones cortas más extrañas y surrealistas que he tenido. Luego llegaron las chicas y dejamos de hablar, nos comunicamos gracias a la traducción de su novia.
Lo cual me llevó a pensar que, aunque uno al final logra hacerse entender entre los extranjeros, tirando de los idiomas que conoce y de las expresiones corporales, hoy es difícil moverse sin hablar inglés. De haber estado solo en mi reciente viaje a Francia, seguramente a estas alturas andaría aún extraviado en algún sitio: quizá en el aeropuerto de Bruselas, o vaya usted a saber dónde. La parte más difícil cuando hablo inglés sigue siendo la improvisación, es decir, la agilidad mental para pensar una respuesta en español y traducirla al otro idioma. Tardo tanto que al interlocutor le encanece el pelo. Creo que algo de culpa la tiene la educación que recibimos en el colegio y en el instituto. No es una opinión exclusiva: mis compañeros de antaño piensan igual. Por eso algunos iban a clases particulares. En mis últimos días en Francia, sobre todo en los aeropuertos, acabé hecho un lío con los idiomas. Si me hablaban en francés, respondía en español; si lo hacían en español, contestaba en inglés; si me decían algo en inglés, contestaba siempre “Merci”. Que los jóvenes alumnos tomen nota.

Fin de partida, de Samuel Beckett


Siempre es un placer leerse una obra de teatro de Beckett, uno de los escritores más fotogénicos de la historia. Incluso en los fragmentos en los que uno no entiende (o tarda en hacerlo) de qué demonios hablan los personajes, es imposible soltar el libro. En Fin de partida tenemos a un señor y su siervo, Hamm y Clov, respectivamente, criaturas de un mundo que parece haberse extinguido. Los diálogos ágiles, el absurdo del ser humano y el humor conviven en ese cuarto donde un hombre ciego y en silla de ruedas afronta el fin de la partida perdida.

lunes, marzo 26, 2007

Presentación de Zamora Cofrade


La presentación del nuevo número de la revista Zamora Cofrade -editada por Singular Creativos- tendrá lugar este martes 27 de marzo a las 20:15 horas en el Salón de Actos de la Alhóndiga. (Recordemos que este es el segundo año de esta revista).
Este número incluye un cuento mío, inédito. En cuanto tenga la portada, la colgaré aquí.

300


Espectacular y muy entretenida adaptación del cómic de Frank Miller, que ya recomendé aquí. Zack Snyder demostró lo que valía en la magnífica Amanecer de los muertos (una película que me compré en cuanto salió en dvd, en una edición sin cortes ni censuras). Abstenerse, claro, quienes no resistan el gore.

Vida de libro

Fui a las dos sucursales de La Casa del Libro que hay junto a la Gran Vía. Una, la grande, alberga las novedades y consta de varios pisos. En la otra, más modesta, almacenan los saldos: libros en buen estado, no usados, de primera mano, a precios que varían entre los dos y los diez euros; y, al fondo, una sección muy completa de cómic y novela gráfica. En ambos edificios merodeaba mucha gente. Echando un vistazo a los anaqueles, preguntando por ciertos títulos, hojeando este o aquel ejemplar, mirando las mesas de novedades, escarbando en las hileras de saldos. En el edificio grande había cola para pagar. Siempre suele haberla, lo cual significa que no sabemos si los españoles leen libros, pero sí sabemos que los compran. De hecho, tuve que subir a uno de los pisos superiores y allí había otra cola en la caja.
Entré después en La Tarde Libros, una pequeña tienda en mitad de un pasaje que conecta Montera y la calle donde se ubica la Casa de Zamora. Estuve curioseando por las estanterías, y al final me decidí a preguntar a los dueños por unos libros que andaba buscando. Al fondo, en una esquina, los vendedores tienen una mesa larga, un ordenador y una silla. Pero no podía verlos. Estaban casi enterrados en libros, como en esas librerías de viejo que salen en las películas. Paso por allí a menudo, pero nunca había visto tanto volumen junto. Los libros ocupaban la superficie completa de la mesa, se extendían hacia los lados y hacia los pequeños muebles que había delante, en columnas de ejemplares aún no clasificados. Se apretaban en el suelo y las columnas se elevaban hasta ocultar a uno de los dueños, el más joven, quien comprobaba datos en el archivo del ordenador. Dado que una mujer conversaba con ellos, decidí esperar para no interrumpirles. Entonces oí lo que sigue: “Anda que… ¡cómo tenéis la librería!” Se refería a esa especie de desorden ordenado, y a los montones de libros viejos y usados (y algunos prácticamente nuevos) que rodeaban a los dos hombres, casi sepultándolos en papel y tinta. El más joven dijo: “Bueno, pero eso es porque estamos a fin de mes. Hoy se ha llenado la librería. Ha venido un montón de gente”. Ella preguntó: “¿Fin de mes? ¿Y eso qué tiene que ver?” Él dijo: “Mucho. Cuando es fin de mes la gente anda sin dinero y se apresura a venir y vendernos sus libros. Hoy ha habido muchísima gente, y mañana habrá mucha más”. Con “mañana” se refería al viernes. Copio aquí una nota del blog de esta librería, que ayuda a comprender el tema de primera mano; la visión de un vendedor que, además, es lector: “Una de las grandes ventajas que tiene para uno las librerías de viejo, más cuando trabajas en ellas, es el hecho de que todo libro, caro o barato, acaba entrando por las puertas de la librería”. Apunta, más abajo, que algunos libros los venden los críticos que reciben cargamentos de títulos para su promoción, y personas que se mudan y no pueden pagar una mudanza.
Así que esto resuelve una de las incógnitas: la gente se desprende de sus libros para ganar espacio, por emigrar a otra parte o cambiarse de piso y, lo que es más triste, porque es fin de mes y necesita dinero. Compran un ejemplar a veinte euros, lo leen y lo revenden por cinco “mangos”. La incógnita era la siguiente: ¿se lee en España o sólo se compra? Me figuro que se compra mucho, se vende bastante y se lee poco, a tenor de los resultados. Un título aparece por vez primera ahí, en La Casa del Libro, y acaba aquí, en la librería de viejo, arrumbado, esperando comprador. Entre medias, vive en manos de los lectores. Morirá en otra parte: en el contenedor o en la trituradora. ¿No les parece una metáfora de las incubadoras, los asilos y los cementerios?

domingo, marzo 25, 2007

Gary Shteyngart


Alfaguara editará en castellano la famosa novela de Gary Shteyngart, autor nacido en Leningrado en el 72 y residente en Nueva York, o sea, Absurdistan, elegida por lectores y críticos como una de las mejores novelas del año pasado en lengua inglesa.
Para abrir boca, se puede leer un relato suyo, completo, en la edición on line de Granta (en español). Pinchando aquí, para ver el índice, y aquí para descargar el cuento.

Sobre Hemingway

Durante años estuve buscando por ahí alguna edición de los relatos de Ernest Hemingway, dado que no había manera de verlos reeditados. Meses atrás di con una, bastante antigua y con ese aroma añejo que desprenden las páginas de los libros que han deambulado treinta años por los domicilios, los rastros y las librerías de saldo. Contiene unos treinta y tres cuentos. Aplacé un tiempo su lectura. Pero descubrí hace poco que Lumen va a reeditar un volumen de historias cortas del autor, con prólogo de Gabriel García Márquez. He supuesto que el ejemplar será lujoso y la traducción será nueva (la traducción del mío se ha quedado obsoleta, y se nota, y está plagada de palabras de uso latinoamericano, que no entiendo). También he supuesto que contendrá más relatos. En principio, me dije que compraría el libro igualmente. Antes de eso, he creído necesario leer mi viejo y oloroso volumen, para anticipar los hallazgos de la nueva edición, y poder comparar luego las traducciones que, imagino, serán diferentes.
De la narrativa breve de Hemingway sólo conocía relatos sueltos, incluidos en antologías o en novelas cortas suyas, en esas últimas páginas que algunos editores dedican a completar con cuentos, nunca sabemos si para que el libro resultante no parezca demasiado delgado o si es para agasajar al lector con historias añadidas que no esperaba. Conocía, por supuesto, uno de sus relatos más populares: “Los asesinos”, o cómo dos matones entran en la cafetería de un pueblo y amedrentan al dueño, al cocinero y a un cliente, preguntándoles por un sueco al que quieren despachar a balazos. Hollywood hizo con este material breve y de diálogos concisos y cortantes una gran película, “The Killers”, que titularon “Forajidos” en España, con Burt Lancaster y Ava Gardner. Hemingway sostuvo la teoría del iceberg, en la que enseñaba sólo un poco de información y dejaba que el lector adivinara el resto. Si uno ve la punta de un iceberg, en seguida imagina que hay más bajo el agua. Esa era su teoría y “Los asesinos” es el mejor ejemplo. Conocía también “Las nieves del Kilimanjaro”, que tuvo su adaptación al cine con Gregory Peck, en el papel del escritor amargado y enfermo, con una pierna por la que trepa la tiniebla de la gangrena. Esos eran los dos cuentos que mejor recordaba. Había leído tres o cuatro más, dispersos en antologías.
He leído ya más de medio libro, de ese ejemplar avejentado y de páginas casi amarillas que obtuve por un precio irrisorio en una librería de títulos usados. “Los asesinos” y “Las nieves del Kilimanjaro” siguen funcionando, a pesar de la traducción. Pero, de momento, y aparte de esos dos relatos y alguno más, cierto desencanto me ha corroído durante la lectura. Que nadie lo malinterprete: no se trata de renegar del talento narrativo de Hemingway, ni mucho menos. Su estilo, caracterizado por la economía de medios, por ese iceberg del que sólo nos enseña la punta para que pongamos el resto, aún funciona. Igual que en sus novelas. El problema es de índole personal, y está relacionado con mis gustos. Y mis gustos no casan con la mayoría de temas de los relatos que he leído. Historias protagonizadas por toreros; y no me gustan los toros. Relatos sobre faenas taurinas; y repito lo anterior. Pasajes sobre hombres en la guerra civil española; y el tema ya cansa, a estas alturas. Cuentos de cazadores, camareros de taberna española, señoras de alta sociedad, etcétera. Temas que me aburren. Me quedo con los asesinos y el hombre moribundo del Kilimanjaro. Del resto, ya veremos. Ojalá que la edición de Lumen sea más completa, más actual y, por tanto, menos preocupada por los toreros, los picadores y los milicianos. Eso espero.

sábado, marzo 24, 2007

Portadas exquisitas


A Good School, novela de Richard Yates. Inédita en España.

Blogs de Editorial Prensa Ibérica

Rafael Torres nos ha enviado la lista de los blogs del Grupo EPI, al que pertenecen La Opinión de Zamora y El lector sin prisas. Como son demasiados para ponerlos en la sección de links, de momento los cuelgo aquí por si a alguien le despiertan la curiosidad:

Ojos morados

Todas las semanas encontramos noticias que nos informan del maltrato (generalmente, de hombres hacia mujeres, de maridos hacia sus esposas, de individuos a sus ex parejas: pero no siempre), y de los crímenes conyugales. Tíos que se vuelven locos, o más locos, y pasan de pegar a diario a su señora a hundirle un cuchillo en el estómago y luego tirarse por la ventana. O que cogen una escopeta, se cepillan a toda la familia y luego se vuelan la tapa de los sesos o se entregan a la policía. Me niego a poner las etiquetas habituales a esta clase de noticias sórdidas: “violencia de género” y otras chorradas parecidas. Hoy leo un suelto en un periódico gallego que dice así: “Representantes de las asociaciones de vecinos recibirán un curso municipal para aprender a detectar casos de malos tratos en sus barrios y saber cómo actuar ante un delito de violencia doméstica”. El sistema es así: en la actualidad hay clínicas de desintoxicación para cualquier vicio, y clínicas para aconsejar a los adictos a todo, incluso a los adictos a los correos electrónicos (no es broma, no me lo invento: existe, creo que en Estados Unidos, ¿dónde si no?).
Pero volvamos al suelto de ese periódico. La primera parte es una tontería: no hay que aprender a detectar los casos de malos tratos del vecino de arriba, sino sólo escuchar, poner el oído. Si oímos que una mujer llora, y grita, y se escuchan golpes y la voz de un varón dando voces, no lo dude, no están ensayando “Un tranvía llamado deseo”: es un fulano untándole el morro a su costilla. La segunda parte me parece fundamental; porque ahí viene el quid de la cuestión: que, en efecto, no sabemos actuar cuando oímos uno de esos casos. No sabemos, pero tampoco estamos seguros de lograr resolverlo, aun sabiendo actuar. Más de una vez he contado que, cada cierto tiempo, escucho los berridos y los llantos de una de las mujeres que se aloja en el edificio que hay frente al piso en el que vivo. A veces la veo aparecer en la ventana, cuando se asoma a tender la ropa en un tendedero del balcón (puedo ver esa ropa húmeda mientras tecleo estas líneas: basta levantar la cabeza del teclado), y en sus ojos me parece ver una expresión gris, la misma que poseen los condenados a muerte y los esclavos que reman en las galeras. En diversas ocasiones, también lo he contado aquí, he visto desfilar a la policía, llamar al timbre, subir en tropel a ese piso, regresar un rato después con las manos vacías, etcétera. Se preguntarán: ¿cómo sabe que suben a ese piso? Es fácil: una vez, la mujer se asomó para reclamar ayuda a los que pasaban; y, cuando la poli llama al timbre, los hijos pequeños se asoman primero al balcón, y se vuelven a asomar cuando ellos se marchan. Uno no sabe qué hacer. El resultado está a la vista: llame otro vecino a la policía o sea la propia mujer quien telefonea a la comisaría, no se resuelve nada. No basta con que la poli se presente. Ellas tienen que presentar una denuncia. Decir que corren peligro (y una maltratada corre peligro: puede que el próximo sopapo o el próximo insulto le lleguen acompañados de una docena de cuchilladas).
El asunto me recuerda una escena que vi dos días antes. Estábamos en El Corte Inglés, comprando productos de higiene y cosmética. Oí: “Perdone, ¿dónde están las cremas para las quemaduras?” Una mujer latina preguntaba a una de las encargadas. La miré. Era evidente que no quería una pomada hidratante para curarse una salpicadura de aceite de la sartén: tenía un ojo morado, a la funerala. La cara como un mapa. El marido estaba detrás, iba con ella, y a él no se le veían golpes ni magulladuras. Juraría que en sus ojos flotaba un rastro de culpabilidad.

viernes, marzo 23, 2007

Vía revolucionaria, al cine


Si el proyecto cuaja, Sam Mendes podría dirigir la adaptación de Vía revolucionaria, esa gran novela de Richard Yates, con Leonardo DiCaprio y Kate Winslet en los papeles principales. Ambos, tras superar el trago de fama excesiva de Titanic, se han convertido en dos de los mejores actores de Hollywood. Noticia completa, en inglés: aquí.
Tal vez esta adaptación mueva a alguna editorial a reeditar el libro. Recordemos que lo publicó hace años Emecé, y que ahora es prácticamente imposible de encontrar. Yo tuve que tomarlo prestado de la Biblioteca Pública, y en un cuaderno tengo apuntados diálogos y frases de este clásico sobre el desmoronamiento de una pareja.
Hace tiempo escribí un artículo sobre el libro, para Literaturas.com. Se puede leer, si le interesa a alguien, aquí.

No hay duda

El piloto de la calefacción salta cuando menos se lo espera uno, dejando la casa helada para el resto del día. La conexión a internet continúa fallando a ratos y, de pronto, cuando eso sucede, las páginas sólo son pantallas en blanco con mensajes en los que avisan de este modo: “Internet Explorer no puede mostrar la página web”. El teléfono fijo suena una vez al día, en horario de mañana. Si uno lo descuelga, alguien dice llamar desde Jazztel, o desde Ediciones del Coleccionista, o desde cualquier empresa dispuesta a torturar al oyente durante veinte minutos para venderle una ganga. En esas cuestiones, el chico bueno y paciente se ha acabado, y uno lo resuelve en tres segundos, los que se tarda en decir: “¡No me interesa, gracias!”, y colgar antes de que puedan añadir una palabra o una excusa o siquiera despedirse. Afuera, se oye al chatarrero por un altavoz, anunciando su llegada en el camión.
Si abre uno la ventana, los hedores a orín ascienden desde la acera, desde las ruedas y las puertas de los coches y desde las esquinas de los zaguanes. Cada día más fuertes. Tanto, que hay que dejar de respirar para no marearse. Las palomas desertan de las cornisas próximas, con un vuelo asustado, cuando uno sube la persiana o se asoma. Allá donde mires descubres su rastro de mierda, que en ocasiones parece un cuadro abstracto de algún impostor del arte. Junto al pis sube un estruendo que hace asomar a los vecinos de sus casas y apostarse en la entrada a los dueños de las teterías y de otros negocios, para ver el espectáculo: un fulano tira objetos arrumbados en uno de esos remolques en los que los obreros apilan la tierra removida, los cascotes, los muebles que ya no sirven y los ladrillos rotos. Por fin saca un lavabo y lo parte contra el suelo, dejándolo caer tres o cuatro veces. Del lavabo roto extrae el grifo y se lo da, nadie sabe por qué, a la alcohólica tumbada en un jergón junto a uno de los bancos de la plaza. En el portal hay albañiles en mitad de un chaperón. Si sale uno afuera, en las aceras debe esquivar los muebles caídos, las grandes manchas de orina que cubren el suelo, los cagajones de los perros. Un coche mal aparcado provoca una cola de tres coches y sus dueños, frenéticos, aporrean el claxon. Se cruzan palabras airadas entre los que esperan y quien los ha hecho esperar con su vehículo. En la calle, tendido sobre la rejilla de calefacción del metro, un ser humano envuelto en una alfombra. Sólo se le ven los zapatos. Por tanto, no se sabe su sexo. Parece un cadáver recién empaquetado por la mafia. Nadie se detiene a comprobar si aún le late el corazón. Tú tampoco, ya que te has acostumbrado a que sea el lecho de los vagabundos, siempre tapados hasta la coronilla para que no les perturben la luz y el ruido. Jóvenes policías piden la documentación a los camellos. Un grupo de hombres comparte un cartón de vino y dos litronas. Dos negros cantan alguna canción tribal, que suena a africano, y mientras tanto danzan por la acera. Recuerdan a los bailes que se pegaban en el escenario los hermanos Jake y Elwood, o sea, The Blues Brothers.
En las noticias de la televisión, en la prensa, una palabra sobresale del resto: “Crispación”. Crispación política, crispación vecinal, crispación de famosos de medio pelo. Las tiendas están abiertas a la una de la tarde y también a las siete y media, lo cual es un lujo. En las calles no falta la gente, tampoco en los vagones del metro. Se notan las prisas, el ruido, el jolgorio, el ritmo desenfadado cuando se aproxima la noche. Al acostarse, uno concilia el sueño en seguida porque su sueño lo arropa el ruido nocturno, al que está habituado. Efectivamente, no hay duda: estamos en España.

La maleta de Barajas


jueves, marzo 22, 2007

Citas. 37



El poeta nació después de su muerte, porque fue después de su muerte cuando nació la estimación por el poeta.
Fernando Pessoa, Libro del desasosiego

Un vuelo

Sentado en el segundo avión que tomo ese día, justo detrás de mí se encuentra una mujer española que ha coincidido al lado de un mexicano. Las ciento noventa y pico plazas están ocupadas. Hemos salido con retraso, quizá por volar con una compañía española. La mujer, en cuanto toma asiento, se dedica a hablar a voces con el hombre. Le habla como si, por haber nacido en otro país, fuera sordo, de la misma manera que ciertas personas conversan con los extranjeros. Empieza una larga diatriba (dura una hora; la segunda hora la consagra a hablar de sí misma), en la que acomete todos los lugares comunes de España: que si en España esto, que si en España lo otro, que si las mujeres reivindican la igualdad, que si el trabajo, que si el paro, que si la pareja. Igual que leer una reseña sobre nuestro país, pero escrita por alguien que sólo conoce la tierra en la que ha nacido a través de las estadísticas, los porcentajes y las revistas de moda. Le habla, al pobre viajero que soporta esa interminable y aburrida y tópica cháchara, como si él no hubiera nacido en México, sino en Marte. Como si estuviera explicándole la vida en el planeta, tomando de la mano a un niño que nada sabe del mundo. En su monólogo todo resulta ofensivo: la suficiencia, los lugares comunes, las parrafadas sin pausa que sólo dejan intervenir al oyente con preguntas retóricas en voz baja.
Pero, más allá de eso, molesta la voz, el alto tono que llena el avión, la potencia que nos hace creer que estamos oyendo declamar a alguien en el teatro. Dos o tres pasajeros resoplan o miran hacia atrás con ira; resulta difícil dormir y también leer. Leo veinte veces la misma frase de una novela que tengo entre las manos. Recuerdo que me he dejado los tapones para los oídos en el neceser, y el neceser va en la maleta. Me tapo un oído con un dedo, pero una de las manos tiene que sujetar el libro. Cuando acaba de contar la Historia Contemporánea de España, se pone a hablar de su vida: dónde trabaja, por qué viaja, los lugares que conoce. Miro de reojo y veo al hombre. Parece paciente y estoico, habla en voz muy baja: él sabe que no hay por qué airear una biografía delante de ciento noventa personas. El avión, por cierto, incluye muchos pasajeros mexicanos y uruguayos y probablemente chilenos. Tal vez quince o veinte, y no dejan de hacerse bromas entre ellos al principio del viaje. Me hacen sonreír, oigo a los que van a mi lado, el pasillo entre ambos. Me contagian su buen humor, su alegría. Un mexicano, tras un chascarrillo, le dice al tipo que tengo delante de mí: “Hay que reírse, hombre”, y añade algo que expresa la idea de lo saludable que es el humor. Pienso en el compañero que va detrás, que no ha tenido tanta suerte y sufre la charla interminable de mi compatriota. Recuerdo escenas de películas: el referente es “Aterriza como puedas” y su secuela. En una escena el protagonista le cuenta su vida a una anciana, y le mete tal rollo que, en un gag muy famoso, cuando la cámara enfoca de nuevo a la mujer, ella se ha ahorcado para no seguir oyéndole. Vuelvo a sonreír.
Esta situación hace que sienta algo de vergüenza ajena. Sé que es un caso aislado, pero a mi sentimiento se unen dos circunstancias más: hemos salido con casi una hora de retraso, fieles al carácter español, y las azafatas sólo dan un refrigerio si uno lo paga. Un matrimonio fatigado le dice a un señor que han volado de Rótterdam a Bruselas, y de ahí a Madrid, y que en cuanto salgan del avión tendrán que coger el vuelo a Montevideo. Y, de momento, en el único avión donde les han cobrado el tentempié es en éste, el español. Afuera, el estruendo de la ciudad anuncia que piso tierra ibérica. Mi próxima parada, inexcusable, es Zamora, en Semana Santa.

Thomas el impostor, de Jean Cocteau


Un impostor siempre es una figura atractiva en la narrativa. Aún más, si el protagonista está levemente inspirado en el propio autor. Guillaume Thomas es un jovencísimo impostor, incapaz de distinguir entre la realidad y la ficción. Él mismo se cree sus mentiras, y a través de ellas logra deambular por un escenario de trincheras y heridos en la Francia de la Primera Guerra Mundial.
Cocteau escribió esta novela corta bajo el influjo de Stendhal. El punto más alto de su prosa llega cuando nos describe los pasajes bélicos, y baste de muestra este párrafo, que contiene todo el horror de la guerra: Era joven. Se había quedado sin manos. Alcanzaba con la lengua una cadenita que llevaba al cuello, y agarraba las medallas entre los dientes. Pedía, sin duda, un milagro: despertarse en su lecho, en Alemania, y verse con sus manos.

miércoles, marzo 21, 2007

Portadas exquisitas


Summerland, novela de Michael Chabon. Inédita en España.

La leyenda del indomable

La reciente muerte del director norteamericano Stuart Rosenberg me sirve para hablar hoy de su mejor película, “La leyenda del indomable”. Su título en inglés, “Cool Hand Luke”, parece que significa algo del estilo a “Mano Serena Luke”. A Lucas Jackson, alias Luke, le prestó el pellejo y la inolvidable interpretación el actor Paul Newman. Es el segundo Luke más célebre de la historia del cine; el primero, aunque apareció en pantalla unos diez años después, sería el jedi Luke Skywalker. Rosenberg cuenta en su filmografía con otros títulos, también interesantes: “Brubaker”, en la que Robert Redford en la piel de un director de prisiones se pasea por la cárcel haciendo creer al personal que es un presidiario; “Los indeseables”, con Newman y Lee Marvin; “Con el agua al cuello”, una del detective Harper, de nuevo con Newman; “El viaje de los malditos”, con uno de esos repartos que reúnen un montón de estrellas y viejas glorias; o “Terror en Amityville”, una película denostada por los críticos, pero que me causó docenas de pesadillas en la infancia y que, a pesar de los varapalos, ha sido parodiada e incluso tuvo su remake hace unos años.
¿Es posible que exista alguien que se resista al poder de atracción de Luke, ese hombre tan difícil de doblegar, con una soberbia interpretación de Paul Newman? Lo dudo. Una vez que caes bajo el hechizo de “La leyenda del indomable”, ya no te recuperas. Debes verla una y otra vez, o recordar sus escenas más celebradas. Y a mí me costó años conseguir verla. De crío la pillé ya empezada en televisión. Hace unos cuantos años, mientras pasaba unos días en casa de mis primos, en Madrid, descubrí que la pasaban en Canal Plus. Les pedí que, por favor, me la grabaran, pues siempre la programaban en horarios intempestivos. Era el penúltimo pase. Al día siguiente me senté a verla, relamiéndome. Pero la película era más larga de lo que creíamos y la cinta de vídeo se terminó antes de acabar el metraje. Con el último pase también tuve mala suerte: algo impidió la grabación, quizá un desajuste en el programador del vídeo. Más adelante logré verla entera, no sé si en un pase televisivo o a través del préstamo de la biblioteca, y después la busqué en dvd. No la habían editado. En diciembre del año pasado apareció por fin en una edición sin extras, pero entre unas cosas y otras me pilló mal de dinero, y luego se sucedieron las navidades y los viajes. Fui aplazándolo, y es posible que la compre antes de Semana Santa. Ciertas películas, ciertos libros, suelen ser escurridizos.
Nadie que la haya visto puede olvidar la paliza que recibe Luke a manos de su corpulento compañero de prisión, a quien daba vida un eficaz George Kennedy, antes de ser contratado como secundario de lujo en aeropuertos, terremotos y otras variantes del cine de catástrofes. El protagonista, obstinado, reacio a ser vencido, se pone una y otra vez en pie, entre el polvo, la sangre y la suciedad. Tampoco podrá olvidar la ración de huevos cocidos que Jackson se mete entre pecho y espalda por una apuesta. Ni sus negativas a doblegarse una y otra vez ante los vigilantes de la prisión en la que cumple condena a trabajos forzados. Ni las normas del celador. Ni las famosas frases de los reos: “Voy a beber agua, jefe”, “Voy a fumar, jefe”, “Voy a secarme el sudor, jefe”. Ni la banda sonora del maestro Lalo Schifrin. “La leyenda del indomable” nos apasiona porque es el retrato de un rebelde con causa, de alguien que se niega a arrodillarse, de un tipo salvaje que lucha contra el sistema, de un pájaro que luchará con todas sus fuerzas para salir de la jaula, de un inconformista.

martes, marzo 20, 2007

Middlesex, de Jeffrey Eugenides


Eugenides nos asombró a muchos lectores con su primera novela, Las vírgenes suicidas. No le va a la zaga su segundo libro, este ambicioso Middlesex, que cuenta la historia de un hermafrodita, Calíope Stephanides, de origen griego, pero nacido en Estados Unidos. El aspecto más interesante es que el narrador (el propio Cal) desvela primero la historia de sus antepasados: sus padres, sus tíos y sus abuelos, que ocultan un secreto que queda atrás, en la región que atacan los turcos, Esmirna. Como hábil narrador de una saga familiar, Eugenides emplea la tragicomedia, y así el humor suaviza los pasajes más duros y la crudeza vuelve más creíble los pasajes más inverosímiles. Me atrevería a decir que estamos ante una obra maestra, inspirada en los clásicos griegos, con alusiones a Buñuel y a Europa que convierten a este escritor en, quizá, el más europeo de los narradores americanos.
Middlesex se disfruta de principio a fin, y resulta difícil soltar el libro, poblado de personajes e historias interesantes: dos hermanos que se enamoran entre ellos, el ataque de los turcos, la huida en barco, el modo de prosperar en Detroit, los disturbios raciales, el primer amor, el doble problema de ser una adolescente que se está convirtiendo en un chico sin que nadie lo sepa, una abuela que predice el sexo del no nato colocando una cuchara sobre el vientre...
Acaso la única pega sea la fijación obsesiva de Eugenides por el detalle. Todo es nombrado. Si habla de un personaje, detalla su ropa, nombra las marcas de los zapatos, de la camisa y de la marca de tabaco que fuma, no olvida ninguno de los elementos del escenario que lo rodea, recuerda la Historia de una ciudad o de un personaje real, especifica tanto que apenas queda nada que pueda imaginar el lector. Ahí reside su mayor talento y quizá su flaqueza, al mismo tiempo. Algunos lectores quizá se cansen de esa obsesión por abarcarlo todo. Yo estoy deseando que escriba su tercera novela. Porque sus dos únicos libros me parecen inolvidables.
[Nota: olvidé, injustamente, mencionar a su traductor, Benito Gómez Ibáñez, quien ha traducido a Carver, Auster, McEwan, Capote, entre otros. Y hay que reconocer que ha hecho con Eugenides una labor de titán; una traducción impecable]

Fallece Stuart Rosenberg



Dirigió este par de maravillas, entre otras películas. Sólo por estos dos títulos merece un homenaje. Noticia: aquí.

Más fotos








Las últimas pinceladas (y 2)

Nos recomendaron subir al barco que sigue la ruta de los canales de la ciudad. Hicimos caso del consejo un sábado, después de comer. Dicho barco parte del Embarcadero del Palacio Rohan, y el trayecto dura alrededor de una hora. Dentro, junto a los asientos de plástico para los pasajeros, incorporan unos cascos individuales y un panel de mandos para que cada uno ajuste el volumen y escoja su idioma. Los idiomas disponibles son: francés, alsaciano, alemán, inglés, italiano, español, neerlandés, chino y ruso. Mientras el barco navega despacio por las aguas del Ill, siguiendo el camino que rodea el centro de la ciudad, una voz relamida va relatando capítulos de la historia de los habitantes, los monumentos, las plazas y los edificios. No faltó el rosario de salvajes episodios en los que torturaban, despedazaban y ejecutaban a los reos condenados a muerte; algo que, aparte de su condición escabrosa, amenizaba el viaje. Desde el interior del barco pueden verse lugares e inmuebles emblemáticos que, quizá, de otro modo no hubiéramos visto: las fortificaciones medievales, la Gran Esclusa, las iglesias de San Juan, San Pablo, San Pedro el Joven, el Palacio del Rin, el Parlamento Europeo, el Palacio de Europa o el Palacio de los Derechos del Hombre, así como la fachada del edificio del canal cultural de televisión, Arte, y los Puentes Cubiertos, cuyo interior atestado de efigies arrumbadas habíamos recorrido en el primer fin de semana. Los barcos salen cada media hora y suelen ir atestados de gente. Por supuesto, oí a un par de personas hablando en español. El caso del tipo que se me sentó a la izquierda me pareció notable: leía el panfleto que dan en las taquillas del Embarcadero en español, pero escuchaba la grabación en otro idioma.
En mis días en Estrasburgo me fijé también en los mendigos y vagabundos. Tres o cuatro de ellos, pertrechados de gorros, mascotas y botellas de vino, se apostaban a diario justo al lado del McDonald’s de la Place Kléber. No vi tantos como en Madrid, ni tenían el aspecto tan mugriento de nuestra capital. Pensé que acaso fuese debido a que sus suelos y sus parques no están tan sucios como los nuestros. De hecho, por las calles encontré muy pocos. La mayoría, descubrí luego, estaban acampados en el barrio de las chabolas que hay cerca de la estación de trenes, junto a las vías del ferrocarril. Cada chabola, confeccionada con maderas, chapas y cartones, contaba con su propio huerto: una parcelita de terreno mínimo donde cultivaban sus verduras y sus legumbres, para no morirse de hambre ni consagrarse sólo a la calderilla de la caridad pública. El panorama, visto desde la ventana del tren, era desolador. Y me alegré de verlo. Porque es la huella que nos revela que incluso las ciudades más prósperas y pacíficas contienen su alto porcentaje de infelices y desheredados. Conviene no olvidarlo.
Recomiendo la visita a la ciudad. Pero tres o cuatro días bastan para visitarlo todo y probar lo esencial. He procurado cumplir con lo que un viajero debe hacer en territorio extraño: beber su vino y comer su comida, patearse las calles, frecuentar los bares, atisbar los monumentos emblemáticos, olfatear el aroma de la juerga nocturna, apegarse a alguna de las costumbres, visitar sus museos y sus librerías en la medida de lo posible, observar a los ciudadanos. He intentado, además, contar mis experiencias y mis caminatas con fidelidad y rectitud, arriesgándome a provocar el cansancio del lector, que podría saltarse estas líneas y pasar página cada día que lo he torturado: a su paciencia se deben estas breves crónicas viajeras y quien las dispuso.

lunes, marzo 19, 2007

Laie: novedades


Laie es una librería on line de Barcelona en cuya web suelo entrar para echar un vistazo a las novedades. Tiene una ventaja: incluyen fichas de libros que aún no han salido a la venta, y así se entera uno de lo que vendrá. Ayer me llevé una alegría porque anuncian los siguientes títulos (se pueden ver entrando en Materias, y luego pinchando en cada una de estas: los libros aparecen por orden de publicación):
  • Cuentos, de Ernest Hemingway (Publica Lumen, con prólogo de Gabriel García Márquez. Después de varios años buscando recopilaciones de relatos de Hemingway, conseguí una hace poco en una librería de viejo. Esta nueva edición era necesaria desde hacía años, y también la compraré, ya que tiene 200 páginas más que la mía y, supongo, tendrá nueva traducción y más cuentos).
  • La historia de Lisey, de Stephen King (Publica Plaza & Ajnés. Dicen que esta novela supera a la anterior, la ñoña y fallida Cell, y espero que así sea).
  • Goodbye, Columbus, de Philip Roth (Publica Seix Barral. No necesita presentación: sólo decir que, entre esta editorial y Mondadori, estamos recuperando la obra de Roth. Creo que este año, además, habrá nueva traducción de El lamento de Portnoy).
  • Hablemos de langostas, de David Foster Wallace (Publica Mondadori. Se trata de la nueva colección de ensayos y reportajes del autor, en la línea de su celebrada e imprescindible Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer. F.W. vuelve a las andadas: analiza el atentado de las Torres Gemelas y el Festival del Bogavante de Maine y la industria del porno a través de unos premios, entre otros muchos análisis, críticas literarias y biografías de personajes curiosos. Se me hace la boca agua).

Estrasburgo en fotos













Las últimas pinceladas (1)

Aún quedan varias anécdotas que contar pero, coincidiendo con mi regreso a España (ansiado: como en casa no se está en ningún sitio), prefiero resumirlas en un par de artículos para no fatigar al lector. Hace unos días conté que no encontraba el monumento a Goethe, a pesar de haberlo buscado con ayuda de un plano. Dice Julio Llamazares en uno de sus libros, y cito de memoria, dado que al escribir estas líneas, aún en el hotel, no tengo a mano mis papeles y mis documentos, y por tanto es posible que el recuerdo deforme la cita: “El viajero, cuando no sabe qué hacer, deja que se lo diga el destino”. En otras palabras: que a veces aprovecha más prescindir de los mapas y echarse a andar, con la esperanza de que el azar y el vagabundeo nos conduzcan a lugares inesperados o en los que anide la sorpresa. Por eso, una tarde, deambulando por ahí, en Estrasburgo, para ver de cerca la fachada de un viejo templo, topamos sin proponérnoslo con Goethe, delante del Palacio de la Universidad. Su reproducción sujeta un bastón en la mano derecha, tiene un pie adelantado con respecto al cuerpo y el brazo izquierdo reposa detrás de la espalda. Su actitud es noble y pedí que me hicieran una fotografía junto al monumento. Di, también, con otras tiendas de cómics y librerías, de animados y coloristas escaparates.
En el restaurante Le Gruber, en la Rue du Maroquin, a un paso de la bellísima catedral, comí una ensalada tradicional que incluía tiras de queso y de cebolla y que mi paladar agradeció sobremanera. Dentro de ese local probamos el chucrut. Creo que algunos ingredientes secundarios varían, dependiendo del cocinero y del restaurante. El enorme plato de chucrut se parece a un cocido sin la sopa ni los garbanzos de turno. El que yo degusté, en Le Gruber, estaba compuesto de col desmenuzada, salchichas, patatas, morcilla, panceta, lacón y paté. En las tiendas de especialidades alsacianas lo venden ya preparado y metido en tarros de cristal, pero supongo que no es lo mismo: además, el aspecto exterior, con la col y las salchichas apretujadas contra las paredes del bote, lo asemejan a esos fetos de animales que conservan los brujos de las películas. Comí también unas tajadas de pan con foie-gras. En otra bandeja nos pusieron lonchas de pan de aceitunas: suena raro, pero estaba rico, como si uno untara la miga en la salmuera de un plato de olivas. En otro restaurante, a la orilla del Ill, cerca de un plátano milenario, probamos las célebres “tartes flambées”, que anuncian en el menú de la entrada de todos los establecimientos de comida típica. Estas tartas flameadas, de origen campesino, son un sucedáneo de la pizza, elaborado con una masa muy fina y servido en una plancha de madera; los ingredientes, al igual que la pizza, son variados y cada restaurante tiene sus recetas. No olvido un postre de chocolate parecido al mouse, pero más espeso y suculento. Cualquier bollo, tarta o pastel que incluya chocolate, por estos lares, casi hace que a uno se le salten las lágrimas con cada bocado. Demasiado exquisito para ser cierto. Estas comidas de fin de semana me vinieron bien para contrarrestar los frugales sándwiches que comía, por mi cuenta, en el hotel.
Una mañana de domingo fuimos hasta el edificio que alberga la Ópera de Estrasburgo, en la Place Broglie. Junto al teatro habían colocado una reproducción del Caballo de Troya, de alrededor de unos seis metros de altura y construido con madera. Un fuerte y agradable olor a madera me inundó las fosas nasales cuando me aproximé a verlo de cerca. Un sol generoso abrasaba las aceras, y se notaba en las calles ese sosiego dominical que inflama el ánimo.

domingo, marzo 18, 2007

Paris, je t'aime


Gran mosaico de breves historias con estupendos directores de diversas nacionalidades (Walter Salles, Tom Tykwer, Alfonso Cuarón, Vincenzo Natali, Coen Brothers, Isabel Coixet, Gus Van Sant, Alexander Payne...) y un reparto a la altura (Nick Nolte, Fanny Ardant, Bob Hoskins, Rufus Sewell, Natalie Portman, Elijah Wood, Sergio Castellitto, Miranda Richardson, Gérard Depardieu, Leonor Watling, Ben Gazzara, Gena Rowlands, Willem Dafoe, Juliette Binoche...), que demuestran el amor a una ciudad a través de los encuentros y desencuentros de sus personajes. Webs: española y alemana.

Molsheim en fotos