miércoles, noviembre 16, 2005

Miau (La Opinión)

Antes de escribir unas líneas estuve mirando la lluvia, al otro lado de la ventana. Y entonces reparé en que una de las vecinas del piso de enfrente, una anciana que sale de vez en cuando a otear la calle y a supervisar las plantas de su balcón, posee un gato. Es un gato siamés enorme, bien alimentado, con cara de bueno y de noble. Me trae recuerdos gratos: el primer felino que tuve (perdón: me tuvo él a mí, como demuestran en un anuncio de la televisión) era un siamés delgado y con la cola rota por tres sitios, flexionada siempre en forma de L invertida. Cada vez que me asomo a la ventana o al balcón, y veo un gato, me animo mucho. Cuando la mascota de la anciana aparece, se dedica a olisquear las plantas y el aire.
Semanas atrás, unos metros antes de llegar al portal de casa, un felino blanco y negro paseaba flemático por la calle. Iba despreocupado. Dos o tres días después entré en una copistería. Mientras esperaba a que me atendieran hice lo que suele hacerse en esos casos: escudriñar, por aburrimiento, el tablón de anuncios, donde se ensamblan mensajes en botellas rotas, alquileres de pisos, demandas y ofertas de trabajo y cosas así. Entonces descubrí uno de esos carteles de mascotas desaparecidas. La foto mostraba a una gataza blanca y negra. Dejaban un número de teléfono, y lo apunté en mi móvil. Le asigné de nombre el título del cartel: “Gata perdida”. A su dueña se le había extraviado en el barrio. Y el animal que yo había visto era igual. Se había perdido hacía, más o menos, un mes; con lo cual todo concuerda, me dije: en un mes un gato casero huido, si sobrevive, se vuelve cachazudo y callejero. Pero no volví a encontrármelo y es una pena. Les hubiera dado una alegría: a la gata y a la chica.
El escritor necesita un gato que supervise su trabajo. El mío lo dejé en Zamora, para que no sufriera los inconvenientes del traslado y los cambios de domicilio y de ambiente. Les cuesta adaptarse, aunque al final lo hagan. Cuando regreso a la ciudad el felino se me arrima, me lo pongo de bufanda o se me pone él, alojado en la nuca y en los hombros, con sus uñas de león dominando el paisaje, o sea, yo. El segundo día, más o menos después de comer, me propina algún arañazo. Yo lo entiendo: es su forma de comunicarme que los gatos no se casan con nadie; que me quiere, pero sin mariconadas. Y a mí eso me gusta: es un sentimiento que podemos entender los hombres, pues así las gastamos. En la obra “Defendiendo al cavernícola” lo dicen: los amigos se comprenden en otro lenguaje, entre la comprensión granuja y el insulto gracioso. El tercer día, preparando el equipaje, me mira como diciendo oye, tú, eres un maldito perro, apareces y desapareces cuando te viene en gana. Me hace sentir culpable. Alguna gente quizá no entienda esto que digo, lo de escribir con gato al lado. Es muy sencillo. Tú estás ahí, concentrado, metido en lo tuyo, haciendo malabarismos con palabras que a menudo se caen y se estrellan. El felino aparece. Se sube a las piernas. Se acurruca y dormita. Ronronea. El ronroneo, la compañía cómplice y casi silenciosa, el calor del animal, su bienestar, su golfería de gato arisco, buscavidas y salvaje, facilitan el trabajo. A veces prefiere jugar: se sienta encima del teclado y con su cola y su culo escuálido escribe palabras incomprensibles, o sea, el idioma de lo absurdo. O se interpone entre tú y la pantalla, reclamando atenciones. Y suelta un miau. Más difícil es escribir con bolígrafo: los movimientos de parkingson de la escritura lo vuelven loco, y su juego consiste en atrapar los dedos y morder la herramienta. También supone un respiro y un descanso. Uno ha escrito mucho con perros y gatos dormidos en sus piernas.