viernes, octubre 20, 2006

Las pesadillas (La Opinión)

En la infancia, cuando a mitad de noche las pesadillas nos estrangulaban con su universo de horrores y malos tragos, había un recurso ideal para combatirlas: uno abría los ojos, trataba de sacudirse el sopor como quien se desprende de un caramelo que se le pega en la mano, encendía la luz, se incorporaba de la cama e iba al cuarto de sus padres. Los despertaba, antes de encender la bombilla del techo. Procedía a explicarles que era incapaz de conciliar otra vez el sueño y que tenía miedo. Los padres, dispuestos a afrontarlo, calmaban a uno, o, si era aún muy pequeño, le permitían dormir con ellos. Para el niño, para nosotros en nuestras respectivas infancias, era la solución: en compañía de los adultos, los temores disminuían; creía uno que ellos iban a protegernos de los monstruos reales y de los monstruos oníricos.
Cuando uno es adulto, las cosas cambian. Tras la pesadilla, se despierta sobresaltado, probablemente ni siquiera enciende la luz, acaso se levanta a oscuras y en pijama, va hasta la cocina y bebe agua para calmarse y procurar que el cuerpo y los sentidos se acomoden a la realidad y a la vigilia, y luego, cuando ha logrado distinguir las fronteras entre ambos mundos, y cuando ha comprobado que, mientras dormía, los ladrones no se han colado en la casa (éste es uno de los miedos contemporáneos que nos han inculcado), regresa al dormitorio. No habla con nadie, porque con el tiempo ha aprendido que el sueño es una cosa sagrada, y más aún el sueño de los trabajadores; se traga los sudores de la pesadilla y regresa a la almohada. No hay progenitores que le echen una mano y le digan que sólo era un mal sueño. Y, aunque los hubiera, aunque uno viviese con ellos bajo el mismo techo, no es de recibo despertarlos con veinte o treinta años para informarles acerca de lo mal que nos va entre las sábanas por culpa del monstruo de turno que nos acecha. Nos dirían: “Hijo, que ya eres mayorcito”. Uno vuelve, entonces, a la cama, convencido de que la única solución es despertarse antes de que lo engullan las criaturas de nuestro inconsciente.
No sé mucho acerca de la interpretación de los sueños. Corrijo: no sé nada, que yo recuerde. Lo único que sé es que mis pesadillas tienen su origen en la realidad y también en todas las ficciones que absorbo. Años atrás tuve que dejar de oír el programa radiofónico de madrugada “Espacio en blanco” porque, al apagar la luz, mis sueños se llenaban de fantasmas, muertos, vampiros y asesinos. Un amigo mío me ha contado que, en las últimas semanas, cuando se despereza, anota los pormenores de lo soñado en una libreta de su mesilla. Es su manera de no olvidar. A mí no me hace falta, suelo recordarlo. En cuanto leo alguna historia tenebrosa, o veo una película repleta de monstruos y atrocidades, o me ocurre alguna situación desagradable, entro en el círculo de las pesadillas. Hace un mes iba a tomarme el té matutino cuando se me cayó un trozo de muela. Unos días después, otro pedazo. Ambos eran minúsculos, pero desde entonces me acometen las pesadillas en las que sangro y escupo dientes, muelas, huesecillos y hasta objetos que una boca no puede albergar. La serie televisiva “Masters of Horrors” contiene un episodio muy desagradable, en el que torturan a una mujer japonesa clavándole alfileres entre las uñas y en las encías. Unas noches después, soñé que me habían clavado una aguja en una encía, para evitar que se me desprendieran esos dientes y muelas; y escupía de todo. Sueño con zombies, bichejos, persecuciones y maníacos. Y no dejo de preguntarme: si yo, que me cuesta matar una mosca, afronto estas pesadillas, ¿cómo dormirán los terroristas y los dictadores?