domingo, agosto 27, 2006

La naturaleza engancha (La Opinión)

Hay quien es adicto a las drogas, o al tabaco, o al café, o al alcohol, o al juego, o a las sectas, pero también existen, creo yo, adicciones que no intoxican a quien es esclavo de ellas, como la adicción al deporte o a la lectura o al teatro o al cine, por citar sólo algunas. Hace poco, en Sanabria, recordé que una de las más fuertes es la adicción a la naturaleza. Lo había descubierto unos años atrás, pero no lo recordaba. Y ese olvido, me temo, es imperdonable. Años atrás, ya digo, y lo conté en un par de artículos: me llevaron al monte, a escuchar la berrea, y tuve la fortuna (casi un milagro) de ver ciervos, jabalíes y un lobo solitario y enigmático. La descarga de adrenalina que tuve aquella noche, oyendo los duelos posteriores a la berrea, discerniendo a los animales en la oscuridad, creo que no he vuelto a sentirla jamás. Alguien me dijo, esa misma noche, que por esa razón prefería las caminatas por los bosques y la caza antes que trasnochar yendo de bares. Es otra manera de ver la vida y es una manera muy acertada. Quienes han estado en comunión con la naturaleza, sospecho, pueden quedar enganchados para siempre. Es cierto.
Lo recordé en la sanabresa Laguna de Peces. Mientras mis amigos hacían volar una cometa me di una vuelta por el campo. Caminé unos metros entre las jaras. Al fondo del paisaje que miraba, en la ladera, mis ojos localizaron un rebaño de ovejas. Estaban muy lejos y supe que eran ovejas por su desplazamiento. Al principio sólo me parecieron puntos blancos e inmóviles, como si una mano enorme hubiera espolvoreado bolas de algodón por el valle verde. Se oía ladrar a algún perro, el perro guardián. Un poco más abajo localicé la cabaña del pastor. Una cabaña solitaria. Supuse que la vida en su interior supondría veranos espléndidos e inviernos terribles y angustiosos. Traté de imaginar la vida del pastor. ¿Viviría solo o con alguna mujer? En el primer caso, ¿mataría su soledad conversando con sus animales? ¿Hasta qué punto echaría de menos las ciudades o los pueblos? ¿Cómo era aquella vida, lejos de todo, lejos del mundo y de los hombres y sus odios? Sentí deseos de caminar hasta allí y preguntarle, de satisfacer mi curiosidad. Sin embargo, hacía frío y habíamos subido en bañador y chanclas, y no faltaba mucho para que anocheciera. El rebaño iba desplazándose hacia la izquierda del paisaje. Se respiraba serenidad. Y recordé, antes de meternos en los coches y alejarnos, que algunas personas están enganchadas a la naturaleza. Esa sería, supongo, una de las razones del pastor. Su modo de vida, sí, pero también su apego a la naturaleza, allí, a más de mil ochocientos metros de altura, sin otra cosa que el monte, la lluvia, el viento, sus mascotas y, a lo lejos, el incordio visual de los turistas.
La naturaleza engancha de un modo terrible. Supone, las más de las veces, un subidón. Claro que la naturaleza no está hecha para los tipos como yo, que necesitamos las librerías, los cines, los bares, las bibliotecas, los supermercados. Cuando uno ha estado paseando por los bosques y viviendo unos días a la sombra del sosiego, luego le cuesta irse. Cuesta desprenderse de aquello, resulta difícil alejarse. Cuando uno regresa a la ciudad, y a pesar de que la ciudad es el entorno donde ha crecido y donde necesita vivir, empieza a sentir el mono. El mono de volver atrás y meterse en el río hasta la cintura y de sentir el aire puro en el pelo. Sé que no descubro nada nuevo. Esto ya lo hizo Henry David Thoreau: el cuatro de julio de mil ochocientos cuarenta y cinco se fue a vivir a una cabaña en los bosques, cerca del Lago Walden, para meditar y vivir en carne propia los hechizos de la naturaleza.