miércoles, noviembre 30, 2005

En el Café Gijón (La Opinión)

Después de años de leer maravillas sobre el Café Gijón por fin tengo una excusa para visitarlo. Un conocido nos envía un correo electrónico, en el que cuenta que un grupo de tertulianos habituales le ha invitado a recitar sus poemas. Yo había pasado por la acera del emblemático local en un par de ocasiones, y visto, a través de sus cristales, a algún maduro actor sentado en un rincón. Así que aprovecho la ocasión y acudo con un amigo, para escuchar la lectura y empaparnos del lugar.
Nos acodamos en la barra, que es demasiado alta, y en la que los bajitos deben de tenerlo crudo para que les vean los camareros. Pido una tónica y luego una caña y, como suele ocurrir en los establecimientos de la ciudad, lo acompañan con algo de picar. En este caso unas banderillas, y después unas gambas. A uno de los veladores está sentado un actor entrañable y clásico, Manuel Alexandre, bigote blanco y sonrisa de buena persona. Hay pequeños grupos alrededor de cada mesa. Me fijo en el puesto de tabaco, junto a la entrada, y en la placa que los asiduos al local le regalaron (exquisito gesto, por otra parte) al cerillero legendario. En la placa pone: “Aquí vendió tabaco y vio pasar la vida Alfonso, cerillero y anarquista. Sus amigos del Café Gijón”. Bebemos unos tragos y miramos alrededor. Suponemos, ya que había un recital, que en breve aparecerá algún grupo ruidoso de poetas y de mirones, y que pondrán un atrio o una mesa más alta, para que todos escuchen. Transcurre una media hora y no hay asomo de recital. Ni una sola voz se eleva por encima de las demás. Entonces me fijo en un par de mesas al fondo, en un rincón. Siete u ocho mujeres y algún hombre están sentados junto al poeta que me envió el correo electrónico. Caemos en la cuenta. Todo depende de cómo se anuncien los eventos. Y esto no tiene nada de evento: se trata de un grupo de amigos que se han juntado para que uno de ellos lea poemas. No es nada público, sólo un acto tan íntimo, tan en petit comité, que nos da apuro acercarnos hasta allí. De manera que seguimos a lo nuestro, codo en barra y bebida en mano.
El Café Gijón es lugar bello, elegante y fino. Por aquí han pasado tantas viejas glorias que lo han convertido, con sus tertulias y conspiraciones, en un santuario para actores y literatos. Pero esas historias es mejor que las cuente algún abuelo cebolleta. Debo decir, aun a riesgo de que me caigan collejas, que una vez visto y frecuentado el café… me embargó un liviano poso de decepción. Si lo despojamos de las leyendas y de los famosos se queda como uno de esos establecimientos para la gente que peina canas, muy elegantes y muy finos, pero aburridos. Los tiempos cambian. Y había oído decir por ahí que el Café Gijón ya no es lo que era. Uno, por otra parte, confiesa que prefiere otro tipo de locales (rozando la categoría de tugurio, si puede ser): garitos más canallas, con menos luz, con camareros que tengan menos de ochenta años, con gente joven en las esquinas, con más humo en el ambiente. Esperaba magia y me encontré una especie de Castillo del Jubilado. Tal vez dentro de un par de décadas me entusiasme el sitio. Pero ahora no es el momento. He estado a punto de buscar en mi biblioteca unas cuantas citas de los maestros que escribieron acerca del Café Gijón, pero me ha entrado la apatía. El hecho de que a otros les haya maravillado no significa que deba doblar el espinazo ante los mismos recodos. No sé, quizá elegí mal día: lunes, ocho de la tarde. Es posible que tenga que volver en ocasión más venturosa, y entonces sienta el aroma de las leyendas y de la literatura flotando en el ambiente. Pero no sería erróneo sospechar que se le ha pasado el arroz al lugar.