sábado, marzo 11, 2006

El cronista de los suburbios (La Opinión)

Sabía que iban a publicar, a principios de año, los cuentos completos de John Cheever. La otra tarde estudiaba, un poco aburrido, las mesas de novedades de una librería cuando los vi, como oasis en un desierto de morralla y frivolidades: dos tomos flamantes, nobles y voluminosos, suaves al tacto, dotados de cubiertas con una blancura envidiable (la blancura que todos quisiéramos tener en nuestros dientes, en nuestros corazones y en las portadas de nuestros libros). "Relatos", se titulan ambos. En la portada del primero hay un dibujo de una jaula abierta con un pájaro dentro; un pájaro amarillo. En la portada del segundo hay un dibujo de una maleta surtida de pegatinas y sellos; una maleta naranja. En el fondo ha sido una faena que los publicaran en dos partes: significa que uno se gasta el doble de dinero. Pero merece la pena, es una satisfacción para nosotros, los lectores de Cheever.
Según cuenta Rodrigo Fresán, quien se ocupa de las ediciones de su obra en Emecé, en el setenta y ocho se publicó "The Stories of John Cheever". Aquello supuso el paso a la gloria para su autor: a sus pies se rindió la crítica y el público. Tenía la portada en diversos tonos de rojo, con la sombra de una C mayúscula tras el título. Y un prólogo de su cosecha, incluido en la versión española. Lo llamaban "El Gran Libro Rojo", apunta Fresán. Si no he contado mal hay sesenta y un cuentos. He leído muchos de ellos, y son auténticas maravillas. No ahora, que acabo de adquirir los ejemplares, sino en otras ediciones. Mi primer contacto con la prosa de Cheever fue en alguna librería de viejo, o en una feria del libro de ocasión. Cogí los relatos de "El nadador" y la novela "En la cárcel de Falconer" (reeditado hoy como "Falconer"). Eran ediciones distintas y baratas. Libros olvidados, reliquias que hedían a papel viejo. Me gustó el primero, pero no tanto el segundo. Sé que es pecado y lo admito: prefiero el Cheever de los cuentos; el de las novelas me interesa menos. Meses atrás leí "Esto parece el paraíso", que, aunque contiene párrafos admirables, me supo a poco. Fresán también nos dio hace años la antología de historias cortas titulada "La geometría del amor". La edición era impecable, con una fotografía del escritor en portada, una imagen en blanco y negro en la que aparece Cheever con cara de pájaro de ojos cansados y luchadores, junto a las vías del ferrocarril. La traducción de esos dieciocho cuentos es distinta a la de "Relatos". Aún no sé cuál de las dos resulta más acertada.
En mi biblioteca no faltan sus "Diarios". Todavía no los he leído, aunque a veces abro el libro al azar y ojeo reflexiones. Me ocurre con mis escritores favoritos: aplazo siempre alguna obra para que en el futuro exista el placer de la lectura del último de los textos que desconozco. Tendrán que rodar una película sobre su vida para que el público compre sus cuentos. Fue un analista feroz de los suburbios, y su personalidad no escatimaba en complejidades: bisexual, alcohólico, amargado, depresivo, mezquino, solitario. La suya era una personalidad atormentada, y así sucede con los grandes artistas (no veo síntomas de tormento en las letras de Gala o la Etxebarría, por citar ejemplos). Suele arrancar con principios simples y luminosos: "Esto lo escribo en otra casa de campo a orillas del mar, sobre la costa. La ginebra y el whisky han marcado anillos en la mesa frente a la cual me siento. Hay poca luz". La lectura de sus cuentos induce a la ebriedad literaria. El los escribió con el vaso de whisky a mano y nosotros nos dejamos llevar, mecidos en la balsa de su prosa. Como su famoso nadador, en esa travesía de piscinas que tiene regusto onírico y metafórico.