sábado, diciembre 31, 2005

Esa línea borrosa (La Opinión)

En una ocasión alguien me dijo que, cada vez que regresaba a su ciudad natal durante una temporada, aquello le recordaba a "Beautiful girls", un filme de culto de los noventa dirigido por Ted Demme, quien falleciera hace unos años (murió de un ataque al corazón mientras jugaba un partido de baloncesto, y se rumorea que había esnifado cocaína antes de entrar en la cancha). "Beautiful girls" comienza con un pianista que regresa a su pueblo, uno de esos pequeños pueblos norteamericanos en los que siempre hay nieve sucia en las aceras y policías desconfiados que charlan con los vecinos. Dicho pianista, interpretado por Timothy Hutton, vuelve para una reunión de antiguos alumnos, y realiza el viaje metido en una crisis sentimental y artística. En alguna parte citan esta obra con la siguiente frase publicitaria: "Una visión de la vida de cinco amigos de la infancia en una ciudad pequeña donde nada cambia". Una ciudad pequeña donde nada cambia (pero, en el fondo, esencial para recordar el pasado y para enfrentarse a los dilemas vitales). Creo que fue por esa razón por la que, a aquel tipo, lo de volver a su tierra le recordaba a "Beautiful girls": que apenas nada cambia, salvo el rostro poco a poco envejecido de las personas; que los bares habituales siguen en pie, y los amigos que uno dejó atrás continúan en sus puestos; que las costumbres de antaño son idénticas y el tiempo no parece transcurrir. Se establece una lucha, entonces, entre el pasado y el futuro, entre lo que uno fue y lo que será, mientras en el presente se afronta lo que uno es, y se decide si uno caminará hacia atrás o hacia delante. Casi todos los personajes de aquella película, tanto los que regresaban como los que nunca habían salido de su pequeño pueblo, estaban desorientados.
Estos días he comprobado, en cierta manera y en carne propia, que la vida no es muy diferente de cuanto relatan en "Beautiful girls". Pero también las circunstancias actuales me traen a la memoria no sólo este fabuloso título, sino también una novela extraordinaria de mi adorado John Fante: "La hermandad de la uva", de la que hablé hace tiempo en este rincón. En sus páginas (anteriormente se conocía en España, en otra traducción, como "La cofradía de la uva") se nos cuenta el regreso de un hombre, ya maduro, al pueblecito de su infancia, en California. Allí debe lidiar con la guerra que hay entre sus progenitores y hacer frente a los fantasmas del pasado, además de intentar someter a un padre descendiente de italianos, rebelde, alcoholizado y pendenciero, siempre paseando por el filo de la navaja. La novela sirve para describir las relaciones del protagonista con sus familiares, amigos y conocidos, pero su propuesta va más allá: una vez que uno pisa el suelo de su infancia el recuerdo se activa. Es, entonces, hora de echar cuentas, de revisar los actos que convirtieron a una persona en lo que es, de tomar decisiones. De averiguar quiénes somos.
Ambas obras, "Beautiful girls" y "La hermandad de la uva", se adentran en algo que no se dice, pero subyace en las situaciones que nos cuentan: que el regreso al sitio pequeño del que uno salió supone, también, un alivio. Un alivio temporal por escapar de los agobios de las grandes ciudades, un alivio temporal por la vuelta a los detalles y a lo íntimo, a las cosas que importan, al territorio extraño e indómito en el que conectan el pasado y el futuro, en esa línea borrosa en la que no estamos muy seguros de nuestra identidad. Es curioso el modo en que a algunas personas nos funciona la mente: siempre nos obsesionamos con las conexiones ocultas entre la vida y la literatura, entre la literatura y el cine, entre el cine y la vida? Feliz año.

viernes, diciembre 30, 2005

Caso cerrado, episodio treinta y siete (La Opinión)

Un día del mes pasado me llamó por teléfono un amigo, zamorano que vive en Madrid, y me contó que para la serie de televisión "Suárez y Mariscal, caso cerrado", que programan en el canal Cuatro, estaban contratando actores no profesionales para intervenir en pequeños papeles en sus capítulos. No sigo demasiado las series de la tele y no estaba al tanto. Pero, al parecer, una de las fórmulas de este serial sobre policías consiste en hacer pruebas a los espectadores para que aparezcan en el mismo. Se convierten, de ese modo, en actores por un día. Primero les hacen esa prueba, y más tarde deciden si el entrevistado en cuestión encaja en alguno de los personajes, y después le asignan el papel que creen conveniente, supongo que de acuerdo con el físico o con los registros del rostro y de la voz.
Mi amigo me contó que le iba a echar arrestos al asunto y se iba a presentar al casting, o como gusten llamarlo. A mí estas decisiones me provocan demasiado respeto: hace falta mucho valor para dedicarse a la interpretación, pero aún más para (sin haberte dedicado jamás a ello) salir en una serie de televisión o en una película diciendo algunas frases. Así que hizo la prueba. Le anunciaron que ya le llamarían, que es lo que dicen en todos los trabajos para no espetarte a la cara que no requieren tus servicios. Pero esta vez no fue así: le avisaron unos días después, le dijeron que le iban a dar el papel de un sospechoso de asesinato que colecciona piezas de arte, le entregaron un guión que se titulaba "Los muertos no protestan". El había pensado que ni siquiera le darían una frase, había creído que sólo aparecería de extra. Pero no: es uno de los secundarios importantes en el episodio. Le tocaron unas cuantas frases. Lo sé porque, poco después, me pidió que le ayudara con "la lección". Ya saben: uno memoriza su papel y el otro, el ayudante, se dedica a sostener el guión y, leyendo, da la réplica. Esta escena la hemos visto en algunas historias de ficción: el aspirante a lograr un papel interpretando su parte, y el otro leyendo. Una cosa rara. Pero así fue. Nos reunimos una tarde y él se sentó en una silla. El era el sospechoso y yo el policía. El soltaba lo suyo de memoria y yo leía lo mío (exagerando, sobreactuando, divirtiéndome). Para mí fue un momento de pleno regocijo: también me tocó leer un par de frases de mujer y aproveché para impostar la voz. Mi amigo se sabía el papel, salvo alguna palabra que otra. Dos días después se fue al rodaje del capítulo treinta y siete. Estaba hecho un manojo de nervios. Debía lidiar, si la memoria no me falla, con tres escenas cortas.
El episodio, "Los muertos no protestan", se emite hoy, a las ocho de la tarde, en el canal Cuatro. Les aviso por la amistad que nos une y también porque se trata de un zamorano (estamos en todas partes, distribuidos por el mundo). No sabía si escribir su nombre, pero lo haré aunque a él le dé vergüenza: se llama Oscar Carrascal García. Hace más o menos un año salió en el periódico un reportaje en el que nos comentaba su participación en un videojuego, la última secuela de "Commandos", como actor de doblaje. Probablemente nos reunamos esta tarde unos cuantos amigos para ver el capítulo en algún bar. El me dijo, tras el día de rodaje, que su objetivo primordial fue no equivocarse mientras soltaba las frases. A nosotros nos da igual si lo hace bien, mal o regular. Lo importante es que está ahí, sin ser profesional, con un par. Les diré, por si lo ven, y para que lo reconozcan, que lleva el cráneo afeitado al cero. Y, por cierto, quizá sea el hombre con más don de gentes que conozco. Es una de las cualidades que en él admiro.

jueves, diciembre 29, 2005

Ficciones que se cumplieron (La Opinión)

En ocasiones la ficción se acaba cumpliendo en la realidad. Sabemos de esas leyendas que cuentan que gran parte del equipo de “Poltergeist” se vio envuelto en muertes prematuras, sucesos paranormales y demás acontecimientos parecidos a los de la película. Son el tipo de historias que luego le ponen a uno los pelos de punta. También hay maldiciones: se ha insistido mucho, por ejemplo, en la llamada maldición de “Supermán”, tanto en la versión televisiva como en la película de Richard Donner y también en sus secuelas y cortometrajes, de las que salieron malparados unos cuantos: si mal no recuerdo, la paranoia de la actriz que interpretaba a Lois Lane, la esclerosis múltiple de Richard Pryor, la caída del caballo de Christopher Reeve y su parálisis y condena a una silla de ruedas, el declive progresivo (tanto físico como artístico) de Marlon Brando, el suicidio del televisivo Georges Reeves (obsesionado con el personaje de una manera que recuerda a Bela Lugosi y Drácula), y los fracasos posteriores de otros intérpretes del personaje, como Kirk Alyn, y de actores secundarios que no volvieron a levantar cabeza. Además, Pryor, Reeve y Brando, entre otros, ya están muertos. Aún hay voces que apuntan a una especie de maldición asociada al personaje y otras que insisten en que todo es fruto de la coincidencia.
He recordado esto la otra tarde, al ver otra vez “Stand by me”, titulada en España “Cuenta conmigo”. Como saben, se inspira en una novela corta de Stephen King, “El cuerpo”, y relata la excursión de cuatro chavales en busca del cadáver de un muchacho atropellado por un tren en un bosque. En su momento fueron muy importantes para mí aquel libro y aquella adaptación: la película se estrenó a mediados de los ochenta y el protagonista tenía mi edad, y los actores que dan vida a sus compañeros habían nacido entre el setenta y el setenta y cuatro. Pero también uno se identificaba porque dicho relato tiene que ver con la pérdida de la inocencia, con la amistad, la aventura, el significado de la muerte, los descubrimientos. La última vez que vi un pase de “Cuenta conmigo” fue cuando estudiaba en Salamanca: una tarde de sábado, en televisión. Los libros, los cuentos y las películas significan cosas distintas, según la época de la vida en que uno los vuelva a leer y visionar. También es cierto que han transcurrido muchos años desde entonces: casi dos décadas desde el estreno.
Pero no es ese el aspecto que me interesa destacar, sino lo relativo a ficciones que terminan cumpliéndose. Si desconocen la historia, es mejor que se salten las siguientes líneas: no desvelo el final del relato, pero sí el epílogo, lo que cuenta el narrador que les sucede a ellos unos años después. El personaje de Teddy Duchamp, interpretado por el entonces ubicuo Corey Feldman, da con sus huesos en la cárcel en cuanto crece: recordé al escucharlo que ese actor fue detenido hace años por posesión de drogas, y me parece que leí en alguna parte que estuvo una temporada en prisión. Chris Chambers (River Phoenix) muere joven en el relato, curiosamente lo mismo que le sucedió a Phoenix, al caer fulminado en una acera de Los Ángeles por sobredosis de drogas. El rarito del grupo, Vern Tessio (Jerry O’Connell en la película), crece como un tipo normal, con un trabajo normal, igual que le ocurre al actor que lo interpreta, pues continúa rodando series y películas y no se le conocen asuntos turbios, ni trabajos basura. En cuanto al protagonista, Gordie Lachance (Whil Wheaton), en el epílogo es padre y escritor. El tipo que le da vida en el filme también es padre, y sigue en el cine, aunque su estrella no ha vuelto a brillar. Sus destinos fueron parecidos.

miércoles, diciembre 28, 2005

Mi visión (La Opinión)

Paso estos días navideños en Zamora, ciudad de recuerdos y reencuentros, de emigrantes que vuelven a verse. Al regresar advertí que mi memoria sólo había borrado, de esta tierra, el zarpazo brutal del frío. Recordaba a las personas, las calles, los cielos, la niebla, pero había olvidado ese aire helador que se te mete hasta los huesos. Una vez que abandonas la ciudad, el cuerpo, años atrás hecho a estas temperaturas, se vuelve blando, no es capaz ya de soportar esos cuchillos de hielo en la piel. Desde que llegué aquí no me ha abandonado la sensación de frío: o me duelen las orejas, o los pies, o los huesos, o las manos, o incluso los riñones.
El viernes pasado por la tarde el trayecto hasta la ciudad duró cuatro horas y media. Para uno eso supone perder medio día en la carretera, observando los adelantamientos suicidas de otros coches, el crepúsculo que tiñe los paisajes, la cara de paciencia (o de impotencia) de los demás conductores. No tienen la culpa las fiestas ni las vacaciones. Cualquier otro viernes del año sucede tres cuatros de lo mismo: el cinturón de Madrid continúa con esas obras interminables, y los atascos, en una ciudad ya de por sí caótica, se multiplican. Hasta que no concluyan esas obras le da a uno pereza regresar a Zamora: el fin de semana ideal no es pasar el viernes y el domingo rodando sobre el asfalto, eso cualquiera lo sabe. Y es lo que nos faltaba a quienes antaño vivimos en la provincia: ya de por sí mal comunicada, y encima con problemas para viajar desde Madrid.
Se fija uno en que pocas cosas han cambiado, salvo el cierre de algunos comercios y la apertura de otros nuevos. Alguna obra por aquí y otra por allá. El río sigue igual de espléndido, durante el fin de semana las calles se atiborran de vecinos y visitantes y todo el mundo pasea aunque el aire propine duras dentelladas, y en las noches de entre semana el ambiente vuelve a la normalidad: antes de las doce de la noche apenas se ve un alma por la calle. Todo cuanto queda, a partir de esas horas, es un paisaje abandonado de piedra antigua y niebla, de aceras húmedas (como si sudaran), de vaho en los labios, y algún desheredado que pasará la madrugada durmiendo en un banco o en una pensión de mala muerte. Cuando iba a la cena de Nochebuena vi esta imagen en la Plaza Mayor: un yonqui despistado, medio tambaleándose, con las manos en los bolsillos y la mirada ausente; y, un par de metros más allá, un trotamundos o un mendigo, hombre de barba zarrapastrosa con hatillo al hombro, gorro en la cabeza y el aire de buscar algún bar abierto (pero estaban cerradas sus puertas, sus dueños cenando o, como uno, de camino a casa). Al verlos supe que ninguno de ellos cenaría acompañado, si es que comían algo: pero lo desasosegante no es que tuvieran compañía y alimento esa noche, sino el resto de noches del año. Si le detallo a alguien esa escena, esa visión, pensé, no me creerá: es demasiado típica y tópica de los relatos trágicos sobre la Navidad. ¿Un yonqui y un vagabundo como últimos paseantes de la hora de las reuniones de Nochebuena? ¿Quién iba a creerme? Y, sin embargo, es así, porque esta ciudad tiene esas cosas, es capaz de ofrecernos lo mejor y lo peor. Por otra parte, cada vez sale más gente de juerga tras la cena de marras. Y, en otros años, eran noches extrañas, significativas, poseían cierta magia. Eso ahora está cambiando: sales en Nochebuena y crece el número de fulanos con modales bovinos, mirada agropecuaria, carcajadas de idiota. Los mismos que luego cogen el coche con una curda del quince y se dan de navajazos y puñadas en las discotecas. Qué pena.

martes, diciembre 27, 2005

El Año de Don Quijote (La Opinión)

Termina, por fin, el que han denominado Año de Don Quijote. Va siendo hora, pues, de que cada cual haga su balance. A mi juicio, el año no empezó mal: se programaron homenajes serios a Don Miguel de Cervantes, a Alonso Quijano, a Sancho Panza; se editaron libros y se dieron conferencias, y algunos de esos libros fueron resultado de los textos de las conferencias del año anterior; las revistas especializadas hicieron sus monográficos al respecto; publicaron guías de ayuda a la lectura del libro para el alumno; algunos autores nos ofrecieron el resultado de sus pesquisas y de su fabulación de otros personajes aledaños del protagonista; hubo coloquios, talleres, congresos y seminarios. Y, más o menos por ahí, alguien debió decir basta. Pero no lo hizo. O lo hizo, pero nadie prestó atención. Y así el Año de Don Quijote ha pasado de ser un homenaje elegante a un cachondeo en el que todo el mundo se ha subido a la burra. La mitad de las chorradas que inventaron para celebrar al Quijote, a lo largo y ancho de nuestra geografía española, han sido para echarse a llorar. Pero no sólo eso, sino que corremos el riesgo de aborrecer la obra.
Cuando, hace unas semanas, visité La Mancha estuvimos viendo un informativo local. Casi todas las noticias fueron a propósito de los fastos manchegos en torno al Quijote. Dos o tres parecían buenos, sinceros, homenajes que podrían lograr que a uno le apeteciera leer o releer la novela. El resto era digno de vodevil. ¿Ejemplos? Una manada de motoristas en ruta hasta los molinos de viento. Me dirán qué tienen que ver los motoristas en esto, y no me vale la simplona comparación entre las monturas de ambos. O un concierto de música clásica en el que un tipo decía algo así como que la mejor manera de leer las aventuras de Don Quijote era a través de la música. Pero además ha habido versiones musicales para todos los gustos, como las adaptaciones flamencas y de ballet. Aquí todo el mundo se ha puesto a adaptar a Cervantes para su capote. No es mi intención meterme con La Mancha, pero sí con sus excesos, y estos excesos son extensibles al resto de España. Observar tantos actos que no guardan relación con el Quijote ni con la literatura provoca vergüenza ajena.
Pero sigamos: numerosas empresas han arrimado el ascua a su sardina, y así ha habido patrocinador oficial, transportista oficial, exposiciones oficiales e itinerantes. No sólo molesta a uno el exceso de actos e inventos para “celebrar” el Quijote, sino la sospecha de que la mayoría de los patrocinadores, empresas e instituciones volcados en los homenajes de diverso pelaje los utilizaron de excusa para poner en marcha un coladero de subvenciones. Molesta a uno que todos esos fulanos de las empresas e instituciones que pregonan ser defensores y amantes del Quijote probablemente nunca hayan leído el libro. Si algo le molesta a uno es que pongan la literatura como excusa para hacer caja. El mejor homenaje que puede hacérsele al Quijote es leerlo, inducir a su lectura. Sin beneficios. Debo decirlo: unos cuantos escritores, poetas y ensayistas vinculados con Zamora nos propusimos hacer nuestra particular ofrenda cervantina, bajo los ropajes de un libro. Ninguno de nosotros cobró un céntimo, y de ahí partió la propuesta: homenajear, inducir a la lectura por amor a la novela, no por devoción a la pasta. Don Quijote de la Mancha ya está harto. Déjenlo en paz. Sólo desea volver a su tierra (las páginas de la novela), donde estaba más a gusto recibiendo puñadas, palos, puntapiés y pedradas por parte de pastores, cabreros, yangüeses, mozos de mulas y arrieros que mezclado en actos chuscos y de dudoso gusto.

lunes, diciembre 26, 2005

Carne cruda (La Opinión)

Terminaba el otro día un artículo diciendo que había comido, en el restaurante de una bodega, un filete crudo de buey. No pensaba aclararlo, porque obviamente es un malentendido y me deja en lugar bochornoso. Pero luego le he dado vueltas al asunto, y he resuelto, como mi escritura suele dictarme a menudo, que lo más saludable no sólo es la risa y la práctica del humor, sino además saber reírse de uno mismo. Tipos cetrinos como Aznar nunca contarán con nuestra simpatía por su falta de humor, por su falta de humildad, porque son incapaces de reírse ante un espejo. Así que he decidido contar el episodio, que no trasciende el terreno de la mera anécdota. Vamos a ello, pues.
Cuando examinaba la carta de vinos y condumios, en aquella cueva típica de la sierra madrileña, mis ojos toparon con un plato en el que ponía Carne Roja de Buey, o algo por el estilo. Eché un vistazo al resto del menú: en cada plato adjuntaban unas palabras sobre el modo de cocinar cada carne, o sea, "a la brasa", "al horno de leña", "a la parrilla", y en ese plan. Junto al plato de buey no ponía nada, no aclaraba cómo lo servían. Pero me arriesgué. Cuando el camarero puso la bandeja con una buena porción de buey en lonchas, con sal gorda, me apresuré a pinchar un pedazo y tumbarlo en mi plato. La carne se veía muy sana, muy roja, muy apetitosa, pero no sangrando. Partí con el cuchillo y el tenedor un trozo y me lo llevé a la boca. Bien, aquello estaba riquísimo. Para soñar durante varias noches con ese filete. Pero, aunque el sabor era magnífico, la carne estaba helada. Como si estuviera comiendo un polo de carne de buey, pero con sal por encima. Es imposible que esté más frío, pensé. Y alguien, a mi lado, me preguntó qué tal estaba aquello, qué tal estaba esa carne. Contesté que muy rica, pero, para mi gusto, un pelín gélida. Supongo que la sirven así, pensaba: poco hecha, de una manera en la que apenas se note que la han arrimado al fuego, y luego metida unas horas en la nevera y aderezada con sal. No es mal invento, pero casi me duelen los dientes de sentir el frío. Si fuera uno de esos tipos que siempre protestan en los restaurantes me habría quejado de la frialdad de la carne (que, al contrario de lo que puedan pensar, no estaba rígida, sino suave como la seda). Oiga, camarero, caliente un poco esta carne que, aunque sea costumbre masticarlo así, se me congela la lengua. Pero no: dado que a mi paladar le gustó aquello continué hasta terminar el primer filete.
Estaba pinchando el segundo cuando, con retraso, un camarero depositó frente a mí un plato de barro. Bajo el plato había una especie de hornillo, y cuando lo encendió con un mechero me quedé estupefacto. Ejem. Perdone, ¿para qué es eso? Para echar la carne ahí y freírla. Imaginen el bochorno. Menos mal que yo estaba a un extremo de la mesa, a la que nos sentábamos once personas, y que apenas nadie lo advirtió. Porque, de enterarse todos, seguro que me hubieran condecorado con alguna medalla o distinción. Se me ocurren algunas: una boina de oro, un premio al viajero del año, un galardón al gourmet más avispado, un diploma al paladar aventurero. También podía haberme dado fuste, cuando me pusieron la vasija y el fuego, y decir: no, mire, déjelo, yo sólo como carne cruda; me acostumbré una noche, tras extraviarme en el Congo, en una expedición en la que nos robaron todo y no fuimos capaces de hacer fuego. Eso hubiera quedado espectacular. Pero no: tuve que admitirlo y echar el resto de la carne al barro. Luego, eso sí, la asé lo justo, apenas un vuelta y vuelta rapidito. No por la vergüenza, sino porque sabía mucho mejor. Ahora entiendo a los animales, aunque ellos no le ponen sal. Me preocupa este apetito de carne cruda. Espero no repetirlo.

sábado, diciembre 24, 2005

Dos monstruos navideños (La Opinión)

Si hay algo que me revienta de la Navidad es el sentimentalismo, lo cual no significa que no pueda caer en sus redes, sobre todo si llevo unas copas de champán encima. Y también la euforia: en cuanto ordenan instalar la iluminación navideña, y encienden las bombillas, al personal le entra la prisa. Basta con salir a la calle y recorrer el centro comercial de cualquier ciudad. Ponen las luces y todos vamos como locos: hay urgencia por comprar regalos aunque falten quince días, hay urgencia por adquirir las provisiones de fin de año, hay urgencia por los preparativos y por elaborar un plan para las vacaciones, aunque el plan sea el mismo de siempre. En las calles se siente la euforia, se palpa, incluso se ve. Todos nos movemos con el corazón acelerado: caminamos de aquí para allá haciendo las últimas compras, dando los últimos abrazos del año, corriendo sin respiro. Pero, si antes de la cena familiar de esta noche, uno se sienta a tomar un trago con sus amistades o con los compañeros de trabajo, eso no supone que nos haya abandonado la euforia; en el interior seguimos a cien por hora, debido a esa prisa que nos imponen las luces, las fechas, las ciudades llenas de gente. Nos comportamos como si, en vez de fin de año, fuera el fin del mundo.
En cuanto se pasa un poco la euforia y comienzan las cenas, y el corazón se va tranquilizando, el alcohol y las reuniones empujan a las personas al sentimentalismo. Resulta que es entonces cuando la gente dice que se ha acordado mucho de uno. Pues haberse acordado antes, señora. Que uno vive y respira doce meses al año, no sólo quince días. Lo mismo digo yo de usted, oiga. Pues entonces nos entendemos. El sentimentalismo de estas fechas hace creer a muchos individuos que la Navidad es la mejor época del año; es entonces cuando más recuerdan a sus muertos y cuando más abrazan a sus vivos. Conceptos tan manoseados como la paz, el amor, la felicidad, salen a flote. Nos ponemos alguna de ellas (o todas) en la boca, y así funcionamos (junto con las promesas hechas a nosotros mismos) hasta que terminan las vacaciones. Es entonces, pasado el Día de Reyes, cuando se olvidan los buenos propósitos, la ristra de promesas, las palabras manoseadas. Cuando la gente regresa a su odio diario, a su pasotismo, a olvidar durante otros once meses y medio a quien, unos días antes, prometió el mundo y una llamada de teléfono a la semana.
Euforia y sentimentalismo. Dos monstruos que, en estas fechas, nos acaban devorando a la mayoría. Se trata de encontrar el equilibrio: no odiar las navidades, pero tampoco amarlas hasta el punto de parecer hecho de crema y merengue, y no de carne y hueso. Por fortuna, creo que el sentimentalismo ya me lo he quitado de encima (no así la nostalgia, que es muy distinta); principalmente porque es algo que sólo queda bien en las telenovelas. Tal vez, por eso, en las películas y en los cuentos sobre la Navidad me caen mejor el avaro, el villano, el cruel: antes el Señor Scrooge que Bob Cratchit, antes Jack Skellington que Papá Noel, antes Stripe que Gizmo. En cuanto a la euforia? Cada año trato de no ceder a ella, y por algún lado, al final, logra colarse: ya sea en las habituales compras de última hora, en los preparativos de la fiesta de Nochevieja, en la Noche de Reyes. Intentaré tomármelo con calma. Y aconsejo hacer lo mismo. Pero también aconsejaría no pasarse, es decir, no parecer tan frío y relajado que piensen en ti como en un bloque de hielo que se desliza con lentitud por las calles. El equilibrio, siempre el equilibrio. Es necesario. Por eso Yoda anhelaba el equilibrio de la Fuerza en la galaxia. Que lo consigamos es una tarea hercúlea.

viernes, diciembre 23, 2005

Recomendación: Aquí nos vemos, de John Berger



John Berger, siempre preciso y lúcido, nos embarca en un viaje a través de la memoria, de algunas ciudades europeas, de los muertos que deambulan a su antojo y con quienes se encuentra y conversa. Su diálogo con los fantasmas (su madre muerta, sus maestros ya desaparecidos, sus antiguos amores) obliga al narrador a volver al pasado, pero no se trata de una autobiografía.

En Aquí nos vemos asombra la capacidad del autor para relacionar las frutas y el cuerpo humano, la tierra y el hombre, la cocina y la reflexión, la historia y el paisaje, el pasado y el presente.

Su madre, muerta y paseando por Lisboa, le aconsejará: "Escribe lo que descubras". Y lo que él descubre y escribe nos alimenta a nosotros (literariamente, se entiende).

Cerros y cuevas (La Opinión)

Unos amigos me recomendaron visitar las cuevas de El Molar, un pueblecito de la comunidad de Madrid, que dista de la ciudad unos cincuenta kilómetros. Fuimos a comer el sábado. Dado que no queríamos utilizar el coche, por aquello de que luego no puedes ni probar el vino, comprobamos que se podía ir en autobús. Subidos a ese transporte tardamos unos cuarenta y cinco minutos. El autobús, tras pasar por lugares como Alcobendas, cuyas calles paseé hace unos años, nos dejó en el centro del pueblo. El Molar está situado entre cerros, y quizá por eso lo recorren unos vientos helados, pero muy saludables para los pulmones, un poco hartos de la contaminación de las urbes y de respirar los aires viciados de las junglas de asfalto. Es uno de esos pueblos ideales para recorrer a pie, olvidándose de coches y demás vehículos, y observar a los lugareños. Antes de ir a comer a alguna de esas cuevas es conveniente hacer una reserva por teléfono. De lo contrario será difícil conseguir mesa.
Fuimos caminando por unas cuantas calles hasta encontrar una cuesta que conducía a una de las bodegas o cuevas, donde varios amigos habíamos hecho la reserva. Parece que son muy estrictos en este punto: al final se sumó otra persona más y la ventera nos dijo que no cabríamos. El azar, que a veces tiene mecanismos favorables para uno, quiso que a otra de las cuevas de la misma bodega se presentara menos gente de la que habían acordado. Ocupamos, pues, la suya, y ellos la nuestra. Antes de entrar tomamos algo en una especie de mesón o cantina, de la que es propietario “El Dioni”. Su apodo, además, da nombre al establecimiento. Ignoro si el hombre de detrás de la barra era él o no, porque yo desconocía su rostro; a mi regreso a casa busqué alguna foto en la red, pero no sabría decir si era él o no. Cuentan que regenta este mesón y un bar en Barajas. El caso es que pedimos un vino y, por el precio del chato, el dueño ofrece un caldo de pollo por persona. Lo ponen en un vaso corto, y el líquido templa las manos y el alma cuando, como en esta época, llega uno a la taberna helado por los vientos que vienen de la sierra. Tras el caldo, y por ese precio, puedes comer una tapa. Me fijé en una de las paredes de aquel local angosto y oscuro: unas caricaturas hechas en el muro muestran el periplo de “El Dioni”, desde que se llevó los trescientos millones de pesetas del furgón de la empresa de seguridad en la que trabajaba hasta su detención, pasando por la huida a Brasil y su festejo del golpe. El mesón es curioso y da buena espina. Después de tomar vino, caldo y tapa, salimos fuera. Me asomé a una atalaya, para absorber el aire frío y mirar el paisaje. Constituye una de esas vistas necesarias tras tanto empacho de ciudad. Los cerros que rodean El Molar son el de la Torreta y el de la Atalaya. Me di un atracón visual de naturaleza antes de meterme en la bodega.
El Molar, según leo, posee más de doscientas cuevas, llamadas las Cuevas del Vino. Una vez dentro recordé mi tierra, en concreto las bodegas de El Perdigón. Hay carnes a la brasa, parrilladas, vino tinto, ensaladas, y otras variantes gastronómicas en la carta que nos entrega un hombre: cocidos, pescado, fabada, judías con perdiz, postres artesanos, etcétera. Pedimos un combinado especial que incluye morcilla, chorizo, chistorra y pimientos del Piqullo, muy sabroso y adecuado para elevar el nivel de colesterol. Después elijo carne de buey. La sirven cruda, con sal gorda por encima, y ponen un plato de barro que calienta un pequeño hornillo. La carne la asa uno a su antojo, igual que en un restaurante de Zamora que visité en septiembre. La carne está deliciosa incluso cruda. Sí: me comí un filete crudo.

jueves, diciembre 22, 2005

Variedades


El año pasado conocí a Oscar Esquivias en Béjar (también a otros escritores, como José Manuel Oca, Susana Barragués o Félix de González). Este año está viviendo en Roma, gracias a una beca; y allí escribe otro libro. Me envió hace unas semanas su nueva novela, Inquietud en el Paraíso, y aún no he tenido el detalle de leerla: por fortuna, se acumulan los libros de los escritores amigos en la mesilla. Al menos no quiero ser ingrato y dejo constancia aquí de sus últimos pasos. La semana anterior sacaron a Esquivias en El Cultural, y hoy vuelve a estar en sus páginas. Se lo ha ganado.

  • Agradecimientos: a Julio Valdeón por el penúltimo post de su visceral y necesario Spleen de Nueva York, y a Deblin por su entrada "Talentos" en Recuerdos de lo que no ha pasado. Como dijo Cela: "Que hablen de uno, aunque sea bien". Saludos a ambos.
  • Felicitación: a Nacho Fernández. El miércoles, 14 de diciembre, acudí a la presentación de Literaturas Com Libros, apadrinada por Luis Landero. Reencontré a viejos amigos de la literatura (Ana Pérez Cañamares, Miguel Baquero, Alejandro Pérez-Prat, Miguel Angel Gara...) y saludé a los amigos recientes (Marta Sanuy, Norberto Luis Romero, Rodrigo Galarza). La presentación fue audiovisual y, desde mi perspectiva, un éxito: viendo una pantalla en la que se combinan imágenes, música y palabras, sucede algo raro en las presentaciones literarias, es decir, que la gente no se aburre. Puede ser el futuro de estos saraos.

En la distancia (La Opinión)

José María de Vicente Toribio, zamorano, escritor, poeta, profesor, antiguo inspector de policía, estuvo esta semana en Zamora para pregonar la Navidad. De una entrevista concedida al periódico entresaco las tres o cuatro frases suyas que más me han gustado, y que suponen su respuesta a la pregunta de si vuelve a la provincia en estas fechas. Responde: “A Zamora se la quiere más cuando se regresa que cuando se vive aquí. Se ama más en la distancia porque desaparecen los defectos. Siempre que puedo, regreso”. Es algo que, me atrevo a decir, comparten todos los que una vez emigraron de esta tierra. Los vínculos con las ciudades no son muy diferentes de las relaciones del ser humano con sus parejas: un día se separan dos personas, hartas de tirarse los trastos a la cabeza o de demolerse los oídos con críticas, y un tiempo después comienzan (salvo excepciones, obviamente) a recordarse con agrado, olvidados ya los defectos y el odio mutuo.
De mí sé decir que aún es pronto para saber si amo más la ciudad ahora que antes, pues no llevo demasiados meses viviendo fuera. Pero he comprobado hasta la saciedad el modo en que los zamoranos aprenden a querer a su tierra cuando saben que no van a regresar para vivir entre sus muros. Alguien podría decir que este sentimiento se puede aplicar a todas las personas en relación con su ciudad natal: se equivocaría, porque muchas ciudades resultan ser un infierno para sus habitantes, y nadie añora los infiernos. Quien se va de esta provincia aprende, con el tiempo, a apreciar lo que tuvo, y aun olvida un poco las carencias y los deterioros, los atrasos y las desgracias. Esto no significa que, instalado en otros sitios, no sea capaz de criticar los errores, la mala gestión política, el olvido. Pero se establece una diferencia: el tipo que se fue sólo quiere regresar, aunque sea en vacaciones o en fecha señalada, y recorrer lo que un día dejó atrás. Se lo he escuchado a gente que trabaja en otras ciudades. ¿Qué añoran? Añoran la calma, el río, los cielos despejados, el casco viejo, los bares de tapas, las costumbres de su infancia, los parajes de la provincia, los pueblos casi abandonados, la naturaleza sanabresa, y esa facilidad para, saliendo a la calle, encontrarse en el lapso de diez minutos a veinte conocidos a quienes saludar.
Una vez que no tienen (no tenemos) que arrostrar las taras de la ciudad, a saber, su futuro gris, sus limitados puestos de trabajo, su calma de lugar confeccionado para residentes ancianos, sus escasas posibilidades de apertura al exterior, su abandono y su ninguneo por parte de los poderes de la comunidad, una vez que no hay que arrostrar esas taras, o defectos, todo resulta perfecto. El regreso, entonces, para el emigrante, supone alegría, descanso, reencuentro, felicidad pasajera. Uno está más quemado con la ciudad y sus circunstancias cuando vive en ella que cuando se instala en otro sitio. Cuando se vuelve, por época de vacaciones o en los puentes, se aprovecha en unos días lo que se echa de menos. La gente visita a sus amigos y familiares, recorre las tabernas donde comer patatas bravas, pinchos de carne y mejillones, realiza cortas incursiones por Sanabria, cena en sus restaurantes favoritos o en aquellos que acaban de inaugurar, pasea por las calles sin necesidad de recurrir al coche, no se agobia con las prisas, y acomoda su reloj biológico al ritmo más bien sosegado de la ciudad. Pero, repetiremos, no olvida que deambula por territorios marginados. También lo sostenía así J. M. de Vicente Toribio en la entrevista: “Me subleva la marginación de Zamora”. Apuntemos, además, que los recuerdos suelen ser más atractivos que la realidad.

miércoles, diciembre 21, 2005

Transporte y lectura (La Opinión)

Anuncian la lectura en los autobuses como la próxima moda. Dicen que, respecto a los transportes, antes sólo se leía en el metro. Pero uno ha visto a algunas personas leyendo en el bus y en el tren, y lo ha practicado. Para fomentar la lectura algunos ayuntamientos andaluces han decidido regalar libros en los autobuses. Hay incluso una colección titulada “Relatos para leer en el autobús”. Su responsable es el poeta y editor Miguel Ángel Arcas, de Granada. Cuando le preguntan, en una entrevista, cómo surgió la idea para esa colección, explica lo siguiente: “Entonces me di cuenta del tiempo que se puede perder en un viaje urbano de autobús. Podríamos decir que es un tiempo psicológicamente muerto. Vas de un sitio a otro, en una ciudad que conoces, las mismas calles, el mismo paisaje de siempre, una rutina. Ahí es donde leer un cuento se convierte en una aventura. Es como romper ese tiempo dormido”. Un tiempo dormido y psicológicamente muerto: a uno le parece cierto.
No sé si lograrán que los viajeros (y me refiero a casi todos los viajeros, no sólo a unos pocos, entre los que me cuento) del transporte público se adapten a la lectura. Por dos motivos, creo: porque muchas personas se marean leyendo en el autobús o en el coche o en el tren, y porque en la actualidad la gente viaja hablando por el móvil. Cuando entro en un autobús y cruzo de una ciudad a otra, y si voy sin compañía, siempre me aguardan dos rutinas. La primera y más inmediata es apagar el móvil, para que no perturben mi trayecto con llamadas y mensajes; la segunda, y no menos importante, consiste en abrir el libro, que suelo llevar metido en una bolsa de plástico de alguna librería, e iniciar la lectura antes de que el vehículo arranque; esto último permite enfrascarse en la novela o en el cuento e irse acostumbrando para cuando se mueva el bus. A estos hábitos he añadido en los últimos tiempos un tercero: colocarme tapones en los oídos justo antes de que salgamos de la ciudad. De esta manera me salvo del ruido de los teléfonos, de las conversaciones en voz alta y del sonido de las malas películas que suelen endiñar a los pasajeros.
Se trata, con esta iniciativa que puede convertirse en moda, de inculcar la lectura en los viajeros y de hacerles menos doloroso el trayecto, o más aprovechable. Al principio, desde mis primeros viajes en solitario en la línea de autobuses entre Zamora y Salamanca, llevaba el libro como un acompañante, el eje de una actividad que supliera el fastidio de tener que sufrir esas pérdidas de tiempo entre los trayectos. Pero luego, lo reconozco, he ido cambiando: cada vez que debo subir al bus pienso, primero, en el libro que meteré en la bolsa de plástico. De tal manera que, sólo con imaginar que me aguardan dos o tres horas de lectura que compagino con esporádicos vistazos al paisaje, me relamo de placer, como el coyote de los dibujos animados en cuanto divisa una posible presa. Porque leer allí dentro (si consigue uno esquivar, con la ayuda de los tapones para los oídos, los timbrazos y musiquitas de los cincuenta móviles que hay a bordo, y el sonido brutal de la película mala) es, en efecto, una gozada. No puedes ir a ninguna parte hasta que concluya el viaje, y no puedes, como en casa, levantarte a hacer otras cosas o a navegar por la red, y cuentas con la suerte de, entre capítulo y capítulo o entre párrafo y párrafo, poder mirar por la ventanilla. Lo cual estimula el hábito y fomenta la reflexión. Lee uno lo que ha hecho un personaje y levanta los ojos y paladea esas acciones mientras contempla un bosque, el cielo, un monte, la nieve. Mi otra costumbre en el bus es, a veces, dormir entre capítulo y capítulo.

martes, diciembre 20, 2005

Recomendación: Glengarry Glen Ross, de David Mamet


Continuamos con David Mamet. Poco cabe añadir a lo escrito un par de posts más abajo. El libro incluye un exhaustivo estudio de Catalina Buezo, del que, lo confieso, sólo he leído las partes dedicadas a Glengarry y al cine de Mamet, y el guión de Casa de juegos, que recuerda a otros filmes célebres sobre timadores (ejemplo: Nueve reinas).
Merece la pena adentrarse en Glengarry Glen Ross: lástima que sea un texto tan breve, y que casi lo mejor de la película (el monólogo del tipo desagradable que interpreta Alec Baldwin) no saliera en la obra original. Destaquemos un fragmento:
Ricky Roma (Al Pacino en la adaptación al cine): "Te juro que... este mundo no es de hombres... no es de hombres, Máquina... es un mundo de funcionarios, burócratas, políticos... Es, es un mundo jodido... no hay aventura... (Pausa). Una raza moribunda. Sí. (Pausa). Pertenecemos a una raza moribunda".

El original y su copia (La Opinión)

Hubo un hombre que, primero, soñó con ser presidente y, después, con ser José María Aznar cuando era presidente para, más tarde, soñar con ser el tipo que cae bien a media España. Podemos decir que, por el momento, no ha logrado ninguno de los tres propósitos, no ha cumplido esos sueños. Nos referimos a Mariano Rajoy, político de trayectoria irregular en la oposición. Sospecha uno que la culpa no es suya, sino de sus malos consejeros o de sus asesores (peor aún si uno de ellos es Aznar, docto en anunciar catastrofismos y en hacerse amigos invasores de países lejanos). Porque Rajoy no empezó mal. Y creo que lo escribimos en este rincón, poco después de perder las elecciones. Sabía manejar la cal y la arena, y no trataba de ser un clon de Aznar. Aquello, como todo lo bueno, duró poco: en seguida quiso ser presidente. Lo hemos leído en algunas entrevistas, en las oraciones que él comienza con “Si llego a ser presidente…”, principio que desemboca en un alud de promesas.
No ha tardado este hombre en pasarse al lado oscuro que representa el ex presidente, y en hacer la misma oposición que Aznar hizo antes de tomar el mando del Gobierno: meterse con todo cuanto hagan los socialistas, criticar lo que está bien hecho y lo que está mal hecho, dar guerra tenga o no tenga razón, y sacar las pancartas a la calle, entre otras decisiones que había criticado de Zapatero cuando estaba éste en la oposición. Y ese es el problema: soñar con ser Aznar no puede conducir a nada bueno. Rajoy ha elegido el camino de fustigar, de sacudir duro, en cuanto le ponen un micrófono delante. No es mala opción la de fustigar, sacudir y criticar, pero al final hemos pensado que no tiene criterio. Todo cuanto hagan los otros le parece mal. Es como el clásico tipo a quien le gustan absolutamente todas las mujeres: guapas, feas, altas, bajas, etcétera: de sus gustos estéticos jamás podrá uno fiarse. O como el clásico fulano que se dedica, mirando con lupa a la sociedad, a abominar de todo: ocurre que, al final, nadie cree una palabra de lo que dice. Y así está Rajoy ahora, intentando mutar para convertirse en un pálido clon de Aznar. La diferencia es que a Aznar se le notaba que era duro, pero en Rajoy esa vertiente es impostada, falsa; ha elegido un papel que no le pega.
Quizá porque lo sabe, y porque sospecha que jamás se parecerá a su ídolo (Rajoy sueña con ser Aznar del mismo modo que Aznar soñó con ser Bush o Blair), se ha propuesto suavizar la imagen de cara al espectador. ¿Cómo lo hace? Como nunca lo habían hecho en el Partido Popular, es decir, acudiendo a los eventos donde se codean los famosos, sonriendo ante las cámaras de los reporteros de los programas de humor, dejándose ver lo mismo en un ambiente selecto que en un ambiente casposo. Pensemos en esta faceta, que no deja de tener su interés por cuanto en el PP no supieron explotarla. Señalemos algunos de los saraos en los que el espectro barbado de Rajoy se ha dejado ver: en el preestreno de la tercera parte de “Torrente”, haciéndose la foto con las chavalas que interpretan el papel de jarrones decorativos; en una exposición de fotos de Alejandro Sanz, en la que éste apareció con el pelo teñido a lo Marilyn Monroe, aunque con discutibles resultados; en las presentaciones de libros de Pedro J. Ramírez y Alfonso Ussía, etcétera. Incluso la caída del helicóptero (él lo sabe) le ha dado mucha popularidad. También lo hemos visto contestando a las preguntas de los reporteros de “Caiga Quien Caiga”, haciéndose el simpático y el chistoso, algo que nunca hizo Aznar, y que es, parece, otra diferencia entre el original y su copia.

lunes, diciembre 19, 2005

Esquinas y camellos (La Opinión)

Camino por calles sucias, doblo esquinas cuyos bordes sujetan varios camellos árabes o moros, vendedores de hachís y de chocolate, o sea, camellos menores. Pasan allí las horas, horas muertas en pie, trapicheando, susurrando, con el ojo avizor, con el ojo derecho para la carretera por donde suele bajar la policía y el izquierdo para el resto, tanteando a los posibles compradores. Si aparecen los furgones policiales, los coches y motos patrulla, se esfuman, no permanece de ellos ni un rastro, ni siquiera sus sombras apresuradas en la huida. Vistos y no vistos. Habilidad para camuflarse, para esconderse, para pasar de camellos a camaleones. Los vendedores ilegales de discos, de películas, de drogas, son así: ofrecen su mercancía en pie y al segundo siguiente no están. Podrían ejercer ese truco de la desaparición repentina en unas jornadas de magia.
Camino por calles sucias, doblo esquinas cuyos bordes sujetan los camellos, y me ofrecen la mercancía mientras paso a su lado. Susurros, guiños de complicidad, mucho “Chist, chist, costo, costo”, pero pronunciado a su manera, como si fueran mercaderes con alfombras al hombro y tentaran al turista español en su tierra. La cantinela se repite, una y otra vez, una y otra vez. No sé cómo hacerles entender que no quiero y que no he probado y que no necesito, si me ven a diario caminar por los mismos sitios, acudir a los mismos establecimientos, comprar en las mismas tiendas. Antes de torcer por una calle, hacia la derecha, veo que un vendedor viene por la izquierda y lanza su anzuelo, su frase, las tres o cuatro palabras con las que chista y me llama y ofrece la mercancía, la que tiene y de la que vive. Y, con un gesto, trato de decirle: “Sí, claro, claro”, un gesto que, me doy cuenta tarde, para nosotros significa ironía, pero en su idioma gestual es asentimiento. Lo oigo detrás, como pidiendo explicaciones: “¿Por qué aquí no? ¿Por qué no este costo? Costo bueno, compra aquí”. Pero no me apetece explicarle que era una ironía. Las esquinas están atiborradas de estos pilluelos de baja estofa, licenciados en fumata y en bronca callejera. Aquí no cabe la caridad, aquí, en estos casos, no vale el rollo de que son inmigrantes, o de que no tienen oportunidades. Todos han pasado los dieciocho años y están sanos y fuertes, y sólo hay que mirar a la obra que está a diez metros para comprobarlo. ¿Por qué no se unen a los obreros españoles, africanos, indios, bolivianos, que arriman el hombro junto a las hormigoneras, los ladrillos y el cemento? ¿Por qué no se emplean en los restaurantes, tiendas, bazares que regentan sus compatriotas? No, aquí no cabe la caridad. Estos han elegido voluntariamente la senda del lumpen.
Camino por calles sucias, doblo esquinas cuyos bordes sujetan los camellos y, solitario, atravieso una plaza, lejos de casa, de madrugada, y un joven marroquí me ofrece su costo, y esta vez ni siquiera respondo ni hago gestos y continúo adelante. Me sigue, de buen rollo, en plan tío simpático, pero pidiendo explicaciones. Oigo: “Chist, chist, chico, para, espera, chico, ¿por qué no costo?” Y sé que, cuando en las calles un tipo te pisa los talones para hablarte, hay que parar los pies, averiguar qué quiere: lo contrario, salir pitando, es mostrar miedo. No hay rastro de miedo y me detengo y, aunque lo hubiera, también me pararía. Él lleva puesta su sonrisa de mercader risueño. Yo: “Qué”. Él: “¿No te gusta el costo? ¿No te gusta fumar?” Yo: “No”. Él: “Fuma, es bueno”. Yo: “Entonces fuma tú”. Él: “¿Yo? Ja, llevo siete años fumando”. Yo: “Pues enhorabuena”. Él: “¿No quieres?”. Yo: “Ya he dicho que no”. Él: “Vale”. Yo: “Adiós”. Me pregunto, alejándome, por qué nadie respeta mis prioridades.

domingo, diciembre 18, 2005

Mamet y el lenguaje (La Opinión)

He leído esta semana a David Mamet, un creador de quien todo el mundo ha visto alguna película dirigida por él, o alguna película dirigida por otro pero con guión de su firma, o alguna obra de teatro. Los dos libros que he leído son “Al sur del Edén” y un volumen que engloba un estudio sobre su figura, la obra teatral “Glengarry Glen Ross” y el guión de “Casa de juegos”, que se convertiría en su primer filme tras las cámaras. Rastreando las librerías se pueden encontrar otros títulos de su prolífica carrera como escritor: novelas y artículos, ensayos y guiones, como los de “La ciudad de las patrañas”, “Los intocables de Elliot Ness”, “La vieja religión”, “Escrito en restaurantes” o “Una profesión de putas” (con esa expresión se refiere al empleo de guionista). Porque Mamet ha hecho casi de todo: su celebridad proviene de su eficacia como dramaturgo y de su éxito en los escenarios de Norteamérica, pero también es novelista, poeta, ensayista, director de cine, guionista.
Cuando me refería a que todo el mundo ha visto alguna obra con guión suyo no exageraba. Citaré algunos de sus célebres guiones: “El cartero siempre llama dos veces” (versión Nicholson y Lange), “Los intocables”, “¿Qué pasó anoche?”, “Veredicto final”, “Hoffa”, “La trama”, “La cortina de humo”, “Hannibal” o “Spartan”. Algunos de estos títulos los dirigió él mismo, además de otros como “Homicidio” y “State and Main”. En cuanto a sus obras teatrales, en España se han representado “El búfalo americano”, “Oleanna” o “Métele caña”. Mamet posee una habilidad especial para capturar el habla de las personas, ya se trate de gángsteres, policías, timadores, abogados o vendedores de las inmobiliarias. En “Al sur del Edén” Mamet introduce reflexiones sobre política, paisajes, artesanos de Vermont; nos cuenta sus impresiones cuando compra un viejo escritorio de roble, y lo ilustra con fotografías de su cabaña, de paisajes nevados, de individuos de la tierra. El otro volumen lo compré para leer “Glengarry Glen Ross” (está dedicado a Harold Pinter, el último Premio Nobel, cuyas obras sirvieron a Mamet de inspiración), y de paso me aventuré por “Casa de juegos”, brillante propuesta sobre el ambiente de los timadores y de sus recursos, señuelos y trampas.
Pero lo primero que me enganchó de David Mamet fue “Glengarry…” Supe de este texto hace años, cuando se estrenó la película de James Foley de idéntico título (con el añadido, en España, del bochornoso subtítulo “Éxito a cualquier precio”). Mamet escribió el guión partiendo de su texto teatral, que únicamente abarca dos actos. La película, por desgracia desconocida para el gran público y “condenada” a los circuitos menos comerciales, a las filmotecas y a los festivales, contó con un reparto que quita el aliento: Al Pacino, Jack Lemmon, Ed Harris, Kevin Spacey, Alan Arkin, Jonathan Pryce y Alec Baldwin (en su mejor interpretación). Dos meses atrás rebusqué en mi videoteca: la tenía grabada y volví a verla. Después quise comprarla en dvd. Cuando me cansé de buscar, de pronto un domingo, en El Rastro, encontré por azar una copia. Luego adquirí el librito. Hay diferencias entre la obra y la película. Dado que el texto era corto, Mamet amplía las escenas: dos o tres transcurren en la calle y en un par de casas. Y, además, inventa un personaje nuevo y, por tanto, una nueva escena: el soberbio monólogo en el que un superior (Alec Baldwin) impreca, humilla e insulta a los vendedores de la inmobiliaria. Viendo la película, leyendo la obra, uno sabe que Mamet también podría haber ganado el Nobel: su descripción de las penurias de los trabajadores, mediante el uso de su lenguaje, es literatura en estado puro.

sábado, diciembre 17, 2005

Enhorabuena, Julio


El colega Julio Valdeón Blanco, por quien aposté hace poco en un artículo (ver Archivo), ha ganado el X Premio de Novela Ciudad de Salamanca con su obra Palomas eléctricas, de la que se ha destacado "la absoluta actualidad" del relato.
Para leer sus crónicas desde Nueva York (aunque estos días está en España), aconsejo visitar su blog:
Felicidades por el premio, Julio.

Honores póstumos (La Opinión)

Vivir en un país como España supone, en un alto porcentaje de casos, que quienes lo merecen sólo reciban homenajes a título póstumo. No nos cansaremos de denunciarlo. A muchos artistas, incluso aunque hayan entrado en el digno y solemne territorio de la tercera edad, se les niega el reconocimiento, o se les da la espalda, o se les deja que se mueran de hambre, o no se les condecora con medallas y galardones. Empieza uno a cansarse de ver siempre lo mismo: hombres y mujeres válidos, que llevaron una existencia consagrada a su vocación, sin perder el resuello, sin abandonarse al desaliento, sin cejar en sus empeños artísticos. Pero, ahora que uno lo piensa, también en otros países y en otros ámbitos sucede igual o parecido: nos referimos a ese Hollywood cruel que, en tantas ocasiones, sólo recompensa a las criaturas que le enriquecieron (económica y artísticamente) de manera póstuma o cuando el homenajeado en cuestión tiene un pie en la tumba. Parecen decir: “Mira a este director, nonagenario y retirado de la industria. Aún no hemos hecho nada por él y sólo le deben quedar unos meses de vida. Démosle un Oscar honorífico”. Pero el director nonagenario sabe que el aplauso llega muy tarde, aunque no lo diga y aunque en su discurso todo sean lágrimas de agradecimiento. ¿A quién le importa un Oscar o un Nobel cuando apenas le queda un año de vida?
Hablamos aquí, hace poco tiempo, de Eduardo Haro Tecglen y de Jaime Campmany, que, cada uno desde las trincheras de los diarios en los que colaboraban y con la pluma entre los dientes, lucharon (escribieron) hasta el final. Una vez enterrados, los partidarios de uno y de otro decidieron ponerles sendas calles a su nombre, polemizaron, discutieron y lograron aburrir al personal con sus disputas. En España es habitual que se honre a las personas sólo a partir de la entrada de sus féretros en la capilla ardiente. Luego se sucederán los tópicos: “Era un gran hombre”, “Fue un artista hasta el final”, “Era una mujer estupenda”, “Fui muy amigo suyo”.
Estos días tenemos un nuevo caso: la muerte del filósofo y escritor Julián Marías, de quien uno de sus hijos, Javier Marías, escribió en varias ocasiones algunos artículos elogiosos y bellísimos. El autor de “Negra espalda del tiempo” advirtió a los periodistas, a las puertas del tanatorio, que “España ha sido bastante cicatera y tacaña con mi padre a nivel oficial. Viene siendo algo tradicional e histórico el que, a personas de gran valía, no se les valore institucionalmente o se les haya hecho poco caso”. Y, claro, se han apresurado los políticos a inventar homenajes póstumos y por ello tardíos, e innecesarios, o menos necesarios ahora, cuando el homenajeado no puede asistir a los mismos. Es cierto que un hombre es inmortal si se mantiene viva su memoria y se le mantiene caliente en el recuerdo, pero pensemos en el finado: ¿De qué le vale a él, ahora, todo eso? De manera que Esperanza Aguirre ha anunciado la creación de un premio de humanidades con su nombre. También un colegio (y una calle, según Alberto Ruiz-Gallardón) llevarán su nombre. En los próximos días la mitad de los pensadores e intelectuales del país escribirán loas sobre Julián Marías, y nos revelarán que sostuvieron con él una gran amistad, a prueba de balas y de ideologías. Algo así ocurrió con Claudio Rodríguez. Y sucedió con otros muchos. Javier Marías lo ha designado con precisión: España ha sido (y es, afirmemos) “cicatera y tacaña”. José Saramago dijo una vez que un hombre alcanza la sabiduría cuando llega a viejo; pero, entonces, ¿de qué le vale? ¿De qué sirven, pues, los honores póstumos?

viernes, diciembre 16, 2005

Recomendación: Al sur del Edén, de David Mamet


Curioso (y desconocido) libro de David Mamet, escritor, dramaturgo, guionista y director de cine. En Al sur del Edén Mamet nos habla, en unas ciento cuarenta páginas, de su devoción por la zona en la que vive y trabaja: Vermont.
Este título resulta interesante por dos motivos: porque Mamet demuestra su talento en todo cuanto hace, y porque se trata de uno de esos libros muy parecidos a los que escribieron W.G. Sebald y Xuan Bello, en los que ofrecen un recorrido literario por ciertos paisajes abúlicos, y los adornan con fotografías hechas por ellos mismos, y con anécdotas locales, y con algo de Historia, y con su obsesión por el detalle y por las reliquias, y con el retrato de individuos anónimos.
Me gustan estos libros porque me hacen sentir que estoy de viaje por algún paraíso en el que sólo hay silencio, hojas de otoño en el suelo y todo el aire que uno necesita aspirar para perderse en sus reflexiones.

Excluidos e invisibles (La Opinión)

Acaban de presentar un informe de Unicef titulado “Estado Mundial de la Infancia 2006: excluidos e invisibles”. Algunos datos de este informe aparecen en la prensa. Son, como siempre que se relaciona infancia y tercermundismo, datos terroríficos. Cada año algo más de ocho millones de menores empiezan a trabajar “casi en esclavitud”, o se prostituyen, o terminan convertidos en siervos, o caen en el tráfico sexual. El hombre despiadado ha aprendido que es más sencillo dominar y explotar a los niños que a los adultos. Si, para colmo, los niños han tenido el infortunio de nacer en un país pobre, no protestarán mientras a cambio obtengan un plato de comida (que suele ser, en muchas zonas, un cuenco de arroz apestoso, que no se comería ni un perro callejero). Alimentar el estómago es lo primero, y el ser humano es capaz de renunciar a su dignidad, de someterse a vejaciones, de pasarlas canutas con tal de no morir de hambre. Dicen, también, que unos doscientos cincuenta mil niños y adolescentes luchan en los llamados “conflictos armados”, o sea, en las guerras grandes y en las guerras de andar por casa. Y nos revelan que, aun en tiempos de paz, perdura la relación entre la violencia y la muerte infantil, y que en Sierra Leona unos doscientos ochenta niños de cada mil fallecen antes de cumplir los cinco años. Menuda vida, imagínense: a los cinco años ya eres un viejo prematuro, si es que logras cumplirlos.
Unicef ha denunciado, además, que la mitad de los niños nacidos en países del Tercer Mundo no figura en los registros, que son “casi completamente invisibles en las estadísticas”. Así, es como si carecieran de identidad y, faltándoles la identidad, están privados de la educación y de la sanidad. Supone, para que nos entendamos, no existir para el mundo. Sólo existen para los amos que los esclavizan, para los desalmados que comercian sexualmente con ellos, para los tipos que les ponen en las manos un fusil y los envían a la primera línea de combate de cualquier guerrilla, donde su vida es tan corta como la de las moscas que se dedican a comerles las legañas.
Excluidos e invisibles. ¿Qué es peor? ¿Qué te aparten de la sociedad, de los servicios básicos a los que tienes derecho, del camino por el que circula la vida normal de un niño normal? ¿O que seas invisible para el mundo, que no existas salvo para sufrir? Ambas son parecidas. Pero tal vez sea peor la invisibilidad. En nuestra sociedad (lo vemos a diario en las calles) hay muchos excluidos, pero pocos son invisibles. Con invisibles se refiere a que, al no estar inscritos en los registros oficiales, no poseen identidad. Y sin identidad no vas a ninguna parte. No eres. ¿Cómo podrías demostrar a nadie tu existencia? No es ninguna tontería: en España se han dado casos de personas a las que las instituciones confundieron los papeles de los registros oficiales, o cuyos nombres y apellidos eran idénticos a los de alguien que falleció. Les costó energías, papeleo y sudores demostrar que estaban vivos. Si no estás registrado, entonces no existes. No eres. No importas. Te ven, como a los fantasmas, pero no pueden comprobar que estás vivo, incluso aunque estés en carne y hueso ante ellos. Así son los niños de los países pobres: trabajadores, esclavos, chaperos y prostitutas, soldados, ancianos prematuros, muertos jóvenes, excluidos e invisibles. Luego, en la calle, las organizaciones nos ponen a los ciudadanos la foto de un niño moribundo y nos piden un donativo. Pero así, seamos sinceros, se llega a poco. Si han leído sobre África, por ejemplo, sabrán que los alimentos que les envían son interceptados por las bandas de ladrones y asesinos. Los muchachos apenas prueban las migajas.

jueves, diciembre 15, 2005

Un nuevo negocio (La Opinión)

De todo se hace negocio. Se puede hacer negocio de un vicio, de una adicción y de un pecado, pero también de sus contrarios: de la virtud, de la rehabilitación y de la penitencia. Hoy ya no existe un vicio del que no se pueda extraer doble partido: conseguir que el usuario se restablezca y ganar dinero con ello. Si quitamos de la ecuación a quienes trabajan en la medicina, ¿qué es lo que nos queda? Gente dispuesta a lograr beneficio. Esto es así, aunque lo disfracen de buenas intenciones, de ganas de salvar al mundo y cosas por el estilo.
Un ejemplo reciente lo tenemos ante nuestras narices, aunque los medios le hayan dado poca bola: se ha descubierto hace unos días que la Fundación Humanismo y Democracia, organización vinculada al Partido Popular, cobró dinero a las víctimas del huracán Mitch por ponerles casas subvencionadas, de las cuales ni siquiera llegaron a construir todas las que habían prometido. El dinero lo aportaban el Ayuntamiento de Madrid, la Generalitat valenciana y el Gobierno de Honduras. La investigación de una empresa determinó que, de cien casas que debían haber edificado, sólo había cuarenta y siete terminadas y diecisiete en construcción, y sólo un total de quince eran atribuibles a la pasta del Ayuntamiento de Madrid, o sea, al PP. Casos del estilo los hay a patadas. Empresas e instituciones que intentan colarnos sus actos benéficos y desinteresados y, mientras tanto, procuran mamar de la teta. No me escandalizo: como dijo aquel, a estas alturas a nadie puede sorprenderle que el Ratoncito Pérez sea mamá.
El caso más curioso de estos últimos meses es el relacionado con el tabaco. Con dejar de fumar. Si en un tiempo la moda fue fumar, a partir de ahora la moda será dejarlo. Se lleva no fumar, y por eso muchos días me digo que debería ponerme con el tabaco, hacerme fumador proscrito, solamente por llevar la contraria (y, también, porque me gusta ponerme al lado de los perdedores). Parece que casi todo el mundo quiere que se abandone el vicio del tabaco, y para ello no duda en ayudar. ¿Cómo ayuda? Pues mire usted: ganando dinero a cambio, que hoy pocos hacen algo sin obtener un beneficio. El gran negocio de los últimos meses es contribuir al abandono del hábito del tabaco. Basta con observar a nuestro alrededor. No digo mirar: digo observar, fijarse. Enciende uno la televisión. ¿Qué encuentra? Programas especiales para dejar de fumar, muy anunciados, para que suba la audiencia y sea un éxito no lo que pregonan, sino la cantidad de personas que se tragaron el programa. Debates y noticiarios donde machacan una y otra vez con lo mismo, estudios que nos asustan diciendo que es peor el tabaco que la cocaína. Bucea uno por la red y encuentra páginas de empresas que te ayudan a dejar de fumar; por un pastón, claro, y vía online. Sale uno a la calle y hay una invasión publicitaria, una campaña de la que algunas empresas sacarán grandes beneficios: parches de nicotina, cursillos de ayuda, anuncios en los periódicos, escuelas del consumidor, diversas terapias, tratamientos, apoyo psicológico, sesiones de hipnosis, goma de mascar de nicotina, inhaladores... Entra uno en las librerías y, en los estantes, ve libros y manuales de prevención del tabaquismo, guías y recomendaciones, y hasta lee títulos bochornosos, como “Es fácil que las mujeres dejen de fumar”, “Dejar de fumar con inteligencia emocional” o “Dejar de fumar es muy fácil: todo fumador lo consigue un montón de veces”. Es la moda, ahí está el dinero, así que vayamos a sacar tajada. Es así de simple. Tratan de colárnosla. Salvo la ayuda médica, el resto es sólo negocio, un invento para hacer caja.

miércoles, diciembre 14, 2005

El cierre de una fábrica (La Opinión)

Lo habrás visto en algunas películas y en series de televisión, e incluso en telefilmes, y puede que también lo hayas leído en novelas y en cuentos. Suele haber varios protagonistas. En primer lugar, un padre que se levanta muy temprano, se toma el café y se encamina hacia el trabajo. Mientras se dirige a la fábrica en la que es un operario más (pero indispensable, como lo son los peones de un tablero de ajedrez), piensa en la familia que tiene que mantener, en los hijos que aún son pequeños, en el coche con plazos pendientes de pagar, en el piso modesto en el que viven. Pero no se queja. En segundo lugar, una mujer joven, que ha sido madre no hace mucho tiempo, y acaso esté ya divorciada, y debe luchar sola por cuidar a su retoño y por sacar la casa adelante y hacer labores de limpieza y mantenimiento cuando regresa al hogar. Ambos trabajadores entran en la fábrica, fichan, se saludan, conversan con los demás compañeros y empiezan la jornada. Un día más.
Pero no es un día más, y nosotros lo sabemos porque, de lo contrario, no habría relato o telefilme o película. Anuncian el cierre de la fábrica. Aún no se ha hecho público, pero se lo cuentan a los empleados para que vayan haciéndose a la idea. El cierre, es obvio, significa muchos despidos, mucha gente a la calle, sin empleo y con un futuro nebuloso. Los protagonistas (la mujer y el hombre, pero puede que salgan otros personajes parecidos) terminan la jornada. Durante todo el día, en los descansos, en las pausas para el almuerzo, los empleados de la fábrica hablan entre ellos. Las preguntas son siempre las mismas. ¿Qué vamos a hacer? ¿Por qué tengo que quedarme en la calle? ¿No podemos hacer nada para impedirlo? Es posible que, como hemos visto y leído en tantas obras de ficción, algunos trabajadores lleguen molidos a casa. Esta vez están molidos interiormente. Pero no dicen nada. Prefieren posponer el mazazo. Optan por callar unos días, por si las cosas cambian, por si aún existe alguna posibilidad de que no pongan el cerrojo al lugar en el que se ganan la vida. Los protagonistas, al caer la noche, son incapaces de conciliar el sueño. A veces los vemos levantarse de la cama y, en silencio, ir a la cocina a tomarse un vaso de leche o una cerveza, mientras reflexionan. ¿Qué va a ocurrir ahora? A veces los vemos salir a la calle para darse un paseo. Hasta las paredes de casa los asfixian. Pero mañana, o tal vez pasado, tendrán que enfrentarse a la realidad y confesar en casa lo que ocurre, lo del cierre, antes de que los medios den la noticia. Saben que sólo uniéndose a los demás empleados, luchando codo con codo junto a sus vecinos y amigos, podrán cambiar las cosas. O, al menos, no podrán decir que no lo intentaron. El cierre de una fábrica supone su muerte laboral.
Bien, hasta ahí la narración de esas películas, series y cuentos que todos hemos visto y leído. Y, a partir de aquí, una tragedia real, un relato de la actualidad: la fábrica de tabacos World Wide Tobacco España cierra las puertas de su sucursal en Benavente. Eso supone acabar con doscientos cincuenta empleos. Doscientas cincuenta personas que no saben lo que va a ocurrir. Esta vez no sucede al otro lado de la pantalla, dentro del televisor o en las páginas de ese libro. Esta vez ocurre aquí, en nuestra provincia, en esta tierra tan maltratada, en este páramo que agoniza. Los propios trabajadores y los sindicatos preparan una manifestación para el sábado, en Benavente, en defensa de esos puestos, necesarios para muchas familias y para la provincia. Esperan que la comarca los respalde. Ante situaciones como ésta uno se pregunta qué puede hacer. Así que he decidido escribir esto. Y tú, ¿qué harás?

Literaturas.Com Libros

NACE UNA NUEVA EDITORIAL en ESPAÑA
LITERATURAS.COM LIBROS
PRESENTACION MIERCOLES 14 de DICIEMBRE 19 h Galería Begoña Malone - C/ Pelayo, 50 - Metro Chueca - Madrid.
Hará de padrino editorial LUIS LANDERO. La presentación es audiovisual, se proyectarán constantemente imágenes de los autores de los textos junto a los libros que se presentan. Venta de ejemplares ese día en la Galería. Se ofrecerá un vino de bienvenida a los asistentes.
Literaturas.Com Libros basa su venta en la exclusividad -al no poder adquirirse su catálogo a través de librerías de calle-, en el único sitio donde se pueden comprar es en la misma página web de la publicación digital www.literaturas.com.

martes, diciembre 13, 2005

Recomendación: Sin heroísmos, por favor, de Raymond Carver



Para los lectores fanáticos del maestro Raymond Carver (como uno mismo) la traducción al castellano de este libro de publicación póstuma, No heroics, please, supone una delicia, un paseo por la versatilidad de un autor que supo hacer de una prosa sutil la mejor de sus armas. Una ocasión para reencontrarse con los textos que no conocíamos en nuestro país.

Está estructurado en varias partes. Lo precede un prólogo de su viuda, Tess Gallagher, en el que explica las razones de Sin heroísmos, por favor, un compendio de trabajos carverianos de varias épocas. Pero vayamos a esas partes:

-Primeros relatos: Cinco cuentos de juventud, que no se incluyeron en los libros publicados por el autor en vida, pero sí en revistas. En ellos se palpa desde la influencia de Hemingway hasta la de Faulkner. En un relato como El pelo advertimos el germen de lo que más tarde será su narrativa, su estilo. Destaca el titulado Tiempos revueltos.

-Fragmento de una novela: Apenas son unas cuantas páginas, de un manuscrito que llamó El cuaderno de Augustine. Carver nunca escribió una novela entera, pero este fragmento puede leerse como un cuento.

-Poemas: En la escritura de poemas es donde Carver confesó sentirse más cómodo. En un ensayo de los capítulos siguientes cuenta que es capaz de recordar cómo, cuándo y por qué escribió ciertos versos.

-Contextos: Son varias notas y epílogos en los que analiza los pormenores de algunos de sus relatos y poemas, e incluso de un guión sobre Dostoievski que nunca se llevó a la pantalla. Aquí es donde el libro comienza a tomar verdadero cuerpo, donde la prosa nos remite al Carver de siempre. Donde nos desvela los nombres de los escritores que le inspiraron (Chéjov, siempre Chéjov a la cabeza de ellos), algunas de sus técnicas literarias, de sus sentimientos.

-Introducciones: En ellas habla de antologías de cuentos que ha preparado, en los que tuvo que elegir los mejores cuentos norteamericanos de determinados años. En estas páginas el lector se da cuenta de que le da igual lo que Carver le relate: en cualquier terreno es eficaz, sutil y entretenido.

-Crítica literaria: En su faceta como crítico desmonta las novelas y cuentos de otros autores. Demuestra su dominio de lo que llaman "la carpintería de la narrativa".

-Ensayos: Sólo se incluyen dos. Y uno de ellos llega a estremecernos. Se trata del titulado Amistad, donde analiza su compadreo con Tobbias Wolff y Richard Ford, a partir de una foto que les hicieron a los tres juntos. Dice Carver: "El azar hará que dos de los tres amigos de la foto se queden mirando fijamente los restos mortales -restos- del otro cuando llegue el momento". Quizá el escritor ya sabía lo que iba a ocurrirle, pues muy poco después murió de cáncer.

Huidos de una viñeta (La Opinión)

Una calle de la capital cuyo nombre he olvidado. Estamos unos cuantos (de la tierra, of course) tapeando en un bar. Frente a uno de los establecimientos hay una tienda de cómics y otra de artes marciales. En la de artes marciales exponen kimonos, libros, extraños aparatos. En la de cómics veo novelas gráficas, camisetas, algún libro y muchas figuras de personajes de los tebeos o del cine. Llama la atención la figura coleccionable de un tipo vestido de Superman, pero con el gesto agresivo de La Masa y el careto gris y podrido del monstruo de Frankenstein después de sufrir una indigestión. El invento se llama Bizarro y, en un lateral de la caja, pone, en inglés, que es una versión maltrecha de Superman. Investigo un poco más (desconocía la existencia de este personaje del cómic): Bizarro es un doble imperfecto de Superman, desmejorado por culpa de un experimento fallido. Aprende uno mucho deteniéndose en los escaparates de estas tiendas. Siempre que veo alguna me paro, escudriño los artículos al otro lado, voy tomando nota y me empapo de la poesía del color que ostentan.
Desde el bar donde comemos las tapas se ve dicha calle. Pasan extravagantes personajes, estos sí, salidos de la realidad, aunque parezcan inventados por un freak. Alguien dice que por esa calle circulan fulanas antiguas y desmejoradas: las más viejas, las más voluminosas, las más feas, las más tiradas. Y no se trata de Montera. Aquí los viandantes son seres inconcebibles y las prostitutas parecen nacidas en un bazar de saldos humanos. Ve uno de todo. El ser humano que camina con la barbilla muy alta y no se sabe con certeza si es hombre, mujer o una mezcla de ambos. La meretriz pintarrajeada y amplia, con pinta de guerrero de un campeonato de lucha libre. El jubilado con el Abc bajo el brazo, ceño fruncido y bigote blanco, que anda despacio, añorando otros tiempos. Las vikingas que paran a tomar un aperitivo. El hombre que toma chatos en solitario, de barra en barra y bebo porque me toca. La pareja recién salida de la primera edición del festival de Woodstock. Cada cual de su padre y de su madre. Y eso es lo que me gusta: observar los rostros anónimos que pasan por la calle. Y hacerme esta pregunta: ¿Qué pensarán ellos de mí?
Pasa un señor por la acera de la tienda de tebeos, un señor digno de un show casposo. Le echo un vistazo rápido. Podría servir para un cómic, pero no para uno de superhéroes y de villanos, sino para uno de mis adorados Mortadelo y Filemón, que es un verdadero retrato de los tipos más raros que se ven en una ciudad. Ahora Mortadelo y Filemón tienen su propio estudio, un ensayo sobre su vida ficticia. Pero continuemos. Me fijo en el hombre, un señor recién salido de una viñeta de las desventuras de esos dos agentes, o del número trece de la Rúe del Percebe. Lleva gorra con orejeras, y gafas de sol a lo Torrente, y abalorios al cuello, y una bufanda horrorosa en la que ha ensartado pins e insignias folclóricas y de dudoso gusto, y unos pantalones, cortos de talla, que dejan ver los calcetines blancos y el principio de unas espinillas blandas, y los pies calzados con unas pantuflas a cuadros, como las que me compré el otro día en un bazar chino (pero para usar en casa). Quizá sea uno de esos chalados que salen en los programas de medianoche diciendo que los marcianos los tuvieron secuestrados en su nave, o que cuentan ante toda España que poseen habilidades insólitas. A veces pasa uno por calles de ese pelo, llenas de personajes con su propio disfraz. Son verdaderos filones para quienes hacen caricaturas. Porque, mirando el escaparate de los cómics y, luego, la realidad, se hace difícil distinguir.

lunes, diciembre 12, 2005

Tirar libros (La Opinión)

Una tarde, a punto de entrar en antena en Radio Zamora, a través del teléfono, me llamaron de un número que no conocía. Lo cogí, inquieto, porque había acordado con la emisora un margen de tiempo (de diez a quince minutos) en el que me harían esa llamada. Para colmo, la voz al otro lado me indicó, al presentarse y revelar el objeto de su telefonazo, que no era nada importante. Querían que volviera a apuntarme a una de esas empresas que venden libros a domicilio. Te lees la revista y luego eliges, una vez al mes, lo que te interesa, y te lo traen por correo. El problema es que no siempre lo que uno encuentra es de su agrado. Particularmente prefiero los libros algo raros a los best-sellers, de modo que a veces se me hacía una tarea ardua lo de escoger algún libro de los expuestos en la revista.
Entonces la propietaria de la voz al otro lado del auricular preguntó las razones para no volver a apuntarme a los servicios de la revista. Incluyó una serie de preguntas, por si acertaba: ¿Le han tratado mal? ¿No sirvieron bien los pedidos? Etcétera. Le dije que siempre se habían portado de maravilla conmigo, con amabilidad y paciencia (mucha paciencia requieren los comerciales que van de puerta en puerta). Pero que el problema no guardaba relación con el personal que trabaja allí. El principal problema es el apuntado antes: que prefiero otro tipo de lecturas. Y esto no podía explicárselo, porque cada cual tiene sus gustos (literarios) y aportará sus razones para optar por un libro u otro. No hubiera tenido ningún sentido que yo le dijera que me gusta más la narrativa norteamericana de autores no demasiado célebres para el gran público lector (Don DeLillo, Raymond Carver, Charles Bukowski, John Fante, Dave Eggers, Cormac McCarthy, Jonathan Safran Foer, Richard Matheson, y una larga lista de nombres que no puedo poner aquí para no agotar la paciencia de quien lea esto). Quizá entonces me hubiera dado otra lista de nombres, acorde no sólo con su criterio sino con criterios comerciales. Y no nos hubiéramos puesto de acuerdo. Por otro lado, igual ahora incorporan ya a esos autores. Pero, a estas alturas, me da lo mismo.
Lo desconcertante es que, mientras trataba de cortar la conversación para recibir la llamada de la radio, y la mujer (muy simpática y amable) trataba de convencerme para la causa de su empresa, se le ocurrió preguntarme a bocajarro el por qué de mi renuncia. Uno no debería responder a estas cuestiones, pues es terreno privado. Pero me tengo por un tipo al que le cuesta perder la paciencia y los estribos, y le respondí: “No sé ya dónde meter tantos libros”, que es una respuesta cierta, pero sin duda no la única. Y luego, sin venir a cuento, le dije que los libros se dispersaban por los estantes, por los cajones, incluso por las baldas de otros armarios, y que no podía seguir así. Y, aquí viene lo que realmente deseo contar, me contestó: “Bueno, ¿y por qué no se deshace de la mayoría de ellos? Regálelos, o tírelos, y así tendrá más espacio para los nuevos”. Me pregunto si es posible mayor grado de crueldad en alguien que se dedica a vender libros. ¿Tirarlos? ¿Regalarlos? Es como si un padre de familia se diera cuenta de que tiene demasiados hijos y decidiese un día echarlos de casa. Tirar a la basura los libros me parece un crimen, una actitud hitleriana. Le dije: “Mire, jamás tiraría o regalaría los libros que tengo. Incluso adoro los libros que no me gustan. Son míos, están en mi biblioteca y les tengo cariño”. Ese consejo desagradable y bárbaro, propio de verdugos del papel, hizo que me dieran ganas de mandarla al carajo. Pero no lo hice. Preferí explicárselo. Para que lo entendiera.

domingo, diciembre 11, 2005

Esos jirones de niebla (La Opinión)

Muchas personas detestan la niebla. A mí me apasiona, siempre que no esté viajando por carretera. También me gusta la lluvia, y ese brillo gris y fantasmagórico que proporciona a las calles. Pero el inconveniente de la lluvia es que puedes regresar a casa con resfriado. Por eso la niebla me parece más oportuna para el paisaje de las ciudades pequeñas. A los tímidos, además, la niebla nos acomoda porque emborrona las figuras y nos guarece un poco de la mirada ajena. En la ficción la niebla siempre esconde amenazas, monstruos y asesinos. Rememoro con agrado “La niebla” de John Carpenter, que cercaba un pueblecito costero y guarecía espectros dispuestos a ejercer la venganza contra sus habitantes. O “La niebla” de Stephen King, en la que un grupo de personas se refugia en un supermercado, para protegerse de lo desconocido, con un personaje gritando, desesperado, lo de “¡Hay algo en la niebla!” O la niebla que cobija los actos sanguinarios y clandestinos de Jack el Destripador. Sin embargo, la mejor niebla literaria o cinematográfica es la que se encuentra en los relatos clásicos “El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr.Hyde” y “El retrato de Dorian Gray”, de cuya fascinación hablé en este rincón hace algún tiempo.
De las nieblas de la realidad me quedo, sin duda, con las de Zamora. Alguien dirá que he viajado poco. Quizá sea cierto, pero no importa. Un año atrás recorrí mucho, entre semana, las calles con niebla de mi ciudad. Volvía a casa de madrugada, caminando junto a un compañero del periódico, y en el corto trayecto se juntaban la fugaz visión de los gatos, los jirones de niebla emboscando la Plaza Mayor y una maraña de diálogos entre ambos. En mi opinión hay dos factores básicos para amar esa niebla zamorana: que el paisaje del casco antiguo cobra aún mayor belleza de la que tiene, creyendo el paseante que ha sido transportado a otro siglo, a un siglo de menos ruidos, de silencio nocturno, de calma propia de ciudad recoleta; y, en segundo lugar, que existen pocas amenazas en la niebla, salvo que uno se vaya al bosque de Valorio o se meta por algún barrio dominado por el tráfico de drogas y la delincuencia, y por esa virtud, por ese escaso peligro (escaso, no inexistente), puede disfrutar de una andadura sin sobresaltos, de una caminata en solitario, con las manos en los bolsillos del gabán y el aliento dibujando formas sinuosas delante de su rostro.
No lo digo en broma: deberían dar publicidad a la niebla zamorana. Ofrece paisajes embriagadores: el río que apenas se vislumbra y uno debe adivinar por el sonido de la espuma cabalgando sobre los regatos, el Puente de Piedra iluminado por sus faroles a ambos lados, los contornos de La Catedral que remiten a una película de miedo, las iglesias románicas envueltas en ese velo que las disfraza, los callejones cuyo final es imposible discernir, los merodeos gatunos por entre la hierba y las esquinas. Los amantes y coleccionistas de paisajes con niebla viajarían a la ciudad, pasearían de madrugada (pero debe hacerse en días laborables, para así encontrar las aceras sin gente), sacarían la cámara de fotos para llevarse el recuerdo o se inspirarían para escribir un poema. Debemos aceptar que la ciudad no es la misma un sábado o un domingo por la tarde, cuando todo el mundo realiza el trayecto desde Santa Clara hasta La Catedral, cuando el paseo se vuelve una actividad demasiado típica y populosa, que un lunes a la una o las dos de la mañana, envuelta en jirones de vapor y en silencios sólo rotos por las pisadas de algún trabajador de noche, o por algún borrachín que avanza conversando con las paredes. Deberían darle publicidad.

sábado, diciembre 10, 2005

Exceso de ofertas (La Opinión)

Aún no han comenzado las navidades y ya está uno harto de ellas. No es sólo la intrusión de la publicidad agresiva en las revistas, en las cadenas de televisión, en los periódicos, en las calles, en las vallas, sino el ambiente de euforia, la locura del gasto y la iluminación colocada en las calles. Creo que sólo había estado algún día en Madrid en torno a esta fecha, cuando ni siquiera hay vacaciones pero el personal se mueve como si lo fueran.
La otra tarde decidí acercarme hasta el centro, en una de esas incursiones que uno hace para pescar algunos libros. Había tanta gente en todas partes, en cualquier rincón, que la sensación de agobio estrangulaba. Algunos viandantes iban por ahí con pelucas de todo tipo: pelucas rojas con trenzas, pelucas blancas de rizos, pelucas negras a lo afro, pelucas verdes y naranjas y amarillas. Le pregunté a un amigo qué significaba que hubiese tanta gente con la peluca puesta. Me dijo que, en estas fechas, instalan en la Plaza Mayor los puestos que venden artículos de broma y de atrezzo, muy adecuados para las fiestas que se aproximan. Y recordé el año en que anduve, por estas mismas fechas, en la ciudad y vi todo su barroquismo luminoso y mercader, y cómo me llevaron a visitar esos puestos. No es mala idea comprar unas cuantas pelucas y objetos de broma para la Nochevieja. El año pasado se le ocurrió a uno de nuestros amigos y fue un éxito: quiero decir que compró en la Plaza Mayor unos cuantos sombreros, matasuegras, y, sobre todo, muchas pelucas.
Pensaba salir de los establecimientos del centro con una buena ración de libros. Se supone que en estos días uno compra más, y en la televisión he visto que desvelaban las trampas y señuelos de los grandes almacenes para que el consumidor se lleve el carro lleno, aunque sólo entre a comprar una lata de conservas. Se supone, pero creo que fueron precisamente el agobio y los señuelos los que me empujaron a comprar sólo dos libros de bolsillo, muy baratos, y una película. Me crucé con tanta gente, vi a tantos tipos de camino a la caja y sujetando bajo la nariz una pila de libros, discos y dvds, que no escogí las novedades literarias que en cualquier otra ocasión me hubiera llevado. Es cierto que el mercado nos ataca con una publicidad demasiado agresiva, y nos incita a comprar cualquier cosa. Pero a veces eso es un arma de doble filo. Encontré en estos centros tal cantidad de ofertas, y de novedades, y de anuncios, y de posibilidades… que terminé saturándome. Cuando la oferta es tan amplia el cerebro se acaba bloqueando, como un ordenador con el disco duro sobrecargado de información. Nos convierten en zombies, incapaces de pensar. Y, si uno no piensa, existen dos caminos antes de llegar a donde están las cajeras: comprar cualquier cosa o comprar lo indispensable (no elegir ningún artículo es casi imposible, porque no tiene sentido ir a las grandes superficies sólo a mirar). La otra tarde me bloqueé. Iba con la idea de escoger ciertos títulos, pero fui incapaz de recordar muchos de ellos. La sobreabundancia de género hizo que lo olvidara casi todo. Por allí deambulábamos zombies o androides, con el cerebro a un paso de echar humo. De modo que no gasté lo que pensaba, sino menos. Lo que intento decir es que el exceso publicitario y consumista, a veces, logra de nosotros lo contrario de lo que se propone: la elección meditada antes que la compra salvaje e indiscriminada. En mi tierra, en vísperas de la Noche de Reyes, suelo salir a por regalos y me sucede igual: me bloqueo y compro poco o nada.

viernes, diciembre 09, 2005

Vino caliente (La Opinión)

Un amigo alemán, que vive en Madrid y viaja de vez en cuando a Zamora, trae, tras la última visita a su tierra, vino y unas pastas. Quiere invitarnos a probar el vino caliente y preparado con frutas y especias (corteza de naranja, canela en rama, etcétera). Quedamos en una churrería pequeña y acogedora, próxima a Plaza de España, donde al final hay una mezcla de gente que conozco de mi ciudad y gente nueva. Regenta el negocio una amable mujer que despliega por la barra una serie de platos con comida y aperitivos: tortilla de patatas, pimientos del Padrón, patatas fritas, cacahuetes, queso suave, jamón serrano, cueros, pepinillos, salchichas. Mientras el alemán prepara el vino en una olla pedimos botellines de cerveza. Recuerdo entonces que este chico se ha adaptado de una manera casi sobrenatural a la vida española y a nuestros juegos de palabras, de difícil comprensión para alguien que haya crecido en el extranjero.
Por fin llega el vino. Resulta delicioso, dulce, caliente, muy fuerte. Un brebaje adecuado para una noche alemana de viento y nieve, con los pies cerca del fuego de una chimenea, con sólo la música del aire en las ventanas y del crepitar de las llamas, quizá leyendo un viejo cuento de terror. Pruebo el vino y esa es la sensación que obtengo. Nunca he estado en Alemania, salvo por la literatura y el cine. Ya me gustaría. Me pregunta un simpático tipo, al que me acaban de presentar, de dónde soy. Se lo digo. Resulta que su abuela es de Zamora. Las conexiones con la tierra de uno son infinitas en la capital: siempre encuentro a alguien que tiene allí un pariente, o que trabaja con alguien que nació en el mismo sitio que uno, o que ha pasado por allí un día de Semana Santa o de San Pedro. Algunas personas nos reconocen por el acento cantarín (no en esta churrería de la que hablo). Me siento cómodo en este establecimiento: por la compañía y porque me gustan los garitos en los que se puede charlar sin romperte las cuerdas vocales. Para acompañar el brebaje de tinto con especias y frutas hay varias bandejas de pastas de Alemania. Tienen un sabor especial, profundo, que se agarra al paladar. La mujer, una vez comido este postre, saca de la nevera unas botellas de champán. Cuando vamos a pagar la cuenta la señora nos dice que sólo nos cobrará los botellines de cerveza. El resto lo pone ella y, el vino y las pastas, nuestro amigo. Es insólito, pero cierto: la dueña nos invita a toda la comida y al champán.
Al salir, buscamos taxis libres para juntarnos en otro garito con algunas personas de mi panda, esos zamoranos afincados en Madrid, que tuvieron que emigrar un día ya lejano en busca de trabajo. Detengo un taxi con luz verde, y me toca hacerlo en mitad de la carretera. Intentamos abrir la puerta y está cerrada, y el fulano que va al volante pregunta: “¿A dónde vais?” Contesto: “A Malasaña”. Y dice, el muy perro: “Pues, entonces, no”, y arranca y se larga, dejándonos allí en medio, entre todos los coches que rugen. Los taxistas de esta ciudad conducen como si les persiguiera el diablo, lo cual quizá te ahorra unos céntimos, pero sales con el corazón en la boca y el susto en el cuerpo. Así es la vida: constantemente recibimos los seres humanos una caricia (la amable señora que convida a la cena) y luego un zarpazo (el taxista caprichoso que elige él los destinos). A la puerta de algunos pubs aparecen, como setas, los chinos con su sencillo puesto: una caja de cartón en la que apoyan sus mercadurías. Cada vez ofrecen más cosas, desde bocadillos hasta tabaco, agua y cerveza. Algunos te meten las latas en la cara. Como si estuvieras en una carrera y quisieran ofrecerte avituallamiento. Y en la lengua aún tengo el sabor hogareño del vino con especias.

jueves, diciembre 08, 2005

Los Stones en España (La Opinión)

Desde hace unos días estoy de los nervios. Es culpa de mi banda favorita, The Rolling Stones. En el segundo puesto de mi altar, si es que a alguien le interesa (y lo dudo), están The Beatles, y, en el tercero, The Doors. Si los líderes de estos dos últimos grupos no hubieran muerto tan jóvenes quizá mis preferencias hubieran cambiado: posiblemente ahora tendrían una discografía más abundante. Lo que más me gusta de Sus Satánicas Majestades no es sólo la voz de Mick Jagger, sino también el punto canalla de todo el equipo. Son los chicos malos, qué duda cabe.
Pero comentaba que estos días estoy de los nervios porque los Stones anunciaron, dentro de su gira para el próximo año, tres conciertos en España. A saber: en Barcelona, Madrid y Valladolid. Vivo pendiente de la venta de entradas, y es muy posible que, a pesar de ese escrutinio de páginas oficiales de la banda, de páginas de fans, de foros y periódicos, de noticias frescas por correo electrónico (lo que en la jerga se llama “newsletter”), a pesar de ese seguimiento, no logre mi entrada. Alguien me ha contado que los tickets para el directo de U2 se agotaron en cuatro horas. Con el grupo de Jagger y Richards, unos abuelos encantadores con mecha para rato, supongo que sucederá lo mismo. Y no se me cuece el arroz. Hay, además, mucha desinformación en torno a las entradas. En algunas páginas de la red pueden reservarse, pero el precio es tan elevado que se me antoja un auténtico atraco. Aún así, y aunque los precios varíen dependiendo de cada ciudad y de cada país europeo, no será barata. Me he perdido tantas ocasiones de verlos tocar en directo en España que ya me duele. Y hay ocasiones que no debemos dejar pasar. Recuerdo cuando Nirvana dio los últimos conciertos en España. Un tipo al que conozco me dijo, entonces, que iban a ir unos cuantos amigos en autobús, de Zamora a Madrid. Me preguntó si me apuntaba. Le respondí: “No, ya los veré en otra ocasión”. Y no la hubo. Kurt Cobain, como tantas otras estrellas del rock quemadas, optó por ingerir una dosis de plomo, convirtiéndose en leyenda. No saben cuánto me arrepiento de no haber ido.
En Valladolid será más asequible el precio de la entrada. Intentaré verlos en Madrid, que me cae a mano. Y, hablando de Valladolid, me parecen “curiosos” los esfuerzos de la Junta de Castilla y León, que ha luchado con todos sus barcos para conseguir que los Stones toquen allí. Por si no lo saben, el concierto de aquella ciudad está subvencionado por la Junta. Con un millón de euros. Qué raro, ¿no? Lo de siempre: la Junta barriendo para Valladolid. Leí en un periódico las declaraciones de la Consejera de Cultura y Turismo, Silvia Clemente. Dice que el concierto, el catorce de agosto, logrará que Castilla y León obtenga mucha proyección internacional. Proyección para Valladolid, diría yo, que no la necesita. O, rectifico, lo necesita menos que el resto de provincias de la comunidad. Las primeras protestas empiezan a llegar: miembros de las Juventudes Socialistas de León han pedido a la Junta que flete autobuses gratuitos para que los leoneses puedan acudir a Valladolid, como compensación a otra de estas decisiones que favorecen a aquella ciudad “en detrimento del resto de las provincias”. También por eso estoy de los nervios. No digo que desde la Junta hubieran tratado de conseguir el concierto para mi tierra: me conformaría con cualquier otra ciudad de Castilla y León que no fuese Valladolid. Tampoco tengo nada en contra de esta provincia, pero las decisiones centralistas crispan los nervios. No obstante, aquí o allá, sólo sueño con ver a The Rolling Stones.