domingo, julio 23, 2006

Los viejos trucajes (La Opinión)

Semanas atrás estuve viendo en mi ordenador “Las Crónicas de Harryhausen”, documental televisivo de sesenta minutos de duración que ignoro si llegó a estrenarse alguna vez en alguna cadena española. Data del noventa y ocho. La mención a Ray Harryhausen me sirve para el tema que hoy quiero tratar: los efectos especiales. Pero antes, debemos aclarar quién es (tiene ochenta y seis años y aún vive), porque no dudo que a muchos lectores no les sonará de nada el nombre, sobre todo si son menores de treinta años. Ray Harryhausen, digámoslo ya, es un mago, un maestro, un creador de criaturas sobrenaturales y mitológicas, un forjador de sueños, un artesano de las ilusiones infantiles. Él es el hombre que hizo las animaciones de tantas películas de serie B con cuyas reposiciones muchos alimentamos nuestra infancia: “Hace un millón de años”, “Furia de titanes”, “Simbad y la princesa”, “El viaje fantástico de Simbad”, “Simbad y el ojo del tigre”, “Jasón y los Argonautas” (que vi en Benidorm, hace siglos), entre otras. Su técnica, la stop-motion, consistente en filmar los movimientos de los muñecos fotograma a fotograma, fue homenajeada por Tim Burton en “Pesadilla antes de Navidad” y “La novia cadáver” (si se fijan bien en ésta última, el piano que toca el protagonista tiene inscrito en la madera el apellido Harryhausen). Si han disfrutado de estos filmes recordarán esqueletos manejando espadas y escudos, cíclopes, centauros, cangrejos y escorpiones gigantes, trogloditas, dinosaurios, y especialmente a Talos el hombre de bronce y a esa Medusa de rostro terrorífico.
Quizá a las nuevas generaciones estas técnicas se les antojen meras antiguallas, a las que se les nota el truco porque las figuras se mueven como a trompicones. Pero confieso que prefiero los viejos efectos especiales antes que todo el ordenador que le están metiendo a las películas, y que lo desvirtúa y deshumaniza todo. Salvo, eso sí, que los efectos digitales estén al servicio de la trama y de los personajes (como los competentes trabajos de Spielberg y Peter Jackson) y no al revés. Hombres colgados de cables, héroes luchando contra leones que estaban dentro de una pantalla, muñecos a los que se les veían las costuras y las cremalleras, trucos por doquier: pero aquello se lo creía uno. Coppola lo sabía y por eso, en su genial revisión de “Drácula”, prefirió utilizar murciélagos de goma, maquetas, sobreimpresiones, relámpagos de traca. Tomemos el caso de “La guerra de las galaxias”: los recientes primeros episodios, a pesar de la tecnología empleada, resultan menos creíbles, más fríos, tan digitales que se ve el ordenador pero apenas el alma de los personajes; me gustan esas tres películas, sí, pero menos que las antiguas. Tomemos de ejemplo al nuevo Superman. Aparte de que esta especie de secuela, que plagia casi por completo el clásico de los setenta, me ha decepcionado, hay que señalar el tema de sus efectos especiales: son tan perfectos, tan digitales, que uno no se los cree. Es decir: prefiero ver a un hombre colgado de un cable y con una pantalla detrás que un dibujo informático volando por un cielo digital. En el primer caso observo a un hombre de carne y hueso pero, en el segundo, a un conjunto de programas. Siempre es más conveniente y creíble que el peso de la trama recaiga en el guión y en los personajes que en el ordenador y las explosiones.
Todo esto no significa, por supuesto, que reniegue de los modernos efectos. Si no, sería uno de esos tipos que nos amargan el día con discursos retrógrados. Y por fortuna no lo soy. Mi única intención es señalar el daño que está causando el empleo abusivo del ordenador en el cine. Donde esté Harryhausen…