viernes, septiembre 30, 2005

Recomendación: Hablando con el ángel



El escritor Nick Hornby (autor, entre otros, de los libros Alta Fidelidad, Un buen padre y 31 Canciones) preparó un proyecto literario cuyo fin era recaudar fondos para una escuela de niños autistas en Gran Bretaña, Tree House. Para este propósito reunió los cuentos inéditos de un puñado de narradores ingleses y americanos. Así nació Hablando con el ángel.

Melissa Bank, Roddy Doyle, Dave Eggers, Helen Fielding, Colin Firth, Robert Harris, Patrick Marber, John O'Farrell, Giles Smith, Zadie Smith, Irvine Welsh y el propio Nick Hornby nos ofrecen sendos relatos en los que destacan el humor y la originalidad. En cuanto uno comienza el primer relato no hay manera de desengancharse.

Estación Sur (La Opinión)

Debo viajar a Valladolid. En autobús. De modo que subo al metro para llegar a la Estación Sur de Autobuses de Madrid. Otras veces he tenido que hacer el mismo viaje, así que aparezco en la cola de las taquillas a la misma hora de las ocasiones anteriores. Pero me informan de que el próximo vehículo ya está completo. Cuando eso sucede, salvo que vayas en el bus de Zamora-Salamanca, siempre te dicen que no hay otro, que tendrás que aguardar al siguiente. Y siempre hay viajeros que nos quedamos colgados. La mujer de la taquilla me cuenta que el próximo sale una hora y media después. Acepto y compro el billete, consciente de que pasar noventa minutos en una estación de autobuses no es precisamente mi idea del paraíso.
Como he salido pronto de casa aún no he comido cuando cojo el billete. Me acerco a un mostrador donde venden sándwiches y almuerzo por allí, sentado en un taburete, mientras a mi alrededor la gente toma café, o bocadillos, o platos combinados mientras aguarda a que sus vehículos partan. Hay en todos los rostros una mixtura de cansancio y de resignación. Algunas personas, se nota, se han pedido el café para estar sentadas dentro del establecimiento y matar de esa manera unos cuantos minutos. Suele ser más agradable la espera en una cafetería o en un comedor que en los bancos de la estación. Pero la comida y la bebida se acaban, y decido pasar la hora que me queda sentado en uno de esos bancos. Mientras miro a mi alrededor, pienso lo que pienso siempre en esta estación: que todos somos o parecemos feísimos. Ignoro si la culpa es de la luz, o del hastío propio de los que se preparan para subirse a autobuses que, por lo general y con alguna excepción, suelen ser incómodos. En algunas estaciones, como en ésta, se aprecian mejor las rugosidades y defectos de las caras, las ojeras y las sombras y el agotamiento, y las mejillas con barba de unos días resultan un punto desagradables (la mía entre ellas, por supuesto).
Cada día me cuesta más juntarme con la muchedumbre. En ciertos sitios, al contacto humano, me incomodo: en las colas de los espectáculos, en los conciertos de música, en el metro, en las aglomeraciones. Me vence el escrúpulo en esos casos. No me ocurre en los bares. El caso es que por ese motivo busco un banco solitario, en el que no tenga que estar metido con calzador entre dos individuos, oliendo sus axilas y ellos las mías. No son exactamente bancos, sino asientos de plástico azul, anexos unos a otros. Por fin lo encuentro: cinco de esos asientos permanecen vacíos porque la gente ha dejado encima sus desperdicios. Sólo hay uno limpio. Escojo ése, sabiendo que, dada la suciedad, nadie se me sentará a ambos lados. Y saco la novela que estoy leyendo y me procura grandes entretenimientos y numerosas enseñanzas: “Catalina de Esquivias”, del zamorano Segismundo Luego, de la cual les hablaré dentro de dos o tres días. Es gracias al libro que consigo apartarme del mundo que me rodea. Porque, antes de abrir sus páginas y continuar su lectura, me fijo en esos asientos de plástico y cuanto veo me repugna: la gente tira, ya no sólo en el suelo, sino también en los bancos, paquetes vacíos de tabaco, botellines de agua, pañuelos de papel usados, vasos rotos de plástico, envoltorios de chicle y caramelo. Un asco. Como para vomitar. Con esos mimbres es lógico que a uno le venza la repugnancia y deteste juntarse con las masas. Observo a una familia (padre, madre, hijo) que se levanta del sitio, y la mujer arroja al suelo un kleenex. La estación, como la vida misma, está llena de guarros. Ensucian los bosques, las calles, los servicios públicos. ¿Quién educó a esta gente?

jueves, septiembre 29, 2005

Lluvia en Melilla (La Opinión)

En Melilla, estos días, hubo lluvia de personas. Estas personas eran africanas y árabes. No caían del cielo, sino de las vallas de la frontera entre Marruecos y Melilla. Subían con ayuda de escaleras, formando una avalancha humana, un lío de brazos y piernas, una lluvia de negros. No me invento lo de la lluvia; bastan las declaraciones de uno de los policías encargados de aguantar el chaparrón: “Intentábamos impedir que descendieran, pero se tiraban sobre nosotros. (...) Te caían encima de tres en tres”. El asalto, al parecer, ha asombrado incluso a los más viejos del lugar, lo que significa que los abuelos cebolleta habrán hecho repaso de los últimos cien años, que es lo que se suele hacer, y no habrán encontrado nada similar, ninguna otra carga tan masiva de la brigada poco ligera. En los periódicos nos informan de los tres métodos de los inmigrantes para entrar en Melilla: escalando acantilados, nadando hacia las playas, trepando por las vallas de la frontera.
En estos casos hay que ponerse, primero, en la piel de unos, y luego en la de otros. Póngase en el pellejo de uno que quiera saltar la valla para pasar al otro lado: es usted negro, pobre y está hambriento; si es hombre, cuenta con su fuerza y su agilidad y probablemente su independencia; si es mujer, tendrá atado a la espalda a su bebé, como una mochila que puede desgarrarse en los espinos de las vallas; en cualquier caso, empleará la furia y la perseverancia para cruzar la frontera. Y ahora póngase en el pellejo de un policía: es usted blanco, está trabajando y cumple órdenes; las órdenes no significan que deba recibir a los inmigrantes con champán y canapés, o que haya “barra libre para todos”, como ironizaba en un artículo Arturo Pérez Reverte; está trabajando y le viene encima una lluvia de personas tozudas; o sea, sálvese quien pueda y repartiendo, que es gerundio. En cualquier caso, mala situación, amigo.
Nadie quiere negar la inmigración, que facilita la vida de algunas personas y crea puestos de trabajo y nos hace más abiertos, etcétera. Pero también hay numerosas desventajas: aumento de bandas violentas, mafias por doquier, trapicheos y latrocinios. En este sentido España parece una chica guapa en una discoteca de barrio: la están entrando por todas partes, desde todos los frentes. Todo el mundo quiere hacerse un hueco en esta tierra: rumanos, árabes, chinos, africanos, rusos, latinoamericanos. Como si esto fuera jauja. Y tampoco son así las cosas. Va siendo hora de que frenemos la situación, que se ha desbordado. Últimamente, como no he podido viajar, tengo una receta perfecta para sentirme extranjero: camino por algunas calles del barrio en el que habito, Lavapiés. La otra tarde, buscando una copistería, subí por calles empinadas en las que nadie, absolutamente nadie, hablaba mi idioma. Todo eran tiendas de venta al por mayor, teterías, garitos de comida turca y locutorios telefónicos. Estaba en otro país sin siquiera haberme subido a un avión o a un barco. Algo, por otra parte, normal en las ciudades grandes: Nueva York, por ejemplo, está repleta de barrios chinos, barrios hispanos, barrios judíos... Esa es la parte buena de la inmigración: plantan sus negocios y a los vecinos del entorno les viene bien. Pero, por cada negocio en el que el chino o el árabe honrados curran, hay enfrente un individuo inmigrante vendiendo droga, robando joyerías y fábricas o tirando de machete. Cuanta más gente, más ventajas y más inconvenientes. La situación se nos escapa de las manos. Por cierto: he leído que muchos españoles, empresarios agrícolas, emigran a Marruecos por las ventajas de la tierra, fértil y barata. No entiendo nada.

miércoles, septiembre 28, 2005

Síndrome de Diógenes (La Opinión)

Una mujer septuagenaria fue encontrada muerta en su piso. Había estado acumulando basura durante años. Tanta basura que los bomberos no pudieron entrar por la puerta, atascada de desperdicios y de bolsas, y tuvieron que colarse por la terraza. La señora llevaba al menos dos semanas sin vida. Incluso en la cama se amontonaban los despojos, recogidos de madrugada en los contenedores de la ciudad. Sólo salía de casa a esas horas, como si fuese un ladrón clandestino o alguien enfermo de misantropía. Rechazaba el contacto con familiares y amigos y rehusó el auxilio de los vecinos, que, según nos cuentan los periódicos, trataron de ayudarla en más de una ocasión. El olor era tan fuerte y el riesgo de infección tan grande que el personal del Samur entró en la casa con indumentaria de alarma nuclear: trajes para protegerse del riesgo químico o biológico, máscaras y bombonas de oxígeno. Los servicios de limpieza tardarán un tiempo en retirar todas las basuras, que se apilaban por cada rincón de la casa. Para sacarlas por la entrada tuvieron que habilitar un pasillo.
No es un caso aislado, desde luego. Hace unas semanas vimos en televisión una historia muy parecida. Creo que le sucedió a una anciana y a su hijo. Las imágenes nos mostraron un auténtico vertedero de desperdicios. Los bomberos y los encargados de la limpieza atravesaban una especie de océano formado por escombros, polvo, alimentos podridos y ropa vieja. Y bichos, por supuesto. Tal acumulación de mierda es un festín para los gusanos, las cucarachas y otras criaturas no menos asquerosas. Cuando salió en la tele la casa (hasta los topes de detritus) uno se acordaba de “Seven”, en esas escenas en las que hallan a tipos de vida miserable muertos sobre la cama o sobre la mesa de la cocina, rodeados por todas partes de basura. Creo que en “La comunidad” también aparece algún piso hasta el techo de escombros y restos. Ya de por sí es excesiva la cantidad de residuos y porquerías que el hombre moderno deja a sus espaldas a diario; imaginemos entonces si alguien, en vez de desprenderse de los envases usados, de las mondas de naranja y de otras frutas, de los periódicos viejos, de las sobras del almuerzo y la cena y de las cáscaras de huevo, sale a la calle a buscar más restos y llena su apartamento. Vivir así no sólo es insalubre: significa no vivir, como si habitaran un infierno en el que no hay fuego, pero sí podredumbre por doquier.
Este fenómeno se conoce con el nombre de Síndrome de Diógenes. Diógenes de Sínope, cuentan, fue un filósofo que renunció a las comodidades y llevó una vida austera. Bautizaron así a esta conducta en mil novecientos setenta y cinco, tras estudiar los hábitos de algunas personas de la tercera edad, escondidas en sus casas, evitando el contacto con el exterior y cambiando la higiene por la mugre y la suciedad. Lo curioso es que la pobreza no es necesaria para padecer el síndrome: muchos hombres y mujeres que lo han sufrido, según los estudios, tenían buenos ahorros en el banco. Y tampoco la locura. En cambio la soledad, el abandono familiar, la viudez, la necesidad de aislamiento, son algunas de las principales causas. Al final los ancianos afectados fallecen por malnutrición, por desaseo, por infecciones. Leo que en los últimos tiempos los casos han aumentado. Hay demasiadas personas de la tercera edad que viven solas, aisladas, sin que nadie se ocupe de ellas. Es una variante moderna de lo que ocurre en esa película, “La Balada de Narayama”, en la que, por una vieja ley, los habitantes de un pueblo deben exiliarse a una montaña al alcanzar los setenta años. Aquí el exilio parece ser la reclusión voluntaria. Los afectados suelen rechazar la ayuda.

martes, septiembre 27, 2005

Restaurantes y miradores (La Opinión)

Uno de los grandes atractivos de Zamora, sin duda, es la calidad de sus restaurantes y el embrujo de su gastronomía. Digo embrujo porque en cuanto uno huele y ve las viandas de la tierra queda como hipnotizado. Esto vale tanto para las casas de comida de la ciudad como para las de muchos pueblos. Hay bodegas y restaurantes de pueblos de la provincia en los que uno, en cuanto le ponen el menú delante, cree estar en el cielo. No los conozco todos, pero sí unos cuantos: en El Perdigón, en San Vitero, en Fermoselle, en Rabanales, en Puebla de Sanabria, etcétera. En la capital proliferan en estos años los restaurantes de lujo. Su fama les precede, y no me refiero a que se hable bien de ellos sólo en la ciudad, sino también fuera de ella. Muchos madrileños, por ejemplo, a menudo viajan hasta Zamora sólo por el placer de celebrar una cena en alguno de esos afamados restaurantes. Los comedores más modestos o menos caros también son una maravilla. Lugares donde comer mollejas, chuletones, tablas de carne o de pescado.
De vez en cuando, muy de vez en cuando, uno va probando por sí mismo los menús de esos restaurantes. En los últimos tiempos, por ejemplo, estuve en el Soho, donde después de darnos un lujazo de comida el maitre se acercó para que firmáramos el libro de visitas; recuerdo que, algo empapado por dentro en vino, hice una caricatura con un bocadillo, al estilo de los dibujos de los tebeos. También visité El Horno, y el restaurante del Hotel NH, y La Casita (en la carretera de Carrascal), y El Capitol, y Las Aceñas, y La Rúa, y El Parador. Pero me quedan muchos por conocer en persona; porque, de oídas, todo el mundo me los recomienda: Casa Mariano, El Rincón de Antonio, La Posada... Espero que me disculpen los dueños de los restaurantes que no aparecen aquí nombrados, pero no es mi intención convertir el artículo en las Páginas Amarillas.
Ya digo que voy muy de vez en cuando de cena, en Zamora, pero no es un hábito. Sólo en algunas ocasiones. El sábado pasado conocí, por fin, El Mirador, con sus famosas carnes a la piedra volcánica y sus mollejas a la zamorana. Un tipo, en la mesa de al lado, se pidió un chuletón que parecía, por su tamaño, el costillar de un brontosaurio: creo que pediré lo mismo la próxima vez que vaya. Me extrañó, una vez descubiertas las vistas de la bodega hacia el Río Duero, no haber ido antes allí a cenar. Supongo que ignoraba que desde la mesa puede observarse la que, en mi opinión, es la mejor imagen de la ciudad. No en vano, uno se ha pasado muchas horas de su vida sentado en el banco de la Subida de las Peñas de Santa Marta, admirando todo ese paisaje de aguas, patos, espuma de río, riberas, casas al fondo y Puente de Piedra. Es una vista que aquí he recomendado en numerosas ocasiones, y que no me cansaré de recomendar: resulta magnífica en cualquier estación del año. No obstante uno, que es algo raro o melancólico, prefiere asomarse allí cuando a la ciudad la cubren las nieblas. Es interesante leer la historia del Restaurante El Mirador en su página web: fue la antigua Fábrica de Paños de la Casa Galera, abierta en mil setecientos setenta y cuatro, “con el fin de poder auxiliar con ella a los pobres de la ciudad”. Por otra parte, el lugar donde se ubica, en la Calle Corral de Campanas, es otro de esos rincones que a uno le entusiasman: está cerca del Troncoso y de la Casa del Cid. En cuanto regresen las nieblas aconsejo por allí un paseo y una cena.

lunes, septiembre 26, 2005

Línea tres (La Opinión)

Escribo estas líneas el viernes por la mañana. Aunque ustedes las leerán el lunes. El mismo viernes en el que vuelve a entrar en funcionamiento la línea de metro entre Moncloa y Legazpi, o sea, la que pasa por Lavapiés y, por tanto, me afecta a mí. La han mantenido cerrada durante unos tres meses y medio. Es decir, todo el verano y un poco más. He de reconocer que los operarios (españoles, africanos, árabes, sudamericanos) han trabajado como mulos: lo hacían incluso por las noches. Lo sé porque, metido entre las sábanas, a veces escuchaba el traqueteo de sus máquinas, la cadencia de sus golpes, el ruido lejano de las taladradoras. No entiendo cómo puede dormir la gente que vive en los pisos de la Plaza de Lavapiés y cuyas ventanas dan al exterior, con tantas broncas, tantas juergas, tantos beodos nocturnos, tantas obras, tanto escándalo. He de suponer que sean todos sordos, o que formen parte de la algarabía, o sean dueños de los bares de alrededor.
Cerraron la línea a principios de junio para mejorar el servicio, pero también, añado, porque parece una ley eso de que todo Madrid esté en obras: la red de metro, las calles, las carreteras, cada rincón, cada desvío. Por culpa del cierre, si necesitaba tirar de metro tenía que subir calle arriba hasta la entrada a la línea de Tirso de Molina. No es demasiado trayecto, pero le revienta a uno dar rodeos cuando tenía la boca de metro ahí mismo (ahora, por fin, restablecida). La ventaja de pasearse hasta el metro de la Plaza de Tirso de Molina, lugar, por cierto, pródigo en trapicheos y chiflados, es que uno se encuentra gente famosa: me he cruzado un par de veces, caminando hasta allí, con Pilar Castro, una de las actrices de “El otro lado de la cama”, y también con Aitor Merino, y con Joaquín Cortés, que no tenía nada que ver con la imagen que suele ofrecer (pelo larguísimo, trajes a medida, compañía femenina), sino todo lo contrario: tejanos, camiseta, melena cortada por encima de los hombros, andando solitario y con el móvil en la oreja. También me he encontrado con uno o dos zamoranos que viven por allí, a medio camino entre Lavapiés y Tirso. Unos metros más arriba de esta última plaza no es difícil tropezar con gente del espectáculo: Sergi Mateu, Juan Diego Botto, Adriá Collado... En toda esa zona viven personas relacionadas con el arte: Ian Gibson, Belén Reyes, o mis vecinos Ismael Serrano y Miguel Alvadalejo, entre otros que olvido o no conozco. Confieso mi debilidad por la caza visual del famoso.
Para la reapertura de esta línea de metro se ha contado con la comparecencia de Alberto Ruiz-Gallardón y Esperanza Aguirre, quienes han recorrido algunas de las estaciones entre Moncloa y Legazpi, entre ellas la de Lavapiés. Por la mañana me he asomado a la ventana, por si veía algún despliegue policial. Pero nada. Salvo alguna moto, de cuando los policías pasan a pedir carnets y controlar un poco la plaza. No obstante, Gallardón y Aguirre no pegan mucho en Lavapiés, tan conservadores ellos, junto a la oleada de inmigrantes, vagabundos, ecologistas y melenudos que por allí se cuece. O, rectifico, Gallardón puede pegar, no es la primera vez que veo cruzando el barrio a hombres de su talla, con traje y gomina y gafas de montura fina, pero quien no pega ni con cola es Aguirre, tan peripuesta ella. No, no la veo tomando un té con los moros. Lo primero en lo que habrán pensado los vecinos de Lavapiés es en la necesidad de esconder los árboles del barrio, por si les diera a ambos por ordenar talarlos. A propósito: han instalado bibliometros en algunas estaciones, o sea, libros que se prestan a los viajeros. De momento, no he topado con ninguno.

domingo, septiembre 25, 2005

Avalancha de novedades (La Opinión)

Me temo que lo mío ya no es pasión por los libros, sino que estoy esclavizado por la literatura como si fuera una droga. Entro en una librería, a ver cómo está el panorama, y en la cabeza me ronda algún título que llevarme. Media hora después salgo con dos o tres libros bajo el brazo. A menudo trato de sacar fuerza de voluntad, de retarme a mí mismo: Entrarás ahí, en esa librería, y sólo mirarás las mesas de novedades y algún anaquel que otro de los libros que ya no son novedad. Y no comprarás nada. Por supuesto, pierdo la apuesta. Agradezco que la literatura sea un vicio sano, que lo único a lo que puede afectarme es a la cartera. Lo que tienen los vicios es que corres el riesgo de que te acaben gustando. La otra noche unos amigos me ofrecieron probar un canuto de marihuana. Les dije que no: nunca lo había probado y nunca lo haría. ¿Por qué?, me preguntaron. Es sólo una calada, añadió uno. Respondí: porque temo que me pueda gustar y me vicie. Bastante tengo con gastarme los cuartos en libros y películas, como para meterme en más berenjenales. No, oiga, no.
Para colmo, y siguiendo con la literatura, este otoño hay avalancha de novedades apetecibles. No recuerdo otro septiembre en el que haya querido comprar y leer tantos libros nuevos. No doy abasto. “La conjura contra América”, de Philip Roth, eterno candidato al Premio Nobel de Literatura, novela que ya he leído, y que plantea lo que hubiera ocurrido en Estados Unidos si hubiese ganado las elecciones presidenciales del año cuarenta un candidato pronazi. “Perro callejero”, que anuncian como uno de los libros más extraños y experimentales de Martin Amis. “Esto parece el paraíso”, de John Cheever, ese mago de los cuentos: por fin traducida esta novela corta en España. Y el primer libro de relatos del vanguardista Dave Eggers, “Guardianes de la intimidad”, autor de la estupenda novela autobiográfica “Una historia conmovedora, asombrosa y genial”. Eggers, responsable de la revista literaria McSweeney’s, es el compilador de otros dos libros recién aparecidos en nuestro país: “Lo mejor de McSweeney’s”, que reúne cuentos de autores norteamericanos. O “Proyecto X”, de Jim Shepard, un libro sobre los conflictos y la violencia entre estudiantes, en la línea de los sucesos de Columbine, aquella matanza perpetrada por dos chavales armados hasta los dientes. Estos libros actualmente están el mercado. En lo sucesivo irán apareciendo otros títulos jugosos: “Hombre lento”, de J. M. Coetzee; “Shalimar, el payaso”, de Salman Rushdie; “Las intermitencias de la muerte”, de otro Nobel, José Saramago; “Días memorables”, del autor de “Las horas”, Michael Cunningham; “Olvido”: relatos de David Foster Wallace. Pero, sobre todo, aguardo con impaciencia la aparición de dos novelas relacionadas con el once de septiembre: “Sábado”, de Ian McEwan; y “Tan fuerte, tan cerca”, de Jonathan Safran Foer, un niño prodigio de las letras cuya anterior novela, “Todo está iluminado”, me fascinó. Demasiado para el bolsillo.
Relacionada con la literatura encuentro esta noticia: el Gobierno ha firmado un convenio para que escritores y especialistas fomenten la lectura entre los presos de las cárceles españolas. Me parece una iniciativa notable. Muchos grandes escritores se han forjado tras los barrotes; allí encontraron la inspiración: en la miseria moral y en la búsqueda de libertad. Numerosos presos han encontrado consuelo y libertad imaginativa en los libros leídos en prisión. Eso no es nuevo. En presidio no sólo hay asesinos, ladrones, camellos, estafadores, perturbados y violadores. También hay buenos poetas y escritores. Pero, en el principio, está la lectura.

sábado, septiembre 24, 2005

El quiosco y la ciudad (La Opinión)

Nadie debería sorprenderse por los numerosos fallos de los nuevos quioscos instalados por el Ayuntamiento de Zamora: al fin y al cabo viene siendo la manera de resolver las cosas por parte de quienes gobiernan en la ciudad. A simple vista los proyectos que acometen son estéticamente atractivos (no todos, claro: no olvidemos el Parque de San Martín de Arriba y la Plaza del Cuartel Viejo, horribles ambos), pero a la larga se descubren las deficiencias. Esto y aquello otro están mal, a poco que uno investigue van apareciendo las chapuzas, hay obras que quedan a medio hacer o suscitan polémicas y escándalos, etcétera. Sigo creyendo que, en el fondo, nos venden humo. Pero nosotros picamos.
Los quioscos, puestos hace medio año por el Ayuntamiento, al parecer contienen desniveles, barreras arquitectónicas para los vendedores discapacitados, defectos por doquier o falta de pequeños tejados para que el interior no se moje cuando llueve. Su diseño y su factura desagradan a algunas personas. A mí, lo confieso, no me disgustan, pese a la dictadura estética. Otra cosa es el contenido: errores de ejecución y mala funcionalidad para quienes dentro ejercen. Un hombre en silla de ruedas, como hemos leído en la prensa, lo tiene crudo para trabajar a diario: tienen que ayudarle para todo, desde la apertura de la caseta hasta la venta de periódicos. A este trabajador le prometió el Ayuntamiento que le cambiarían el garito por otro. Siempre prometen... Otro asunto es que cumplan. No obstante, incluso el cabildo no debe estar muy conforme con la empresa de instalación de estas cabinas, como leíamos ayer.
Lo que me interesa señalar, sin embargo, no es tanto el trazado defectuoso de los quioscos, sino el modo en que representan a la ciudad y a la manera de hacer aquí las cosas. Piensen en el quiosco como si fuese la ciudad. Y, el vendedor, sus habitantes. ¿Qué ven? Barreras arquitectónicas o, hablando en plata, impedimentos para los discapacitados. Así ocurre en la ciudad, donde algunas personas subidas en sus sillas de ruedas o manejándose con muletas se las ven y se las desean para atravesar ciertas zonas o entrar en edificios oficiales. ¿Ven algo más? Por supuesto: una imagen adecuada, limpia, notable, que oculta en el fondo una garita repleta de lacras e inconvenientes. Igual que la ciudad: al turista que viene a pasar sólo unos días le entusiasma y la fotografía porque estéticamente es un lujo; pero si viviera aquí no tardaría en descubrir sus obstáculos: barrios periféricos en mal estado, plazas y parques destruidos por nuevas plazas y nuevos parques que sólo sirven a ciertos intereses, obras con las que marean la perdiz una y otra vez y tardan siglos en cumplirse, murallas alrededor de las que derriban casas pero además levantan pisos, atentados al buen gusto y al patrimonio... A un hombre le ponen un quiosco nuevo: ahí debe pasarse largas jornadas de trabajo, casi media vida. Sólo quiere estar a gusto, sentirse cómodo, que todo funcione bien. Visto desde fuera, podemos decirle que en esas nuevas instalaciones estará como Dios. Pero no es así. Pues con la ciudad sucede tres cuartos de lo mismo. Vienen los turistas, se asombran de lo bella que está la ciudad, de lo tranquila que es, y dicen o decimos esa manida frase de que, como en Zamora, no se vive en ninguna parte. Y sospechan que estaremos dentro como Dios. Pero otra cosa es vivir en la ciudad, día tras día. Soportar el ninguneo político, el éxodo de la juventud, la falta de perspectivas, los disparates de los gobernantes, las obras mal hechas y los proyectos que no se cumplen. Como en los quioscos, el exterior es perfecto. Pero, ¿y el interior?

viernes, septiembre 23, 2005

El mundo de la moda (La Opinión)

Han sacado a la bella, frágil y escuálida Kate Moss en los medios de comunicación consumiendo cocaína. La prensa amarilla, fundamentalmente, se ha lanzado sobre ella y sus hábitos nada saludables, apresando su nombre y su imagen con unas garras propias de buitre ávido de carroña. La droga siempre vende periódicos. Hemos visto a Kate Moss, una de las pocas modelos que me gustan, haciéndose unas rayas. La han bautizado incluso con un mote. Lee uno la prensa y contempla la televisión: el personal está asustado, se lleva las manos a la cabeza. No puede creer que en el mundo de la moda, que representa altos ideales estéticos, pase esto. Parecen decir: Dios mío, una modelo metiéndose una raya, qué escándalo. Pero no es ningún escándalo. ¿Hace falta decir que los entornos de la moda, al igual que los de la música o el cine, son de los más corruptos del planeta? En las fiestas de Hollywood, privadas o públicas, y en las fiestas y reuniones de los músicos más célebres no faltan nunca la satisfacción de todos los vicios. En pocas palabras: se ponen todos hasta el culo, salvo que sean de ésos que prefieren no ir a fiestas y pasar la velada en su granja o con su familia. Pues en la moda ocurre lo mismo.
Un periódico londinense investiga ahora la Semana de la Moda. Dicen que el caso de Kate Moss no es único y que vieron rastros de cocaína en los servicios. Pues claro, ¿qué esperaban? Esto es el espectáculo, el poder, el dinero, la fama, la presión, los nervios, no el cuento de la Cenicienta. A la pobre Moss, tras las fotos y el escándalo consiguiente, le han dado la patada algunas firmas prestigiosas con las que tenía contrato. Ha tenido la desventaja de que las cámaras la cazaran desprevenida. Ese fue su error. Por otra parte, es lógico: no es la mejor imagen para esas muchachas que leen la Ragazza e imitan a las modelos en todo, comenzado con la delgadez que a veces concluye en anorexia. Pero, si lo que pretenden las firmas es darle puerta a todas las modelos de quienes se sospechen indicios de consumo de droga, tendrán que despedir a la mayoría. Ojo: que en los ambientes corruptos de la moda ofrezcan a las chicas drogas, alcohol y sexo no significa que todas piquen. Las hay que saben muy bien lo que quieren. Una modelo zamorana, que ha viajado mucho por el mundo a causa de su profesión, me contó en una entrevista para este periódico, durante las pasadas navidades, que el de la moda es uno de los mundillos más sórdidos y corruptos. Te ofrecen de todo. Principalmente, por supuesto, droga. La cocaína suele estar presente en fiestas, saraos y demás celebraciones. A ella, me confesó, no le gusta ese mundillo tan podrido. Me dijo que todo el envoltorio de la moda, tan bonito, oculta unas capas de sordidez y corrupción bastante densas: fotógrafos que tiran los tejos a las modelos, jetas por doquier, envidias y engaños, fiestas llenas de posibilidades...
Acabo de encontrar, mientras termino estas líneas, la declaración de una modelo (encubierta por el anonimato) al periódico de Londres que anda investigando ahora en las pasarelas de la Semana de la Moda, y corrobora lo que digo: “Todas (las modelos) consumen. No pueden beber porque engordan. El único error que cometió Kate es el de dejarse sorprender”. Estoy de acuerdo en la segunda y tercera frase, no así en la primera: decir que todas las modelos consumen es generalizar. También las habrá que no se dejen tentar en esas fiestas y viajes. Aunque sean casos aislados. Por otra parte, dudo que las modelos esnifen porque no puedan beber: más bien será por las presiones que lleva aparejadas su profesión, más dura de lo que creen.

jueves, septiembre 22, 2005

Recomendación: Natasha, de David Bezmozgis



Debut del autor David Bezmozgis, formado por siete relatos, uno de los cuales da título al libro, y cuya lectura merece la compra del libro: la historia de un adolescente judío enamorado de su prima rusa de catorce años, una chica misteriosa que oculta un pasado sórdido.

Bezmozgis, en estos cuentos, narra historias autobiográficas sobre él y su familia, judíos que abandonaron Rusia para establecerse en Toronto. Natasha, publicado en España por Destino, cosechó en Estados Unidos unos cuantos premios. Antes de darse a conocer, Francis Ford Coppola ya lo había fichado para su excepcional revista de cuentos, All-Story (http://www.all-story.com/).

Madurez y espectáculos (La Opinión)

Siempre he sido partidario de la música de los llamados dinosaurios del rock. Esta temporada regresan con fuerza, y así tenemos nuevos discos de The Rolling Stones, Eric Clapton, Paul McCartney, Neil Young, Deep Purple y Bob Dylan (la banda sonora del documental de Martin Scorsese, “No Direction Home”, repleta de versiones inéditas). El año pasado Leonard Cohen grabó otro disco, y seguro que no tarda en sorprendernos con un nuevo trabajo. Y, en España, el incombustible Joaquín Sabina vuelve al panorama musical tras unos años difíciles. No sé si me olvido de alguno. Pero, cada vez que estos rebeldes maduros reaparecen, la prensa se apresura a decir que quizá sean sus últimos trabajos, sus últimos conciertos, sus últimas comparecencias, sus testamentos, dada la edad que gastan. Sin embargo, ahí los tienen: frescos, innovadores, dando lecciones, sin perder fuelle ni calidad. He leído una reciente entrevista con Mick Jagger en la que éste se muestra tan ácido, lúcido y salvaje como siempre. El año pasado Jagger, incansable, grabó las canciones de la banda sonora del remake de “Alfie”. Nadie se mueve como él sobre un escenario, sea joven o viejo. El último disco continúa teniendo esa garra rockera que su banda perdió en los ochenta y que en los noventa recuperó. Todos ellos, Jagger, Richards, McCartney, Young, Dylan, están de actualidad. Para uno, que gusta de los clásicos, es un alivio comprobarlo. Me confieso adorador del rock y del folk de los años setenta, porque es con lo que uno ha crecido. Acaso influya el hecho que, de niño, me ponían para dormir canciones de The Beatles y de la banda sonora de “Jesucristo Superstar”. Y eso marca.
Si en la música aún se aplauden, aunque con escepticismo, los regresos de las viejas glorias, que no descansan y parecen más jóvenes que muchos jóvenes de mi generación, en el cine la madurez es otro asunto. Se abren puertas (buenos papeles, proyectos, oportunidades) para los actores que han alcanzado la tercera edad o se acercan a ella, no así para las mujeres. Es culpa de la imagen y del mercado. Por eso hubo un tiempo, sospecho que ahora sucede menos, en que los actores de sesenta años interpretaban personajes cuarentones, y formaban pareja en la pantalla con muchachas de apenas veinte años. La mujer madura, en cambio, está condenada. O no tiene papeles o le dan los personajes de madre abnegada que se pasa el día entero en la cocina mientras el marido soporta sobre sus hombros la acción y todo el peso de la trama. Hace años triunfó en el mundo un filme sobre varios parados que decidían despelotarse en público para ganar el pan: “Full Monty”. Hizo furor, como sin duda recordarán. Años después trataron de vendernos lo mismo, pero con mujeres: “Las chicas del calendario”, inspirada en la historia real de un grupo de señoras que decidían desnudarse para un calendario. Por supuesto, ni por asomo tuvo la misma recepción que “Full Monty”. A un ejecutivo de los grandes estudios le enseñas a varios hombres de cuerpos imperfectos quitándose la ropa y se ríe. Si le enseñas esa escena protagonizada por mujeres lo más probable es que arquee una ceja y mande al director a paseo. Estoy convencido de que sólo gracias al éxito de la primera aprobaron el proyecto de la segunda.
La madurez, en el mundo resbaladizo del espectáculo, puede ser una ventaja o una lacra. Debería ser una ventaja, al menos entre quienes no chochean. La experiencia, combinada con la creatividad y la lucidez, resulta explosiva. Así lo demuestra Jagger y así lo demuestran las actrices maduras, cuando las dejan: dan lecciones de interpretación a los cachorros. Pero el mundo se mueve sólo por dinero e imagen.

miércoles, septiembre 21, 2005

Gafes o adivinos (La Opinión)

En ocasiones aisladas parece que, cuando uno piensa en algo que no ha ocurrido, lamentablemente acaba sucediendo. Y digo lamentablemente porque lo que suele cumplirse es lo malo, siguiendo la Ley de Murphy. No sé si les ha ocurrido alguna vez. Seguro que sí. Pondré ejemplos. Va uno caminando por la calle y de repente se fija en el suelo, y en la acera ve sus propios cordones, los cordones desatados de uno de los zapatos. Y piensa: “Uy, igual me tropiezo. Pero voy a aguantar hasta que llegue a casa y allí me los ato”. Suele suceder que, dos metros después de pensarlo, uno se pise los cordones y casi se rompa los morros contra la acera. Tenemos la impresión de que, si no lo hubiéramos advertido ni pensado, no hubiese habido tropezón. Sigamos: un grupo de amigos míos ha estado en Hungría. Pensando que nadie iba a entender su idioma ibérico iban, pues, regalando por la calle piropos a las chicas, que los miraban sin saber qué decían. Uno de ellos pensó: “Seguro que terminamos cruzándonos con alguna española, y nos entiende y quedamos en ridículo”. Y eso dijo a los demás, que siguieron lanzando requiebros al aire. Apenas cinco segundos después de pronunciado en voz alta ese temor unas chicas sentadas en un banco se rieron y los llamaron. Eran españolas. Y sabemos que pocas cosas son más ridículas que ir por un país extranjero hablándole a la gente en tu idioma y que te cace alguien que te entiende. Provoca sonrojo. Ellos, claro, ni siquiera se detuvieron a hablar con ellas. Cohibidos, por supuesto. También tenemos el caso de esas veces en que salimos a la calle y tememos encontrarnos con algún enemigo o con una de esas personas que te paran en la calle y te endosan un sermón de cuatro horas. En verdad creo que, justo cuando lo pensamos, es cuando inevitablemente acaba sucediendo. “Como me encuentre con Fulano...”, piensa uno. Y, oye, no falla: Fulano aparece y no hay modo de esquivarlo.
No sé, pues, si el hombre tiene madera de gafe o de adivino. Más bien de gafe. Hace unos diez días estaba por ahí, no sé dónde: supongo que en el cine o en el metro. Y pensé, quizá por algo que había leído: “Mira tú, qué suerte: hace siglos que no estoy enfermo de fiebre, como esas mañanas odiosas en las que despierta uno con el estómago y la cabeza arrasados, y debe guardar reposo mientras le asaltan los delirios y el sopor y cree que aquello es el fin del mundo”. Eso pensé, lo juro. Pues bien: creo que fue al día siguiente cuando, al filo del alba, desperté hecho fosfatina. Debí pillar algún virus por ahí, seguramente donde pensé aquello sobre mi suerte (en el cine o en el metro). Me odié un poco a mí mismo, por gafe o por adivino. Háganse cargo de los síntomas: vómitos, diarrea, dolor abdominal, malestar físico, fiebre, dolor de cabeza. Estaba para regalar, como los Reyes Magos. Lo curioso es que me recomendaron, aparte del suero de marras, que bebiera Aquarius. Como lo oyen: la bebida de los deportistas. Este verano lo han aconsejado mucho a los pacientes de los ataques de virus. La verdad es que me fue mejor que con el suero. Por otra parte es lógico: bebiéndolo repostas todas las sales minerales que has perdido yéndote por todas partes. Por cierto, también utilicé otro remedio que ya conocía: beber una Coca-Cola del tiempo para cortar la diarrea. Infalible, oiga. Recordemos que Aquarius pertenece a Coca-Cola.
Son cosas que pasan. Es lo que suele decirse: que te ha tocado. Pero me tocó por pensar en ello. Una vez restablecido me dije: “A ver si me va a caer alguna herencia de algún familiar millonario que viva en un país remoto y al que yo no conozca ni de oídas”. Pero ni por esas, oye.

martes, septiembre 20, 2005

Coches en la madrugada (La Opinión)

A pesar de las campañas de Tráfico, demasiado crudas y violentas, resulta increíble la cantidad de gente (aquí sí: joven, en su mayoría) que se mueve en las madrugadas con una cogorza del quince tras el volante. Sabemos que juventud significa, a menudo, creencia en la propia inmortalidad y en la propia invulnerabilidad. Si a ello sumamos un tipo sopladísimo el resultado es explosivo. Si, aún más, llenas los asientos traseros de amigotes tan ebrios como el conductor, aquello es una bomba de relojería. Si salgo algún viernes o sábado por Madrid, y me alejo del barrio y, de regreso, el metro ha cerrado sus puertas, lo mejor es coger un taxi. Los taxistas de la capital, eso sí, hacen unas carreras que no tienen nada que envidiar a las de las persecuciones policiales.
El fin de semana pasado, en varias ocasiones, tuve que utilizar taxis de noche y de madrugada. También me subí en el búho, ese autobús nocturno que va recogiendo gente para que el personal no se suba borracho o fumado al coche y se estrelle. Lo que se ve por las calles céntricas de la ciudad, independientemente de la hora, son carreras mortales. Uno mira a los vehículos que, en lo semáforos, se detienen a ambos lados del taxi en el que viaja y es frecuente encontrar una panda de chavales con los párpados a media asta, las ventanillas abiertas y una juerga brutal y beoda en el interior. Una de esas madrugadas se cruzó un coche por delante del taxi en el que íbamos. Se había saltado un semáforo y apareció ahí delante, a unos metros. Se cruzó, pero por suerte iba como una centella y el taxista apenas tuvo que pisar el freno. Por supuesto, no sé qué barbaridades profirió nuestro taxista a cuenta de la madre del conductor del coche. Tenía razón. Va uno haciendo su trabajo, jugándose el pellejo en carreras alocadas y vertiginosas y se le cruza un fulano, seguramente borracho o drogado dada su conducción temeraria. Sin embargo, en España no aprendemos. Continúan matándose los conductores jóvenes que se ponen al volante después de beberse los bares. Y lo que es peor: probablemente se cargan a los que nada tenían nada que ver, a los conductores y viajeros que se cruzaron en su camino en una noche aciaga. Todos hemos cometido algunas locuras de adolescencia, pero lo que se sigue viendo por la noche en fines de semana y en las carreteras resulta increíble.
Hay otro problema en las noches de viernes y sábado, y uno lo sabe porque lo ha conocido. No hace mucho, cuando me iba a la cama en el momento en que los deportistas salían a correr por las calles de Zamora y los madrugadores sacaban a sus perros a pasear, vi unas cuantas cosas que me dejaron estupefacto. Bebida, la gente se fía hasta del Diablo. Sabemos que las noches de jarana se estructuran de este modo: entre esta y aquella hora se frecuenta una zona de bares; entre aquella hora y otra la gente se desplaza a otros garitos; en la última franja de la madrugada se va a discotecas y locales que echan el cierre de día. Pues bien: no era raro estar por algún pub, a punto de desplazarse hacia la última zona de marcha, y que se acercaran desconocidos (mujeres en un alto porcentaje) a preguntar si uno tenía coche, y, de ser así, si iba a los últimos clubes donde cuando uno sale ya ha amanecido, y si no le importaba llevar a uno o dos pasajeros más de fardo. O sea: gente beoda que se acerca a otra gente que no ha visto en su vida y le pide pasaje en su coche. Gente desconocida que igual se ha metido de todo, o que conduce como el culo, o que sacó el carnet de conducir en una tómbola. Uno, desde luego, iba sin coche. Porque entonces se desplazaba a esas discotecas, también, en taxi. O a pata, que es muy sano.

lunes, septiembre 19, 2005

Tragedia y estética (La Opinión)

Desde que el huracán devastó Nueva Orleáns la televisión nos ha servido imágenes bellas, atroces y conmovedoras. Todo a la vez. Sí, he dicho bello. Con esa belleza estética que algunas tragedias poseen, sea por la luz del ambiente, sea por la pericia de los cámaras. También, es obvio, porque Nueva Orleáns es una de esas ciudades donde todo cuanto ocurra, bueno o malo, saludable o perjudicial, aparece revestido de un resplandor estético que nos hace creer que estamos viendo no la realidad, sino una película. Sucede también con los parajes muy exóticos (selvas impenetrables, desiertos solitarios, playas caribeñas), aunque estén arrasados, aunque los asolen tormentas, huracanes, tornados o maremotos.
No estoy, por supuesto, hablando de la belleza de los cadáveres flotando o de las lágrimas de las personas que lo han perdido todo menos su propia vida. Hablo de cómo se confabulan la luz y la sombra, las circunstancias y los hombres, los parajes magníficos y la habilidad de los cámaras para servirnos una realidad que, bajo el efecto de los focos y el artificio de los objetivos, se nos antoja irreal. En España, en muchos rincones de España, sucede lo contrario, no sé si porque somos poco exóticos o porque las cámaras no son tan perfectas. He visto en las últimas semanas algunas de esas imágenes poderosas de Nueva Orleáns. Reconozco que son horribles en el sentido de trágicas. Pero fascinan al ojo. Un hombre con aspecto de antiguo vagabundo o en cualquier caso de vagabundo a la fuerza tras el paso cruel de Katrina, que avanza sumergido en el agua hasta la cintura. En la superficie flotan las enfermedades, las maderas, los cadáveres, la muerte. Empuja un carro de la compra al que ha surtido de objetos de supervivencia y víveres para soportar cuanto le espera. Sus ojos se desvían hacia las cámaras que lo enfocan. Es una mirada difícil de olvidar: la del hombre metido hasta las cachas en la miseria y en un presente negro y en un futuro intolerable, la mirada de quien te cuenta cómo le van de mal las cosas sin necesidad de palabras. O esos coches volcados, con las ruedas hacia arriba igual que un insecto, o que un hombre metamorfoseado en escarabajo. Con su vientre de hierros azotado por las lluvias. Los postes de la luz, caídos, inclinados en una actitud vencida que a los cinéfilos nos recuerda al mástil del barco hundido del final de “Tiburón”, adonde se encarama el sheriff para esquivar las dentelladas del escualo. Las casas con los porches de las entradas cubiertos de agua, como una especie de Venecia americana y maldita. Las familias subidas a los tejados, en su mayoría negros, pobres, vencidos de nuevo. Las manos de una mujer arrugadas tras la exposición de dos días a la humedad, tan rugosas que recuerdan a las manos de Gollum. Un policía grandullón y armado de un fusil advirtiendo a un ciudadano de las consecuencias del saqueo, y en sus gestos la amenaza (pero el ciudadano tiene que robar para no morirse de hambre y de sed). Una mujer sentada en una tabla, a su alrededor latas de refresco y botellas de plástico, y un hombre guiando la tabla, con el agua que le cubre el pecho.
Imágenes horribles, que nos cortan el aliento, como nos ocurre con los documentos que nos muestran el repertorio de desgracias del mundo. Pero estéticamente perfectas. Y esto nos agarrota de luchas internas: las escenas nos repulsan pero no podemos apartar los ojos de ellas, son imágenes que deberían cosechar galardones. Las del once de septiembre no tenían esa calidad estética. Será porque Nueva Orleáns, con su romanticismo, le gusta a uno incluso hundida y violentada.

domingo, septiembre 18, 2005

Las nuevas herramientas (La Opinión)

No deja de sorprenderme cómo han cambiado las cosas. Dicen que ahora en los colegios todos los muchachos llevan móvil. Hay profesores hartos de que sus alumnos utilicen el teléfono y se manden mensajes en clase. Al parecer, la campaña de regreso al colegio los anima a que compren ordenadores portátiles. Hoy, en las facultades donde enseñan periodismo, los alumnos hacen sus redacciones en ordenador. Si esto a mí me asombra, que no hace tantos años que dejé los estudios, imaginen cuánto sorprenderá a alguien de la tercera edad.
Puede ser cierto que en los últimos tiempos se sigue dando bofetadas a los hijos, como revelaba un estudio que aquí comenté; pero no es menos cierto que se les dan más caprichos. A mí en el colegio y en el instituto incluso los alumnos de curso superior solían prestarme casi todos los libros de texto, e incluso algunas de las novelas y obras de teatro que nos mandaban leer. Era habitual que mis libros de estudio desplegaran un mapa sucio de nombres inscritos con Bic de tinta negra y azul, de garabatos y tachaduras, de anotaciones a lapicero. Así me convertía, a veces, en receptor de los libros usados de amigos o familiares que iban un curso por delante. Creo que luego esos mismos libros de segunda mano pasaban a mis hermanos, y se convertían en libros de tercera y cuarta mano. Pero los textos cambian cada poco, y a menudo ni esos manuales de geografía o historia servían. En la universidad nadie llevaba teléfono móvil, y eso era de agradecer; no me imagino hoy en un aula con el mismo número de móviles que de alumnos, escondidos en los bolsillos y con el silenciador puesto. Entonces, para efectuar alguna llamada telefónica de urgencia entre clase y clase, me tocaba subir a la cabina del bar de la facultad o salir a la calle hasta encontrar una, o meterme en la cafetería más próxima. Los ordenadores que usábamos en las clases donde nos enseñaban a navegar por internet eran escasos, y la navegación por los mares de la red era lenta como un sueño profundo y pesado. Acababa con la paciencia de cualquiera. Para acudir a algunas clases semanales de redacción debíamos cambiar los apuntes o los libros por la máquina de escribir. ¡Cuánto hubiéramos agradecido un ordenador portátil, pequeño, eficaz, limpio y sin ruidos! En cambio, acarreábamos hasta la universidad los maletones que contenían nuestras máquinas de escribir. Dado que yo era uno de esos alumnos que utilizaban bastante material prestado, mientras los libros de texto de los demás contenían ese brillo y ese aroma de lo nuevo, también me prestaron la máquina de escribir. Una máquina alemana, pequeña y antigua. De ella les habré hablado aquí con algo de nostalgia en varias ocasiones: fue con sus teclas gastadas y sus mecanismos achacosos y su tonalidad desteñida por los años con los que escribí los primeros artículos para clase y mi primer libro.
Un tiempo después de terminar los estudios algunos conocidos me contaban que en sus pisos de alquiler en Salamanca solían disponer de ordenador para hacer los trabajos (hoy me resulta raro que alguien acepte trabajos escritos a mano o a máquina), y hasta de conexión a internet. Entonces me hubiera parecido impensable: a mí, que sobrevivía con cuatro duros a la semana y una máquina de escribir achacosa y prestada. Y no hace tanto que concluí mi paso por la universidad. Al menos no tanto para considerarme un abuelo cebolleta. Años atrás las herramientas del alumno eran el Bic, el lapiz y el sacapuntas, y el cuaderno a rayas. Hoy parece que son el teléfono móvil y el ordenador portátil. Lo pienso y no me acostumbro a la idea.

sábado, septiembre 17, 2005

Babel (La Opinión)

El edificio que tengo frente a la ventana tras la que escribo es una metáfora de este país, una Torre de Babel moderna. Es un edificio del que, si uno se inventara a sus inquilinos, alguien pensaría que estamos despeñándonos por los precipicios del tópico. Hacer recuento de sus habitantes, de quienes viven en sus cuatro pisos, parece un chiste multirracial y multicultural. Si su dibujante hubiera inventado el inmueble de la 13 Rúe del Percebe hoy día, el modelo en la realidad bien pudiera ser este edificio. No exagero. Parece un chiste o una broma, pero es una realidad. En el primer piso hay árabes. En el segundo, hindúes. En el tercero, sudamericanos. En el cuarto, españoles. La familia de árabes tiene un negocio, regenta una tetería que está justo debajo, donde se fuma tabaco de frutas en pipa y se toma té. Los hindúes son chicos jóvenes, hacinados y algo aburridos y es posible que sin trabajo, o al menos sólo trabajan un par de ellos o tal vez se turnan. Los sudamericanos son familia numerosa, y a veces asoman a la ventana los críos, muy pequeños y casi siempre medio desnudos, como cuando el televisor muestra aldeas remotas de aquellas latitudes. Los españoles son adultos de la tercera edad, pero no sé si todos porque apenas se asoman a sus balcones; parece una familia de la vieja guardia, hecha a las costumbres antiguas, y supongo que el barrio les asustará un poco dado su cambio en los últimos años.
Pero el edificio contiene un fallo para ser una Torre de Babel completa: debería incluir dos pisos más para los asiáticos y para los negros (o africanos, como prefieran). Aquí un racista lo tendría difícil, aunque callara. El barrio también es otra metáfora del país: bares ibéricos y castizos, de vinos y de tapas, a la antigua usanza, de esos donde el camarero aún pega la hebra con cada parroquiano y en las paredes se ven los letreros del menú escritos a mano, los precios debajo, y donde hay carteles o fotos de futbolistas, de toreros, de viejas glorias, pero también bares españoles de estilo contemporáneo y música actual; bazares chinos en los que uno puede comprar desde comestibles hasta artículos para el baño o cuanto se le ocurra, y donde los propios hijos de los negociantes son quienes vigilan la mercaduría porque no tienen cámaras; restaurantes indios que huelen a pollo y a curry y que gobiernan muchos hombres y mujeres jóvenes; garitos moros o turcos para tomar té y comer kebab y a los que precede un olor a tabaco de manzana, cordero con salsas y freidurías; y tiendas de ultramarinos y comercios de africultores a cargo de los negros. Luego, por supuesto, están los vendedores callejeros, no los que desenvuelven en un mostrador endeble bocadillos de madrugada y collares y ajorcas, sino los que venden hachís y chocolate y te lo ofrecen mediante un susurro; suelen ser marroquíes. Los sábados por la mañana, además, brotan los puestos de fruta de los gitanos, y alguno de flores y de ropa interior.
No lo juzgo ni lo critico ni lo aplaudo, sólo apunto que el país es así, salvo si nos vamos a ciudades donde esta variedad aún no impera, ciudades de población envejecida o futuro gris y nebuloso. Pero sí apunto que lo complicado es lograr el equilibrio, la convivencia entre las culturas. En el país tenemos a los racistas de la ultraderecha, pero además contamos con un porcentaje de los propios inmigrantes que también es racista a su manera. Quien no quiera ver ambas opciones está ciego. O no sabe de qué va la vaina. De momento, y por suerte, en el barrio no hay disputa entre razas. Cada raza ya se pega bastante con los suyos, sean españoles, árabes o africanos.

viernes, septiembre 16, 2005

Querencias (Fragmento, de Juan Planas)

Quiero tu sangre en la mía. Y el acento de la blasfemia en los lupanares ebrios de los conventos, en las alcobas espantadas de las bibliotecas y en los antros tenebrosos de los cuarteles. Quiero los cuchillos en tu mano y mi mano en el filo. La sangre tiene sus exigencias. Me obliga a vengar el coro de las bestias que sobrevuela mi pasado y a transitar frenético por estos páramos en llamas que destilan el hedor trémulo de los dogmas y la embestida física de los estros peregrinos.
Quiero dejarte este poema prendido de un alfiler para que lo leas cuando anochezca. Y que los sueños te envuelvan de viejas historias con héroes y mendigos. Con príncipes de otros mundos que te abran otras puertas. Y espero que tengas la suerte de traspasarlas y la certeza de encontrarme pensativo y feliz en este lugar tan escondido.
(Este fragmento pertenece al libro de Juan Planas Bennásar, Insomnios. Cedido por el autor a este blog. Más información en http://jplanas.blogspot.com/)

Con o sin café (La Opinión)

Sale en televisión el anestesista de Valencia acusado de contagiar el virus de la hepatitis a sus pacientes y dice ser capaz de aguantar ciento cuarenta y cuatro horas seguidas trabajando sin ningún estimulante, con o sin café. “Y cuando quiera se lo demuestro”, añade, entre soberbio e insolente. Una mirada a los ojos y al rostro del propio anestesista nos revela que este hombre no está en sus cabales. No lo puede estar un tipo con esa cara, como arruinado por los opiáceos y por el sueño. Alguien que afirma resistir despierto seis días con sus noches sólo puede ser un superhombre o un cretino. O un cretino al que se le ha pasado el cerebro de rosca, que es lo que ocurre cuando una persona no pega ni una cabezada. Sospecho que los soldados que regresan de las guerras no sólo han sido afectados por tener la muerte cara a cara y observar los ríos de sangre y ver cómo fallecen sus compañeros y escuchar el ruido de las explosiones, sino también por la falta de sueño, por tantas horas en pie, de vigilia, disparando sus balas u ocultándose del fuego enemigo.
Sólo me he permitido una vez aguantar sin dormir algo más de cuarenta horas. No sé si lo he contado ya en este rincón: fue un Jueves Santo de hace años. Entonces, claro, uno era más joven y estaba en plena forma. Si lo intentara ahora caería redondo al suelo mucho antes de alcanzar esas cuarenta horas en vela. Recuerdo que al filo de las treinta horas sin echar una cabezada tuve una especie de visiones, como si encontrara fantasmas en mi camino, imágenes extrañas de insectos que se me cruzaban por delante. Un ejemplo: en una cafetería tomaba una revista de la barra, intentaba pasar las páginas y había un baile raro, una danza de letras y de moscas que sólo anidaban en mi cabeza. Ocurre también cuando uno va de viaje en autobús y hace tiempo que no duerme y trata de leer un libro. Nos vence el sueño y antes de pegar los párpados nos parece que sobre las páginas hay formas negras y apresuradas, como cucarachas, hormigas o moscas. En algunas películas sobre cárceles o dictaduras torturan a los presos impidiéndoles que concilien el sueño. Al final dicen que uno se vuelve loco.
Piensen en eso: unas cuarenta horas de insomnio hacen que veas visiones y fantasmas, que tus pensamientos no cuadren, que a veces te preguntes quién eres o cómo te llamas, que tus reflejos se hayan descoordinado. Y aplíquenlo a un médico que afirma resistir seis días trabajando. Con o sin café, añade. No dudamos de su capacidad, puesto que dijo que podía demostrarlo. Dudamos de que la cabeza le funcione al tercer día. Además, por si fuera poco, poniendo inyecciones, que, creo yo, es algo para lo que se requiere pulso, eficacia, una mente despejada y un cuerpo bien descansado. ¿Cuántas diferencias hay entre un hombre drogado o un hombre alcoholizado y un tipo que aguanta seis días trabajando sólo con auxilio del café? Me temo que no demasiadas. Al anestesista se le acusa de contagiar a los pacientes el virus de la hepatitis tras pincharse él con las agujas, queriendo o sin querer. Muchos de los pacientes de esos hospitales valencianos entraron para curarse y salieron enfermos. Entraron mal y salieron peor, en el colmo de la mala suerte y de la mala gestión. Casos como éste, quizá aislados y acaso poco frecuentes, son los que confieren a la sanidad ese temor actual de la gente, esa prevención. Hemos alcanzado un punto en que incluso desconfiamos de los hospitales. El hombre nunca estuvo preparado para los casos en que, para sanarse, entró en una clínica y salió con más enfermedades encima de las que padecía. Debe exigirse un control más férreo en la sanidad.

jueves, septiembre 15, 2005

Sobre la infancia (La Opinión)

Leemos en la web del diario El País este titular respecto a un escalofriante informe: “El 59 % de los adultos aprueba pegar alguna vez a sus hijos”. Dentro del titular entrecomillan “alguna vez”. Aún más dura suena la primera frase de la noticia: “Me duele más a mí que a ellos”. Suponemos que la habrá dicho algún padre violento, en su descargo. El informe ha sido elaborado por Save The Children, ONG que ha hecho su estudio hablando con padres e hijos de España, Latinoamérica y Asia. Pero eso no es todo: un 47 % de los muchachos encuestados admite que sus padres tienen derecho a pegarles. Un suponer: tal vez los padres son jóvenes, nuevas generaciones, que por lo que se ve son las peores. Peores que la generación precedente, digo. Ya saben, ese modelo de padres jóvenes que van al supermercado en chándal, y que llenan el carro mientras la mujer le arrea un sopapo al hijo delante de la cajera y los compradores; por supuesto, no estoy generalizando: he visto familias de ese pelo. No son todas, claro. Si no, el futuro se llenaría de psicópatas a los que pegaron mucho de pequeños. Pero se ven unas cuantas, por la calle o en el súper. También da miedo otra evidencia: en las encuestas algunas personas suelen soltar una mentira, dicen justo aquello que no hacen. De ahí, se deduce que serán más los padres que peguen a sus hijos y callen.
Pero continúan los escalofríos. Encima de esta noticia hallamos otro titular que no estimula precisamente nuestra confianza en el hombre y en lo que el hombre le está haciendo al mundo: “Hallados once niños discapacitados encerrados en jaulas en Ohio”. Las jaulas medían un metro de alto por uno de ancho. Los culpables eran un hombre y una mujer que habían recogido en adopción a los chicos. No me resisto a copiar este párrafo: “Las puertas de las habitaciones a su vez eran bloqueadas con objetos pesados para que los niños no pudieran escapar. Los menores carecían de sábanas, mantas o almohadas”. Según los dos responsables, un psiquiatra les recomendó que los niños durmiesen en jaulas. Creían, pues, que estaban haciendo el bien, como sin duda creen que están haciendo los padres que sueltan sopapos a sus hijos. Una vez, en la peluquería (una peluquería para ambos sexos), una señora hablaba de sus retoños y dijo: “Un bofetón a tiempo siempre viene bien”. Como no estaba inmiscuido en la conversación, sólo pensé, con tristeza: “Esta pobre mujer ha olvidado su infancia”.
La cosa no se acaba: estamos en las páginas de sociedad, que siempre contienen miga. Más abajo, otro titular relacionado con niños: “Detenida en Jaén una pareja por prostituir a sus dos hijas menores”. Según el alcalde de la localidad en cuestión, un pueblo de Jaén, los progenitores tenían un bajo nivel económico y cultural. Esperamos que esa no sea la excusa de la pareja para alquilar los cuerpos de sus hijas. No hay excusa posible. Sólo las mentes enfermas son capaces de tales vilezas. Prosigamos, porque encima de éste hay otro titular: “España se sitúa a la cabeza de la OCDE en jóvenes que no superan el bachillerato”. No nos dicen si a esos muchachos los pegaban o si a algunos de ellos los prostituyeron. Pero eso no es todo, amigos: encima de éste, otro titular dice que aumenta en este país el número de bandas juveniles con prácticas mafiosas, a imitación de las pandillas de origen latinoamericano. El modelo comenzó al sur de los Estados Unidos; de ahí pasó a Centroamérica; ahora entra en España. El último titular asegura que hay listas de espera en los centros de internamiento de menores. ¿Creen que está todo relacionado? Sumen dos más dos.

miércoles, septiembre 14, 2005

Vigilados (La Opinión)

En la actualidad, programas del tipo “Gran Hermano” carecen de sentido: hoy día somos vigilados constantemente; la intimidad apenas existe, salvo si uno permanece encerrado en casa y con las persianas bajadas. Cada día estamos todos en el punto de mira de muy diversos objetivos: las fotos que nos hacen los amigos, las imágenes que nos sacan en las bodas, los turistas que graban la calle con sus cámaras y los vecinos que desde su ventana filman cualquier cosa, desde los accidentes chapuceros (un señor que tropieza, un chaval que se cae del monopatín) hasta las tragedias cotidianas (incendios, atentados, derrumbes), y también las cámaras de vigilancia de las tiendas, de los cajeros automáticos, de los bancos, de los supermercados, del metro, etcétera. Parece como si hubiera una lucha en registrar la vida diaria: de un lado, los vigilantes que velan por nuestra seguridad y la seguridad de las empresas; por otro, los ladrones y terroristas que deben radiografiar todo para sus golpes; y, por último, los ciudadanos de a pie que gustan de filmar cuanto ven. Nuestras vidas están resumidas ahí.
Hace poco descubrí un programa curioso, un servicio ofrecido al internauta por Google, ese portal imprescindible en internet con el que sus dos jóvenes creadores se han hecho millonarios y que, entre otros usos, nos permite la traducción de páginas web, la búsqueda de imágenes y documentos, la lectura de noticias actualizadas. El programa en cuestión es Google Earth, mediante el cual uno, desde su monitor, puede moverse por el planeta, como si fuera un pájaro que planea por los cielos. Las imágenes son recibidas desde los satélites y actualizadas cada poco. Las cámaras se aproximan mucho y uno puede mirar los campos de fútbol, los edificios emblemáticos y célebres, las piscinas públicas y privadas, los áticos y tejados de las viviendas. La primera vez que lo vi estuve buscando algunos lugares de Madrid, como el edificio en el que vivo y las casas de algunos amigos. Se rumorea, no obstante, que podrían prohibirlo o restringir su uso en lo sucesivo, pues se especula con que podría ser una herramienta perfecta para latrocinios y actos terroristas: con Google Earth uno puede asomarse al mundo, ver las ciudades, estudiar las calles y las casas, y los puntos estratégicos, tales como las bases militares o los edificios oficiales. La última vez que utilicé el programa, Zamora aún no aparecía, pero será cuestión de tiempo. Para quienes vivimos fuera, reducirá la nostalgia asomarse a su tierra y ver la Plaza Mayor, el Duero o los puentes. Por otro lado, estos días Google Earth está de moda porque permite ver desde el cielo, a través del ordenador, los destrozos del huracán que arrasó Nueva Orleáns.
He leído en un periódico que no se conoce con exactitud el número de cámaras que durante el día vigilan al hombre de cualquier país desarrollado. Dicen en el mismo diario que, en el metro de Madrid, habrá unas tres mil cámaras. Se observa al hombre con los satélites, con las cámaras de los estadios, de algunos trabajos, de los comercios, de las calles. Cada uno de nosotros, sin saberlo o, sin advertirlo, protagoniza a diario su propio “El Show de Truman”. El peso abrumador de esta vigilancia se nota más en ciudades como Madrid: cada vez que uno levanta la vista (comprando, caminando, viajando en metro) encuentra el ojo silencioso y algo sobrecogedor de una cámara. ¿En cuántas fotografías sale uno a lo largo de su vida? ¿En cuántos registros? ¿En cuántas cintas de cuántas cámaras? Además de vigilar nuestros pasos, ¿alguien vigila nuestras vidas? Pero luego no sirve de nada: a los terroristas sospechosos de serlo nunca los cogen antes de sus atentados porque, se dice, no hay pruebas.

martes, septiembre 13, 2005

El paraíso del bienestar (La Opinión)

En esta ocasión también los contendientes peinaban canas. Uno era alto y el otro bajo. El primero era panzudo, y llevaba la camisa abierta para que viéramos su pecho blanco. El segundo era espigado, y vestía una camisa de cuadros y una mochila al hombro. El alto tenía bastante pelo en la cabeza, aunque gris; el bajo era medio calvo, pero también le clareaba el cabello en las sienes y en la nuca. Supuse que ambos estaban borrachos, con una curda del quince, de esas en las que, cuando te estrellan los puños en los dientes y en la nariz, no sientes nada. Me asomé al balcón a verlos, una costumbre que tienen unos cuantos vecinos de por aquí: en cuanto oímos jaleo e insultos en el viejo español plagado de tacos nos asomamos a ver el espectáculo. Es casi mejor que el teatro, y no nos cuenta un céntimo.
Todas las peleas o bufonadas (porque algo de bufonesco y de patético contienen) que he visto en los últimos meses son idénticas, sólo cambia uno de los oponentes o los dos, dependiendo: hay un banco con cuatro bebedores sentados. En el suelo, los cartones de vino, las litronas y las latas de cerveza. De pie suele haber dos o tres, que son por lo general los que se calientan. El gallo más empavonado o bebido del corral es el que saca a bailar a otro de los presentes. Lo insulta a voces, lo llama de todo, tacos y juramentos y blasfemias que no voy a reproducir. El gallo suele perseguir, caminando despacio, al agraviado. Y suelta su retahíla de insultos. El segundo no parece tener ganas de pelear. Pero al final, tras escuchar cómo le mentan a la madre y arrastran por los suelos su hombría y su dignidad, se acerca y se enzarzan. Intercambian puñetazos. Esos puñetazos flojos, cansados, sin fuerzas, propios de quienes están aplastados por el alcohol. Se aproximan, y el más hábil (que suele ser el agraviado: en el caso que hoy nos ocupa, el tipo bajito) le suelta un gancho al otro. Más insultos. Se alejan. Vuelven a acercarse. Intercambian más puñadas, pim, pam, puf, plaf, como en los cómics. Alrededor, la gente de la plaza deja lo que esté haciendo y se pone a observar. Es raro que medie nadie. Lo más esperpéntico del asunto es la estampa de los compañeros de ambos luchadores, los del banco. Se limitan a mirarlos. Nadie mueve un dedo, se nota que están habituados y agradecen no ser ellos, ese día, quienes están bregando. Desde el balcón les veo los cuatro cogotes. Cuando la bronca se desplaza hacia atrás, o sea, en plena calzada para estupor de los conductores que tratan de pasar por allí con el coche, los del banco ni siquiera giran la cabeza para ver cómo acaba aquello. Tal vez porque ya saben lo que ocurre: una vez repartida la lotería de ganchos, uno se va a un extremo de la plaza y el otro se queda donde el banco. Una hora después no es raro ver a los dos hombres que se pegaron y bajaron a todos los santos del cielo sentados en el mismo banco, como si no hubiera pasado nada.
A mi juicio, lo más chocante de estas peleas diarias es que los boxeadores alcohólicos suelen peinar canas. Fulanos de cincuenta y sesenta y tantos tacos para arriba. Eso, para que luego digan que si la juventud esto y que si la juventud lo otro. Tampoco es raro enterarse de noticias sobre ancianos que llegaron a las manos y a los cuchillos por pijadas, por un quítame allá esas tierras o porque uno le quitó el aparcamiento a otro. Lo cuento para que vean que la sociedad se ha hecho a la idea de que todos los males callejeros corren por cuenta de los jóvenes, como si fueran los únicos que beben, se pelean y la arman. Sin embargo, los de la plaza tienen la excusa de que no les queda nada: han sido expulsados del paraíso del bienestar.

lunes, septiembre 12, 2005

Monstruos submarinos (La Opinión)

El año pasado una de las novelas que causó furor entre el público y la crítica fue “La pell freda”, del autor catalán Albert Sánchez Piñol. Se tradujo al castellano como “La piel fría” y tuvo idéntico o superior éxito. Se ha traducido a numerosos idiomas y su fama no ha dejado de aumentar. La alegría era triple: se convirtió en un best-seller de España y de otros países, el escritor pertenecía a las letras catalanas y, por si fuera poco, contaba una historia en la que confluían la aventura, el miedo y lo fantástico. Era, pues, una novela atípica, algo raro en las letras. Confieso que el mayor motivo de gozo, para mí, fue que un libro español y de tema fantástico alcanzase dicha popularidad. Siempre me ha dolido que en España las obras de aventuras, de terror, de fantasía, de ciencia-ficción sean consideradas obras menores. Los tiempos y la crítica impusieron una especie de pauta según la cual sólo eran grandes las novelas españolas que abordaran el realismo y la guerra civil, entre otros (muy pocos) argumentos. Fuera de esa pauta todo se relegaba al cajón del olvido. Sánchez Piñol, antropólogo de profesión, ha logrado el éxito con una novela de acción y fantasía, y esto habrá dejado estupefactos a los críticos y editores, del mismo modo que Arturo Pérez Reverte y Carlos Ruiz Zafón conquistaron el mercado con novelas de aventuras y de misterios. Compré la novela en su momento y la dejé en el estante. Ahora que Piñol está a punto de publicar nuevo libro, “Pandora en el Congo”, he considerado el momento de leerla.
Lo hice en un par de días. En dos tardes. “La piel fría” contiene el sabor de la aventura, de esas novelas que nos entusiasmaban en la infancia y que trataban de islas, misterios y peligros. En la contraportada del libro aseguran que es difícil de explicar, pero el argumento (en un sentido superficial y a grandes rasgos, porque sus páginas encierran reflexiones y metáforas) es sencillo: un meteorólogo es destinado a pasar un año trabajando en una isla diminuta y perdida en el Atlántico, en la que sólo hay una cabaña, un faro y un hombre extraño. Pronto descubre que, al caer la noche, la isla se puebla de monstruos submarinos. No despojo de sorpresa al libro porque esto ocurre al principio. Lo interesante de la novela no es que unos atacantes nocturnos y grotescos asedien a los protagonistas, sino las reflexiones posteriores del narrador sobre el miedo, la soledad, la guerra, la distinción entre razas dispares y seres desconocidos. Se nota que el autor es antropólogo. Le interesa por qué razones la primera reacción del hombre frente a lo extraño y a los seres diferentes es el ataque y la defensa, la violencia y el temor. Sólo le reprocharía a la narración un regodeo en las metáforas y analogías; en algunos pasajes resulta excesivo. Su lectura y la descripción de las criaturas acuáticas del mar me han recordado películas como “Creature from the Black Lagoon” (“La mujer y el monstruo”) y la italiana, algo casposa y muy divertida “La isla de los hombres peces”. La novela, inquietante, no entra en el género de terror. Sin embargo, al terminar el libro e irme a la cama tuve una pesadilla relacionada con monstruos, parecidos a los que describe Piñol, pero más repulsivos y terrestres, habitantes de las entrañas del submundo. Es raro esto de inventarse criaturas en los sueños.
Va siendo hora, de una vez por todas, de que apartemos de nuestra cabeza ese criterio según el cual una obra española con tintes fantásticos, terroríficos, aventureros o violentos es menor. La historia de la literatura y del cine de otros países está repleta de autores que cultivaron con pericia esos géneros. En la tierra natal de cada uno raras veces se les ha relegado al cajón de los raros o de los olvidados.

domingo, septiembre 11, 2005

Estatuas humanas y callejeras (La Opinión)

Quien haya pasado por la calle Preciados y alrededores es probable que se haya detenido a observar a los artistas callejeros que por allí se ganan el pan. Quienes más llaman la atención son las estatuas humanas, hombres pacientes y solitarios. Entre ellos, hay uno al que se conoce popularmente como “El hombre del viento”. Es un director y actor argentino que dice que su interpretación de un tipo sometido a los latigazos del viento no es su medio de subsistencia, sino su manera de desarrollar su arte. Lo he leído en algún periódico. En una película española de los últimos años aparece de extra, entre la multitud que huye o grita (no recuerdo ahora de qué título se trata), haciendo de lo mismo, de hombre que lucha contra el viento: una peluca peinada hacia atrás, la corbata tiesa y hacia arriba, el abrigo y el resto de la ropa hinchados, como si lo empujara un vendaval. Se planta en la calle, con una pierna adelantada respecto al resto del cuerpo, y permanece inmóvil, en una postura difícil para los músculos mientras los transeúntes se paran y lo observan y se ríen.
El jueves por la tarde lo vi cuando estaba a punto de ponerse a trabajar. Se me hizo raro descubrir su movilidad, pues hasta entonces siempre lo he visto como una estatua humana que no pestañea y apenas respira. Unos metros más allá otro tipo congregaba a varias personas en círculo. Era un hombre pintado como de hojalata, con indumentaria militar (casco, botas, metralleta), subido en una caja o en una banqueta. Uno de esos individuos que sólo se mueven cuando resuena la calderilla del público. Hacen un gesto y con ello logran alivio, porque cambian de postura. Yo imagino que estos hombres deben terminar la jornada con dolores musculares, agujetas, agotamiento, hambre. Piensen en su trabajo: se trata de aguantar inmóviles durante horas, a merced de la indeferencia y de la piedad y de la burla de los ciudadanos, de las inclemencias del tiempo y del aburrimiento. Es cierto que así pueden aislarse del mundo y perpetuar su soledad interior. Pero a cambio no hablan, no se mueven, sólo observan y esperan. Esa tarde vi a una tercera estatua humana. La visión de estos artistas, su comicidad hecha de gestos mínimos cuando las monedas de los paseantes golpean su cuenco, alivia al personal, agobiado por las escenas duras de los indigentes con cartel de esa calle y las contiguas: hombres y mujeres sin brazos, o sin una pierna, o tan deformes de nacimiento o accidente o enfermedad que parecen huidos de una barraca de freaks o de un sanatorio. Estos tienen bastante con lograr sobrevivir. Tampoco se mueven mucho. Algunos se arrodillan, otros se sientan en el suelo, los hay que se colocan de cara a algún escaparate, no sabemos si por ocultar las facciones o por rehuir la vergüenza que siempre supone estimular la piedad ajena.
También abundan los músicos callejeros. Me sorprende cuando, en vez de un solo hombre, se congrega una orquesta al completo. Por supuesto, estos roban la atención de los músicos solitarios: gozan de la ventaja de una música con más instrumentos, más registros, más volumen. Hay individuos sin taras ni instrumentos ni cualidades artísticas que se dedican a cantar a capella. Lo hacen mal y se nota que, tras comprobar que sus vecinos de acera tocan la flauta o la guitarra o hacen de mimos, o que están tullidos, ellos intentan ponerse a su altura. Sólo les queda la voz y hacen lo que pueden. Por allí, por Preciados, hay un chico que pide limosna y parece aturdido o trastornado por la droga. Me dijeron que era zamorano, o al menos que estuvo pidiendo muchos años por Zamora. No recuerdo su rostro al verlo.

sábado, septiembre 10, 2005

Recomendación: Una historia conmovedora, asombrosa y genial, de Dave Eggers


Libro que supuso el impresionante debut del innovador Dave Eggers, editor de McSweeney's (http://www.mcsweeneys.net/).
En Una historia conmovedora, asombrosa y genial asistimos a las memorias noveladas del propio Eggers, quien perdió a sus padres a los veintiún años y tuvo que encargarse de cuidar a su hermano pequeño.
El autor recurre a una mezcla de humor, ternura y drama para contar su historia y sus miedos, en una novela en la que aparecen unos cuantos famosos, como William T. Vollman o Crispin Glover. La narración, en varios pasajes, está emparentada con El guardián entre el centeno, especialmente en aquellos momentos en los que el protagonista da rienda suelta a sus delirios y a su fantasía e imagina su muerte o el asesinato de su hermano y los funerales correspondientes, rcurriendo a la ironía y a la resignación.
El libro, por otra parte, es casi imposible de conseguir en España, salvo si se indaga en algunas librerías de viejo de internet. Pero merece la pena: es una narración divertida y tierna y algo triste mediante la que podemos leer a uno de los escritores más vanguardistas de Estados Unidos. Fue nominado al Premio Pulitzer.

Adiós a Ed Bunker (La Opinión)

Es probable que a la mayoría de la gente el nombre de Edward Bunker no le diga nada en absoluto. Que no le suene a los lectores. Excepto si uno les aconseja que traten de recordar las caras duras de los hombres de traje negro de “Reservoir Dogs”, ese clásico violento de Quentin Tarantino. Si exceptuamos al jefe calvo, había siete hombres, seis de ellos bien vestidos y el séptimo con chándal. Ed Bunker era el único de la panda que apenas mascullaba alguna frase, y el más viejo de todos. El Señor Azul (o Mister Blue). El hombre silencioso del grupo pasaba desapercibido por parecer mudo, y poseía uno de esos rostros pedregosos, torturados y graníticos que tanto le gustan a Tarantino (pensemos en Robert Forster, en David Carradine, o en su idolatrado Charles Bronson). Si escribo hoy de Edward Bunker es porque murió el día diecinueve del pasado mes de julio, y me acabo de enterar leyendo las habituales necrológicas del número de septiembre de la revista Fotogramas, las únicas páginas donde he encontrado la noticia. Quizá los periódicos la dieron, pero no la vi. Dudo que informaran de su desaparición, pues su fallecimiento ha pasado tan desapercibido como su papel en la ópera prima de Tarantino. En memoria de aquel tipo, le dedicaremos unas líneas. Su biografía merece la pena.
Hace años, tras ver por enésima vez “Reservoir Dogs” e indagar en la filmografía de sus actores principales, me pregunté quién era el silencioso Señor Azul, el tipo con menos protagonismo del filme. Me preguntaba por qué demonios lo sacó Tarantino, si su papel era trivial. Respuesta: constituía un homenaje del director. La vida de Bunker es curiosa: fue escritor, actor ocasional y asesor en algunas películas policíacas o carcelarias. También escribió tres guiones. Pero su fama proviene de su pasado en las penitenciarías. Fue delincuente en su juventud y presidiario casi toda su vida. El año pasado compré su autobiografía, “La educación de un ladrón”, publicada por la Alba Editorial. Incluye un prólogo del prestigioso William Styron. El libro recibió el Premio McCallan Golden Dagger a la mejor obra de no ficción de género negro (no me pregunten qué galardón es: no tengo ni idea). Dado que mis pesquisas me habían llevado a sus libros autobiográficos, de los que sólo “Libertad condicional” se había traducido en España, aguardé como agua de mayo esas memorias. Nos sucede con infinidad de libros: vamos aplazando su lectura hasta que creemos llegado el momento oportuno. Hasta hoy no he leído “La educación de un ladrón”. Una lástima, porque el artículo hubiera sido más completo.
Ed Bunker, hijo de una corista y de un tramoyista, entró en la prisión de San Quintín a los diecisiete años. Su trayectoria anterior incluía el paso por orfanatos y reformatorios. En los períodos de libertad se dedicó al robo, al timo callejero, a la venta de marihuana... Fue el recluso más joven de San Quintín; esta experiencia puede verse en “Animal Factory”, de Steve Buscemi, adaptación de la novela homónima. En la cárcel descubrió los libros. Se convirtió en escritor. Luego llegaron la libertad y las películas. Su nombre es sinónimo de culto entre los autores de novela negra. Incluso James Ellroy lo admira. Participó en varias películas de secundario, de asesor, de guionista. Fue colega de cárcel de Danny Trejo, ese actor con la cara hecha un cromo y comida de cicatrices que sale en muchos filmes de Robert Rodríguez. Bunker fue un tipo duro en su vida y dicen que feroz y muy talentoso en la escritura. Él mismo dijo que había jugado mal las cartas que la vida le repartió.

viernes, septiembre 09, 2005

Discursos vacíos (La Opinión)

El otro día se reunieron Zapatero y Rajoy. Al parecer, no alcanzaron acuerdos. Es como juntar en una misma habitación a un ciego y a un sordomudo, igual que ocurre en “Un cadáver a los postres” con el mayordomo y la cocinera: el entendimiento es imposible. No obstante, aunque no se alcancen acuerdos, uno y otro saben de qué pie cojea el contrario. Por eso no comprendemos que Rajoy, con su verbo nada fácil, arrojara una frase a los reporteros como quien arroja carnaza a los tiburones. Dijo que no sabía muy bien por qué se le había convocado y que no había entendido nada. Aquí intentó hacer el humor de Aznar, y le salió como el humor de su predecesor: mal. O sea, bien. Quiere decirse que los chistes de Aznar eran muy malos y los de Rajoy son todavía peores, con lo cual la imitación es más o menos correcta.
Lo que le ocurre a Rajoy en el momento actual es lo que le sucede a la lechuga de una ensalada. Al principio, puesta en la ensaladera, aporta frescura y sensación vigorizante. Se aliña. Mejora el sabor. Cuando pasa un cuarto de hora, o así, la lechuga se estropea, se ablanda, flojea. Es una lechuga trasnochada, solemos decir. A Rajoy le ocurre lo mismo que a esa lechuga de la ensalada. No empezó mal. Era un buen adversario de ring, con gancho firme pero sin perder las formas, sin abandonar la educación. El tiempo ha pasado y quizá sus comparsas pensaron que su actitud era peligrosa para el partido. Le habrán exigido que dé más caña. El caso es que, de un tiempo a esta parte, surgió otro Rajoy, rancio como la lechuga vieja y maestro en soltar disparates por esa boquita de piñón. En cada una de sus apariciones hace las delicias de los coleccionistas de chorradas. Cuando lo veo en televisión me asalta la vergüenza ajena y la risa, dependiendo de lo que diga. En aquellos tiempos en los que Aznar lo designó su sucesor, un amigo mío me advirtió que era un gran político. Lo fue, debemos añadir.
Hay políticos que nunca deberían abrir la boca. Rajoy es uno de ellos en esta nueva temporada en la que se mueve con estilo agresivo. Pero también recuerdo otro político, esta vez mujer y esta vez socialista, muy poco diestro en la palabra. Me refiero a la ministra de Cultura. Meses atrás me invitaron a la cena de una entrega de premios literarios, organizada por la Asociación Colegial de Escritores de España, y aquí lo conté. Al final de la velada, la ministra Carmen Calvo subió al estrado para endiñarnos un discurso sobre la cultura. No lo comenté en su momento, en aquella columna, porque yo hablaba de literatura y sus pormenores. El discurso fue otra cosa, y lamentablemente me viene a la mente cuando esta mujer comparece en los medios: un discurso propio de Martes y Trece cuando hacían aquellas supremas parodias. Un discurso en el que iban colándose frases de este pelo: “La literatura es mu bonita”, “Yo creo que leer está mu bien”, “Estos premios son necesarios”. Menudo bochorno, imagínense. Toda aquella gente trabajando a destajo con la lengua para mejorar la literatura y el idioma, y una ministra sube a la tarima y se expresa como en las parodias de la tele. Se hubiera necesitado más rigor, más seriedad, menos frases dignas de Barrio Sésamo. Peso así sucedió. Sabemos que la tarea del político no es fácil. Que debe mantener una imagen, no meter la pata cuando abre la boca, pisar terreno firme para no descalabrarse, caminar siempre en la cuerda floja, etcétera. Lo que es intolerable es que algunos, como los mencionados, no digan nada (al menos nada valioso, nada digno de ser reseñado), salvo vaguedades, y los medios lo recojan como si fuese maná.

jueves, septiembre 08, 2005

Líderes mundiales (La Opinión)

Vaya por delante que no tengo nada en contra de los consumidores de rayas, pero me repatea esperar a la puerta de los servicios de los pubs de madrugada, agobiado por las ganas de orinar, mientras dentro se preparan un par de tiros. En Madrid no me ha ocurrido porque, de momento, salgo poco de bares. En Zamora, a partir de las cuatro de la mañana, en algunos garitos aguarda uno en la puerta de los servicios de caballeros sin que le dejen entrar hasta que no se hayan llenado un par de napias. La razón es simple: las rayas de speed o de cocaína se preparan mejor sobre el lavabo, ayudándose de la tarjeta de crédito o el carnet de identidad y algún billete enroscado; hacerlo junto al váter, supongo, es una guarrería o lo parece. A esas horas los consumidores están tan ciegos que acaso piensan que uno no se da cuenta, pero los ve salir en pareja y con los ojos enrojecidos, guardándose el billete en la cartera, con alguna mota de polvo blanco entre la nariz y el labio superior. Hay algunos que hasta se han olvidado el dni junto a los grifos. Por mí como si se introducen un palo por las fosas nasales. Me revientan, sin embargo, las largas esperas, el dolor en la vejiga de aguantar las ganas de orinar, el aire de superioridad culpable con la que salen por fin los consumidores y observan de refilón la cola que se ha formado por su culpa.
Este problema es más grave de lo que creen algunos. España figura, en la actualidad, como el primer país del mundo en consumo de cocaína. Podríamos decir que los tabiques nasales del país se están pudriendo si no fuese porque es una metáfora demasiado facilona. Como todos estamos muy preocupados por cuanto sucede en el exterior, no parece que esta noticia haya aturdido a mucha gente. Resulta fascinante que un país pequeño sea el lugar donde más coca se consume, superando incluso a Estados Unidos, que creíamos la fuente de todos los males y los vicios.
Sin embargo, lo hemos dicho demasiadas veces: lo de meterse rayas no preocupa tanto como, por ejemplo, los botellones o la ingesta de copas en la puerta de los bares o el tabaco en los garitos. Los botellones molestan a los hosteleros y a los vecinos de la zona donde se celebran. La ingesta de copas en la puerta de los bares perjudica a quienes viven en los edificios contiguos. El tabaco en los garitos enoja a quienes copian los modelos de otros países. La práctica de la raya o el consumo de pastillas no molesta a nadie: el asunto es inoloro, silencioso y en los bares no hay competencia porque no venden droga en la barra. No molesta a los vecinos, ni a los hosteleros, ni a los guardianes de lo correcto. Sólo nos irrita a unos cuantos cuando nos orinamos en el pub de madrugada y no hay forma de lograr que se metan esa farlopa en la calle. Enfada al pueblo que unos cuantos chavales se reúnan y tomen sus copas en la zona de botellón o en los bares, enfada que el personal fume en los garitos, pero a nadie le importa que tanta gente joven se infle a rayas en los servicios de los pubs y las discotecas, que son los lugares habituales para ponerse ciego. Luego, a la mayoría, se les identifica rápido: son esos que se mueven y caminan y bailan como si les hubieran metido una descarga eléctrica por el ano. Hace años, en la lista de las más vendidas en España, estaba la heroína. El lugar se lo ha arrebatado la cocaína; también, si no me equivoco, las pastillas de diseño. Según Antonio Escohotado, hubo un momento en que la cocaína fue adquiriendo “connotaciones de droga selecta y a la moda, para triunfadores o aspirantes a dicho estatuto”. Hoy te dicen que meterse una raya es guay. Somos líderes mundiales en consumo de cocaína. Felicidades a los premiados.

miércoles, septiembre 07, 2005

Los misterios del museo (en Galaxia, nº 16)



En el número de septiembre-octubre de 2005 de la Revista Galaxia (Premio de la European Science Fiction Society a la mejor revista europea en 2003), acaban de publicar mi cuento Los misterios del museo.

El relato, de corte fantástico, guarda relación con la Semana Santa, y cuenta la historia de un ladrón que se cuela en un Museo para robar, sin saber las pesadillas que las figuras le depararán. Lo escribí mucho antes de ver La Pasión de Cristo. De haberlo escrito después, hubiera añadido más sangre. Puede consultarse el índice de contenidos de la revista en su web http://www.revistagalaxia.com/

Escenario (La Opinión)

Caminábamos por el barrio, y en concreto atravesábamos la Plaza de Lavapiés (¿dónde iba a ocurrir, si no?), cuando un hombre con barba de dos días y algo desaliñado nos preguntó, con mucha educación, si le podíamos hacer un favor. Depende, respondí. Era de esa clase de individuo del que uno intuye que está en el paro, uno de esos hombres con los ojos arruinados por la vida a la intemperie y con la fatiga supurando por cada uno de los poros de su piel. No era un vagabundo de los que llevan sus exiguas pertenencias en un carro, junto a trapajos y cartones, ni un mendigo tullido, sino una de esas personas rotas que aparecen en “Los lunes al sol”, acodadas en las barras de los bares mientras beben un chato tras otro y se preguntan si su existencia posee algún sentido. Nos quedamos a escuchar lo que tuviera que decir, ya que lo pidió con amabilidad y un tono humilde en la voz. No tengo techo bajo el que vivir, dijo. No tengo tabaco para fumar, y paso el día en la calle. Pero necesito, añadió, un cartón de vino. No quiero inventarme historias, os digo la verdad: sólo pido que me deis unas monedas para ir a comprar vino. Le dimos un euro, pero dijo que no le alcanzaba para un cartón (lo cual no es cierto), y le dimos otro. Las razones para darle esa limosna son sencillas: de algún modo, y aunque el tipo me sonaba de verlo envuelto en las habituales y patéticas broncas de borrachos del barrio, me había conmovido que no mintiera. No sé si me explico: me repatean esos fulanos que uno encuentra en las esquinas y que nos asaltan diciendo que sólo les faltan cincuenta céntimos para coger un autobús e irse de la ciudad; y aunque uno les dé el dinero, los ve un día y otro y al siguiente y con el mismo cuento. Prefiere uno la verdad, acaso más dolorosa que la invención.
Unas horas después quedamos con unos amigos en un extraño local que hace las veces de restaurante, bar de cañas y pub de copas. El ambiente, desde luego, no guarda ninguna relación con los borrachines de los bancos de Lavapiés, escenario de obras dramáticas y reales. Por eso me interesa el salto: de cruzar un sitio donde se amontonan los vagabundos, los inmigrantes y los beodos a entrar en un garito en el que sólo falta en la barra un David Niven resucitado y con pajarita. El sitio se llama Teatriz, y está en Hermosilla. Es el antiguo Teatro Beatriz reconvertido en bar y restaurante. En la platea, donde deberían estar las butacas, hay mesas para que los comensales cenen. El techo de esa sala está cubierto de cortinas. Nosotros nos acodamos en la barra, ubicada justo en el escenario. La barra es cuadrada y dentro tiene a un camarero simpático, quizá filipino, que ensaya trucos de magia entre la preparación de uno y otro cóctel. Pero lo que me entusiasma es mirar al techo: se ven los andamios herrumbrosos del viejo teatro, las paredes de ladrillo, desnudas y envejecidas, la larga escalera que conduce hacia arriba, donde debieron colgar los focos. Da la sensación de que allí sólo falta el Fantasma de la Ópera, descolgándose por las cortinas y tirando mucho de las cuerdas del andamiaje. Si a uno se lo cuentan, como hago ahora, creerá que el sitio es hortera. Pero hay que verlo para refugiarse en esa sensación de que uno está en mitad de una obra. Se siente uno como si su vida fuera teatro, y así es, sólo que aquí se acentúa la sensación. Sirven cócteles y me pido un Bloody-Mary.
Regresamos en taxi. Los taxistas de Madrid van como locos, y hacen el trayecto como si hubieran participado en la carrera de cuadrigas de “Ben-Hur”. Llega uno con el corazón en la boca. Ha visto, en pocas horas, las dos caras de la ciudad. Ha estado fuera y dentro del escenario. Literalmente.